Está uno tan acostumbrado a las lecciones que da como profesor que, con frecuencia, se olvida de las que él mismo recibe como persona. No hace mucho, en una conversación en grupo, alguien contaba que en el último año todo lo que hacía era atender a una tía aquejada de una dura enfermedad. Pobre, le decíamos, ni vive ella (bien, se supone) ni lo haces tú. Pensando en frío, hasta le hubiera sido mejor evitarse esa parte final de su vida. Quizás, nos decía él. Desde luego hubiera sufrido menos, pero llevo un tiempo pensando que esta parte de su vida tiene menos que ver con ella que conmigo. Quizás ella hubiera ganado, pero yo habría perdido todo el cúmulo de experiencias (de lecciones, decía él) que he ido aprendiendo durante este tiempo.
No le entendí entonces pero, a día de hoy, no carece de sentido. O al menos ésa es la sensación que yo tengo. La enfermedad de papá nos va sometiendo a todos, o al menos a mí, a una serie de pruebas que te van poniendo al límite. Cada día es una nueva vuelta de rosca, una nueva lección. Y no de esas que en las que basta con escuchar y quedarte con alguna cosilla. Estas son lecciones-prueba en las que aprendes sobre ti mismo y sobre tus propias debilidades y miedos, tus contradicciones, tu mundo oscuro.
Otros amigos y amigas que ya han pasado por esos trances lo cuentan sólo de pasada. Supongo que ellos y ellas también lo llevan mal. Pero daría igual que fueran más explícitos. El campo de batalla está dentro de uno mismo y sólo allí es donde las cosas adquieren su sentido. Por eso debe ser que cada uno damos esos pasos de manera muy diversa y sintiéndonos mejor o peor según cada quien.
Lo que yo voy sintiendo es que cada nuevo paso es una nueva vuelta de rosca. Cada una de ellas más difícil que la anterior. Y todas ellas en una escalada que no para. Cuando piensas que tienes la situación controlada, que ya sabes lo que has de hacer y sabes hacerlo sin agobiarte en exceso aparece algo nuevo que te desafía y, a veces, te desfonda. ¡Visto desde la distancia qué fácil era el acompañar a papá cuando salía a caminar! Acomodabas tus pasos a los suyos, recorrías sus caminos, disfrutabas de las conversaciones con él y de sus comentarios, charlabas con sus amigos. Luego cuando hubo que pautar sus medicamentos o vigilarlo mientras dormía por si pedía algo, también fue fácil. A veces tosía o pedía agua. Fácil y agradable. Y poco a poco, a medida que él iba dejando de hacer cosas, nos teníamos que enfrentar a tareas cada vez más personales, más complicadas, no tanto en la tarea en sí cuando en lo que esas tareas tenías de componente afectivo. Afeitarle, vestirle, ducharle, ayudarle en sus necesidades básicas. Cada paso ha supuesto tener que enfrentarme a mis propios fantasmas. Cada paso una vuelta de tuerca. Me admiraba con qué facilidad lo hacían los demás y cómo para mí resultaba un proceso penoso. Del que, sin embargo, de ninguna manera hubiera querido quedarme al margen. Muy al contrario, lo valoro como esas lecciones básicas que todos tenemos que aprender.
Pero de todas ellas, la última ha sido la más difícil. La que más me ha hecho llorar de impotencia: no entenderle, no saber lo que me quería decir, lo que me estaba pidiendo. En la cama de al lado del hospital había otro padre con su hijo en situación bien parecida. Pero él, el hijo, se cortaba menos: “no te entiendo, majo, le decía. Ya lo siento”. Y se quedaban ambos tranquilos. O eso me parecía. Todo lo contrario que me pasaba a mí. Me llamaba con las manos, me susurraba cosas ininteligibles que yo intentaba imaginar qué eran. Deshojaba la margarita de todas las posibilidades. Primero intentaba repetir yo lo que suponía que él estaba diciendo pero no lograba aclararme. Después comenzaba una carrera frenética, le daba agua, le movía la cama, le movía a él, le refrescaba la cara… a ver si era alguna de esas cosas las que me pedía. Pero casi nunca acertaba y en sus ojos notaba su desesperación. Y si él pudiera verme, notaría también la mía. Lo cual, desde luego, no nos ayudaría a ninguno de los dos. Además, como estaba medio dormido, ni siquiera las cosas que ya sabía hacer bien de aprendizajes anteriores me salían bien: darle el desayuno, la medicación, levantarle, etc.
Otra vuelta de tuerca que te va agobiando. Al final acabamos consensuando una especie de conversación de signos. Me decía con la mano lo que quería (cosas simples, claro) y así ya fue más fácil.
En fin, son esas lecciones que uno va aprendiendo. Aprendes, sobre todo, a ser humilde. Vamos tan sobrados en otros terrenos que cuesta la leche asumir situaciones que necesitas resolver bien porque son tan importantes para ti pero que no eres capaz de hacerlo.
