lunes, mayo 13, 2024

BODAS DE ORO EN TAFALLA

 



Las fechas importantes en la vida, tanto da si son buenas o si no lo son, te las puedes tomar bien como momentos puntuales, bien como etapas alargadas de celebración o duelo. Mi mujer es una clara partidaria de la segunda opción (al menos en lo que a celebraciones se refiere): no es que cumplas años el día tal o cual, es que estás de cumple durante todos los días que aguanten tu cuerpo o tu bolsillo. Y en esa interpretación laxa y alargada de las Bodas de Oro estamos nosotros: ya las celebramos hace un mes en Galicia, acabamos de hacerlo en Navarra, y aún nos faltan dos celebraciones más con amigos. Vamos que se trata de una tarea alargada que exige un buen estado físico y no poca resistencia.

De las diversas celebraciones, aquellas que organizas con la familia son, sin duda, las que poseen un mayor nivel de entropía e incertidumbre. Las deseas con toda el alma, pero las temes con una ansiedad similar en intensidad. Al final, ya sabes que has de pensar en muchos detalles y reforzar tu paciencia y buen ánimo. Que has de entrenar, vamos.

Como es ley de vida, a medida que las familias se van haciendo grandes se van convirtiendo en estructuras cada vez más variadas y complejas. Más complejas, si cabe, cuando del tronco central han ido saliendo ramas y ramitas que no solo son muchas, sino que, además, va cada una a su bola. Sólo los padres-abuelos tienen esa capacidad de imán que consigue mantener armónico el conjunto. Pero cuando ellos se van, la fuerza centrífuga acaba imponiéndose y cuesta un potosí lograr encuentros.

Bueno, hay que aceptarlo. “Eche o que hai!”, se dice en Galicia. La vida es compleja para todos y las relaciones se van reajustando en función de los acontecimientos y las afinidades sobrevenidas. En cualquier caso, añorar la piña familiar que éramos cuando vivían nuestros padres está fuera de lugar y solo sirve para deprimirte. Las familias son lo que son. Y si uno se fija un poco, también ellos, nuestros padres acabaron centrándose en “su familia pequeña” y dejando un poco de lado sus familias de origen para poder mantener fuertes los vínculos en la que ellos crearon. Quizás sea eso lo que nos queda por hacer a quienes ahora los hemos sustituido en el liderazgo familiar: tendremos que priorizar la familia pequeña, aunque nos duela que en la otra gran familia vayan difuminándose un poco los vínculos y afectos.

“¿Es eso un lamento?, susurra en voz baja el blog, ¿no fue bien la celebración en Tafalla?” No, sí, sí que fue bien, le he respondido un poco sobresaltado por su interrupción inesperada, aunque uno siempre quiere o sueña con más. Quizás es pura añoranza de otros tiempos en que los hermanos éramos más jóvenes y la presencia de nuestros padres permitía limar más las aristas de cada uno. O sea que, siendo eso imposible, lo que tuvimos estuvo bien, razonablemente bien.

El encuentro comenzó de víspera. Salimos de Santiago a las 7 de la mañana y tras 750 Kms. de conducción (Santiago-Coruña-Lugo-Astorga-Burgos-Vitoria-Pamplona-Tafalla) llegamos sobre las 14 h. a comer a Tafalla. Santi y Ma. Carmen habían preparado allí una menestra Premium (ríquisima, estaba, de restaurante con estrella Michelín: cada verdura hecha por separado, el cordero suave y tierno, la textura logradísima, el cardo como yo lo recordaba de mi madre…). Llegaron también Rafa, Rosy y familia y allí comenzamos nuestro fin de semana navarro. Un inicio perfecto.

 Nuestro propósito principal era que la segunda y tercera generación de zabalza’s, es decir, nuestros hijos y sus primos (y sus parejas e hijos) pudieran verse de nuevo y/o conocerse. Que supieran unos de otros, que se reconocieran como familia, aunque fuera lejana. Y eso fue lo mejor de la fiesta. Aunque faltaron algunos de los primos/as, y les echamos en falta, los que sí estuvieron se lo pasaron fenomenal. Da gusto escucharlos hablar, reír, disfrutar juntos. Hacen un grupo variado, gritón, alegre. Están bien juntos y eso es lo que los mayores apreciamos más. Seguro que muchos de ellos tienen pocas cosas en común, porque han construido su vida en contextos bien diferentes, pero sentir que se reconocen como miembros de la misma familia ya es un gran regalo de la vida. Propósito cumplido.

Con los pequeñajos siempre es un poco más complicado. Los hay más tímidos y más lanzados. Lo tuvo peor Matteo porque era el único niño, pero todos se lo pasaron bien. Los disfraces de Sara ayudaron mucho en ese reencuentro.

