jueves, mayo 30, 2024

LA TERNURA

 



Mi amigo Luis Martín, psicoanalista de pro, me ha dicho en Cuenca que va a trabajar sobre la ternura. Me ha hecho ilusión saberlo porque eso puede significar que quizás nos encontremos en ese cálido terreno de la relación entre personas. Lo digo porque, también yo, llevo un tiempo dándole vueltas al tema de las relaciones y a su sentido en la educación y el desarrollo de las personas. Dicho así, es cierto, suena a tema global e inabarcable, pero mi interés reduce ese espacio infinito al tema del “cuidado”, de los cuidados como forma de relación entre las personas.

Bueno, ya sé que los psicoanalistas usan senderos muy propios para analizar los temas.  Ya he visto que algo de eso pasa con la ternura, pero conociendo a Luis seguro que aporta cosas muy interesantes.

También soy consciente de que la ternura es más que el cuidado, pero ambas pertenecen al mismo espacio semántico, al mismo empeño por reconocer al otro y vincularnos a él o ella de una manera positiva. Y me alegra coincidir en este ámbito de ideas, porque veo, además, que a Luis le pasa como a mí. Te entra una idea en la cabeza y no puedes sacarla de ahí. Da vueltas, fermenta, sueñas con ella, te la formulas mentalmente una y cien veces buscando cómo expresarla, cómo organizarla internamente. Miras en tus libros, en internet, sacas disimuladamente el tema cuando hablas con amigos, la mencionas en conferencias o textos que hablan de otras cosas. Luis ya me había hablado en varias ocasiones de su interés por el tema de la ternura y seguro que yo ya le había mencionado algo de esta historia de los cuidados.  Así que estamos ambos recorriendo el camino de la creación intelectual que es como un embarazo y que acabará, o eso esperamos, en algún escrito o libro formal. Pues sí, por esos derroteros ando yo, un poco perdido aún, pero haciendo camino como decía el poeta.

 Quizás sea la edad la que provoca que temas así te atraigan. Dado que, ya mayores, vivimos sobre todo de recuerdos, debe ser que aquellos recuerdos que más se fijaron en nuestra mente (y nuestras sensaciones) fueron los momentos de ternura que hemos vivido. ¿Cómo olvidar el momento en que tus nietos bebés se agarraban fuerte a tu dedo como si su vida dependiera de ello?  Todos esos momentos de ternura acumulados en nuestra infancia, en nuestros noviazgos, en nuestra vida de pareja, en los años con hijos pequeños, en la relación con nuestros padres mayores (recuerdo que me emocioné hasta las lágrimas con un vídeo en el que mi amiga Inés cantaba con su madre moribunda las canciones que ella le había enseñado de pequeña). Son como reservas de fe y resiliencia que mantienes dentro de ti como oro en paño. ¡Qué importantes son esas reservas!

Y sí, claro, hablar de ternura es diferente a hablar de cuidados.  Y doy por hecho que la mirada psicoanalítica de la ternura se construye desde miradores diversos a los que utilizamos los pedagogos y educadores para hablar de esas cosas. “Ternura es reconocer los problemas o dificultades del otro y estar dispuesto a ayudarle”, me decía Luis (bueno, seguro que él lo decía mejor, pero ésa era la música). Bien, le dije, aunque para nosotros en educación el camino es un poco diferente, no cuidamos del otro solo porque tenga problemas o cuando tenga problemas, le cuidamos y ayudamos porque es un “otro” que está a mi lado y esa condición de otredad me compromete. En realidad, yo soy yo porque hay otros a mi alrededor. Y es en esa “otredad” que cada uno de nosotros va creciendo y desarrollándose porque la relación con los otros, si está basada en el cuidado mutuo, nos enriquece. Nada de eso sucede, lamentablemente, si esos “otros” a mi alrededor no existen para mí o los siento ajenos.

