ODA AL ALGARROBO DE PURMAMARCA
Si hay algo que me impresione de la naturaleza, ese algo se refiere a los árboles. Claro que te quedas sin palabras ante muchas manifestaciones de la naturaleza: ríos enormes, montañas acogedoras o asustadoras o convertidas en filigranas, paisajes polícromos que abren el espíritu, etc., etc. Pero los árboles tienen algo especial, algo casi humano que te atrae, que te invita a abrazarlos o a cobijarte bajo sus ramas. Es esa condición maternal lo que atrapa de muchos árboles, sobre todo de aquellos más amplios, más grandes y complejos.
El paseo por la Quebrada de Jujuy ofrece un constante espectáculo de algarrobos enormes, muy enramados, fuertes, ricos en sombra. Me hubiera gustado ir fotografiándolos uno a uno, pero cuando llegamos, ya de regreso, a Purmamarca y lo vi, me enamoré de aquel árbol viejo, grande, fuerte hasta la desmesura. Tiene una copa enorme de 30 ms. de diámetro y una altura de 13 metros. Emociona el verlo.
Pero, además, este algarrobo histórico tiene algo de particular: la huella de los años en su piel. Esa corteza resquebrajada como arrugas permanentes que nos hablan de su experiencia, de su capacidad para arrostrar fríos y calores, de su experiencia centenaria. Es como uno de esos ancianos arrugados y sabios que el cine nos presenta como líderes de las tribus indígenas: seres curtidos, pacientes, buenos escuchadores. Los expertos dicen que tiene más de 600 años. A saber cuántos secretos de la historia argentina se alojan en sus recuerdos.
Esa combinación entre la debilidad que te da los años junto a la fortaleza de su base y su ramaje es una perfecta metáfora de la vida de muchos jubilados y abuelos. Bien pudiera ser que un fuerte viento acabe tronzando alguna de sus ramas o que en su interior se alojara alguna enfermedad que acabara convirtiéndolo en leña seca, pero tal como se le ve es un ser grande, hermoso, sereno, eterno.
Y si uno se aproxima un poco más, puede reconocer las dobladuras, los huecos, las ramas que salen de otras ramas, los nudos que han acabado generando enormes engrosamientos de su cuerpo leñoso. Da la impresión de que, a través de cada uno de esos componentes de su estructura, el árbol te va contando historias de su compleja vida, de sus sufrimientos, de la complejidad que para un árbol tiene sobrevivir.
Todo un mensaje vital. A mí me evoca la figura de un abuelo sentado en el parque, fuerte y débil a la vez, lleno de las muescas que deja la vida, pero con muchas historias que contar a quien quiera acogerse a su sombra. Una maravilla.
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