Nosotros, en la mesa de los hermanos, bastante teníamos con alegrarnos por tener la oportunidad de volvernos a encontrar una vez más. Siempre con esa sensación difusa de estar despidiéndote, de estar agradecido a Dios y a la suerte por poder estar aquí una vez más. Las ausencias se dejan notar y las presencias empiezan a ser condicionadas. La cosa es que ahí estamos una vez más. Con la plusvalía añadida de que esta vez nos puede acompañar Rafa que se ha venido expresamente de México, con toda la familia, para acompañarnos en la celebración. Pero faltó Javier porque ya se nos fue, y faltó Ramón porque aun convalece de sus últimos achaques.  En fin, no da para quejarse.

La cosa es que nuestra fiesta tuvo, desde el inicio, ese toque de fiesta familiar, de encuentro de zabalza’s, de regreso respetuoso a lo que somos como familia. Por eso, quisimos comenzarla en el cementerio llevando un beso y unas flores a nuestros padres. Los pequeños pudieron sentir ese valor especial que entre nosotros tiene el recuerdo de nuestros padres difuntos. El visitarlos y comenzar allí nuestra celebración era como querer unirlos a nuestra fiesta. Por supuesto, el mensaje no era tanto para ellos, cuanto para nosotros:  estamos aquí y estamos juntos por ellos, porque ellos lo hicieron posible; nada de lo que hoy podamos vivir o decir hubiera sido posible sin ellos, sin el esfuerzo enorme que les supuso construir esta familia. Y mantenerla unida. Se merecían, desde luego, el recuerdo.

 Y desde allí, todo lo demás siguió una secuencia convencional. Tomamos el vermut y sus sacramentos en el que fuera el bar de Santi (el nuevo Hostaf) en la siempre abarrotada plazuela de Los Fueros y, ya avanzado el medio día, nos llegamos hasta el restaurante La Luna, en el hotel Hola Tafalla. Pese a que llevábamos semanas negociando con el hotel la organización de las mesas, llegamos allí y las habían organizado mal. Primer desconcierto, pero el problema era pequeño y enseguida quedó resuelto: mesa de hermanos, mesa de hijos-primos, mesa de niños. Eso era justo lo que habíamos previsto.

La comida estuvo bien. Como se trataba de uno de los menús que ofrecía el restaurante, hubo que escoger solo el plato principal y el postre. Eso hicimos y todo fue transcurriendo a buen ritmo y sin incidencias (o, al menos, sin que la mesa de mayores lo notara). Un primer entrante de jamón con pan tumaca que entraba bien (pese a los pinchos excesivos del vermout); un segundo entrante de raviolis de pera con salsa de gorgonzola al pesto (perfecto para sentar el estómago); un plato principal a escoger entre varios y un postre, también a escoger. No fue una comida para echar las campanas al vuelo, pero estuvo bien y resultó proporcionada para los niveles de peso, colesterol y demás gaitas de los comensales (al menos, los de nuestra mesa de hermanos).

Resultó que en el mismo salón había otra pareja que también celebraba sus bodas de oro con sus familiares. Así que, como en los pueblos pequeños todos se conocen, mis hermanos también los conocían. Y, como lo supieron de antemano, hasta se animaron a contratar juntos a una cantante que nos amenizara la mesa a los dos grupos. Fue bonito. Nosotros nos acercamos donde estaban los celebrantes y brindamos con ellos. Esas cosas que solo pasan en estos pueblos. Hubo, por supuesto, alguna jota, pero la voz de la cantante no estaba para excesos y nos quedamos en melodías menos exigentes. 

 Con los postres y los chupitos finales llegaron los brindis, los regalos (incluida la obra de arte de Marisa: unos zapatos de chocolate preciosos), la poesía de Michel y los correspondientes abrazos y felicitaciones. Yo les regalé a mis hermanos mi libro de Leer la vida para que puedan recordar momentos y emociones que hemos compartido en estos últimos 20 años. Y, después, una larga sobremesa en la terraza del hotel.

Así fue esta segunda celebración de la Bodas de Ora. Si la de hace un mes en Galicia tuvo eso tono gallego vinculado al pulpo, las gaitas, los amigos, los y las cerdeiriña-váquez, la celebración tafallica tuvo, también, su toque navarro con la visita al cementerio, los pinchos del vermout y los platos degustados. Son estilos distintos, pero con ese denominador común que dan los afectos y el aprecio mutuo que uno siente en ambos entornos geográficos. Cuando uno se casa (al menos en las bodas de antes) uno se compromete con el pack completo: es tu pareja, pero es, a la vez, su familia. No siempre resulta fácil, pero he de reconocer que, en nuestro caso, ha sido fantástico. Hemos disfrutado tanto de los unos como de los otros y ya resulta difícil diferenciar entre la familia de uno y la del otro. Es como si se hubieran fundido para acabar (pero no ahora, ya fue así desde el principio) constituyendo una sola, nuestra familia.

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