domingo, agosto 10, 2008

Amores marinos


Fíjate, le dije al amigo que me acompañaba, los hemos sorprendido en pleno idilio. O eso parecía. La roca y el agua, allí mismo, a la vera del paseo marítimo. Resultaba precioso verlos.
El agua llegaba contoneándose, haciéndose la interesante, hacía ondas, se ocultaba, asomaba, a veces, pequeñas crestas de espuma, llegaba hasta cerca y se volvía a alejar. Todo un juego de seducción.
La roca estaba más seria, firmemente asentada en su puesto, con esa calma que, supongo, te da la seguridad de un amor cierto. Yo no le veía la cara, pero su gesto pachorrento hacía suponer una sonrisa de espera plácida, como la de quien ya se sabe en qué va a acabar todo. Y que acaba bien.
Y el juego seguía. La ola volvía, llegaba a los pies de la roca y jugueteaba con ellos, se los lamía suavemente. Y seguía avanzando, ahora ya con espuma. Las rodillas, la cintura, el pecho, la sugerencia de un beso en la cara. Y se volvía para atrás con un gesto de desdén calculado que aumentara el deseo del otro. Y al poco ya estaba allí de nuevo. Y así una y otra vez. Por momentos melosa y dulce y al poco excitada y exigente. Y mientras tanto, la roca se dejaba hacer. Feliz. Como quien no tiene prisa y sabe controlarse.
Tienen para rato, dijo mi amigo. Y seguimos nuestro paseo.
Cuando regresábamos volvimos la mirada hacia ellos de nuevo. El mar estaba calmo como una balsa de aceite. La roca parecía dormida. Qué tranquilidad, le dije al amigo. Es la depresión postcoitum, me contestó él.

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