Y a todas estas, llega a sustituirme a la hora de la comida mi hermano Ramón y, al poco rato, me entero que ya lo ha espabilado, lo ha sentado en la silla y lo saca a pasear. Y allí me los he encontrado a media tarde, charlando en la sala colectiva, viendo la televisión. Yo comiéndome el coco toda la mañana y él, con menos rollos macabeos, resolviendo la situación. ¡Para matarlo! Otra lección más. Ésta en plan bofetón.
No le entendí entonces pero, a día de hoy, no carece de sentido. O al menos ésa es la sensación que yo tengo. La enfermedad de papá nos va sometiendo a todos, o al menos a mí, a una serie de pruebas que te van poniendo al límite. Cada día es una nueva vuelta de rosca, una nueva lección. Y no de esas que en las que basta con escuchar y quedarte con alguna cosilla. Estas son lecciones-prueba en las que aprendes sobre ti mismo y sobre tus propias debilidades y miedos, tus contradicciones, tu mundo oscuro.
Otros amigos y amigas que ya han pasado por esos trances lo cuentan sólo de pasada. Supongo que ellos y ellas también lo llevan mal. Pero daría igual que fueran más explícitos. El campo de batalla está dentro de uno mismo y sólo allí es donde las cosas adquieren su sentido. Por eso debe ser que cada uno damos esos pasos de manera muy diversa y sintiéndonos mejor o peor según cada quien.
Lo que yo voy sintiendo es que cada nuevo paso es una nueva vuelta de rosca. Cada una de ellas más difícil que la anterior. Y todas ellas en una escalada que no para. Cuando piensas que tienes la situación controlada, que ya sabes lo que has de hacer y sabes hacerlo sin agobiarte en exceso aparece algo nuevo que te desafía y, a veces, te desfonda. ¡Visto desde la distancia qué fácil era el acompañar a papá cuando salía a caminar! Acomodabas tus pasos a los suyos, recorrías sus caminos, disfrutabas de las conversaciones con él y de sus comentarios, charlabas con sus amigos. Luego cuando hubo que pautar sus medicamentos o vigilarlo mientras dormía por si pedía algo, también fue fácil. A veces tosía o pedía agua. Fácil y agradable. Y poco a poco, a medida que él iba dejando de hacer cosas, nos teníamos que enfrentar a tareas cada vez más personales, más complicadas, no tanto en la tarea en sí cuando en lo que esas tareas tenías de componente afectivo. Afeitarle, vestirle, ducharle, ayudarle en sus necesidades básicas. Cada paso ha supuesto tener que enfrentarme a mis propios fantasmas. Cada paso una vuelta de tuerca. Me admiraba con qué facilidad lo hacían los demás y cómo para mí resultaba un proceso penoso. Del que, sin embargo, de ninguna manera hubiera querido quedarme al margen. Muy al contrario, lo valoro como esas lecciones básicas que todos tenemos que aprender.
Pero de todas ellas, la última ha sido la más difícil. La que más me ha hecho llorar de impotencia: no entenderle, no saber lo que me quería decir, lo que me estaba pidiendo. En la cama de al lado del hospital había otro padre con su hijo en situación bien parecida. Pero él, el hijo, se cortaba menos: “no te entiendo, majo, le decía. Ya lo siento”. Y se quedaban ambos tranquilos. O eso me parecía. Todo lo contrario que me pasaba a mí. Me llamaba con las manos, me susurraba cosas ininteligibles que yo intentaba imaginar qué eran. Deshojaba la margarita de todas las posibilidades. Primero intentaba repetir yo lo que suponía que él estaba diciendo pero no lograba aclararme. Después comenzaba una carrera frenética, le daba agua, le movía la cama, le movía a él, le refrescaba la cara… a ver si era alguna de esas cosas las que me pedía. Pero casi nunca acertaba y en sus ojos notaba su desesperación. Y si él pudiera verme, notaría también la mía. Lo cual, desde luego, no nos ayudaría a ninguno de los dos. Además, como estaba medio dormido, ni siquiera las cosas que ya sabía hacer bien de aprendizajes anteriores me salían bien: darle el desayuno, la medicación, levantarle, etc.
Otra vuelta de tuerca que te va agobiando. Al final acabamos consensuando una especie de conversación de signos. Me decía con la mano lo que quería (cosas simples, claro) y así ya fue más fácil.
En fin, son esas lecciones que uno va aprendiendo. Aprendes, sobre todo, a ser humilde. Vamos tan sobrados en otros terrenos que cuesta la leche asumir situaciones que necesitas resolver bien porque son tan importantes para ti pero que no eres capaz de hacerlo.
Y a todas estas, llega a sustituirme a la hora de la comida mi hermano Ramón y, al poco rato, me entero que ya lo ha espabilado, lo ha sentado en la silla y lo saca a pasear. Y allí me los he encontrado a media tarde, charlando en la sala colectiva, viendo la televisión. Yo comiéndome el coco toda la mañana y él, con menos rollos macabeos, resolviendo la situación. ¡Para matarlo! Otra lección más. Ésta en plan bofetón.
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