Hay palabras hermosas en nuestro idioma: fraternidad, sororidad, amistad, cordialidad. Entre ellas podríamos incluir “otredad”, que pese a que nos suena raro, nos viene bien para caracterizar esa relación, a veces intangible, que nos une a quienes están a nuestro lado, aquellos con quienes compartimos la cualidad de otro (ellos son “otro” para mí; yo soy “otro” para ellos).  Pero, así como amistad, sororidad, fraternidad expresan una versión positiva del tipo de relación que describen (la de ser amigo, sentirse hermano o hermana, ser cordial), decir “otredad” deja la relación en un espacio neutro, indefinido, sin connotación positiva. La otredad puede estar vinculada al desprecio y alejamiento del otro porque lo siento diferente a mí, mi contrario, mi enemigo; o, por el contrario, podemos vivirla como una forma de reconocimiento, de vinculación, de cuidados.

La cuestión es sentir al otro no como alguien o algo que está ahí, pero que nada tiene que ver conmigo, o yo con él. Eso es, justamente, la negación de la otredad. Los otros están ahí, pero son invisibles para mí. Solo nace la condición de otro cuando ese otro se hace visible, reconocible, cuando entra en mi mundo. Y esa relación se convierte en positiva (como es la de fraternidad, o amistad) cuando a la mera presencia del otro le añadimos la condición de alguien vinculado a mí: el otro, los otros no solo están ahí, están ahí conmigo. Es a través de esa presencia consciente y compartida que los otros, que ya son visibles, entran a formar parte del ecosistema de cuidados mutuos al que yo me adhiero y pertenezco.

La ternura es una cualidad añadida que, a veces, aparece en el cuidado del otro, en la relación con el otro. La ternura va subsumida en la mirada, en la palabra, en el gesto, en el contacto físico, en la proximidad. Es comunicación verbal pero, sobre todo, no verbal. La ternura connota la relación que se mantiene con el otro. Decía Eric Fromm que la ternura es un afecto desinteresado, una forma de acercarte al otro con un propósito dirigido a la relación en sí, no a lo que puedas obtener de ella.

 

Lo importante para mí es que la ternura lleva siempre dentro de sí el cuidado. Da calor y color al cuidado. Es algo que añadimos a nuestra forma de estar con los otros. Cierto que ese cuidado con ternura resulta más fácil de otorgar cuando esa relación se refiere a los niños o a personas ancianas o dependientes. O cuando las relaciones se producen en espacios íntimos y saturados de afecto. La ternura, en esos casos, debe superar menos filtros racionales o sociales. Quizás por eso, en educación, más que hablar de ternura (que también se habla y de hecho hay importantes corrientes de “educación basada en la ternura”), nos quedamos en los cuidados. Es difícil llegar a la ternura, pero resulta necesario insistir en la idea de los cuidados. Porque siendo algo esencial en la educación, es algo que, sin embargo, se va perdiendo. Cada vez más, la educación se convierte en competición, en control, en exigencia, a veces en bulling y exclusión de los diferentes. Es decir, lo contrario al cuidado y la ternura.  

Pese a la carga de ingenuidad que comporta, ¿no sería estupendo pensar en nuestras escuelas y universidades como unos ecosistemas educativos basados en el cuidado (cuidado de uno mismo y cuidado de los otros)? Si las escuelas y universidades fueran así, algo se nos pegaría en los años escolares que haría que nuestra vida adulta fuera diferente, al menos en lo que a las relaciones humanas se refiere, enriqueciéndolas con versiones más amigables y menos duras que las que actualmente mantenemos. ¿No tenéis la sensación de que la propia idea de “otros” ha ido desapareciendo en favor de yo, mi, lo mío, los míos?

En fin, comenzé la entrada con la ternura (el tema de Luis Martín) pero, al final, se me ha escapado por el tema de los cuidados. Yo siempre barriendo para casa.  Pero, tampoco le falta lógica a este giro temático. Al final, la ternura solo es posible sobre una base de cuidados. La ternura es la guinda del pastel de los cuidados, es un cuidado premium. Porque puede haber cuidados formales, incluso fríos; cuidados profesionales; cuidados manipuladores, cuidados basados en el dominio o en la búsqueda de rentabilidad; cuidados por compromiso. Al final, cuidados sin ternura.

 

domingo, mayo 26, 2024

NUESTRO ENCUENTRO EN CUENCA

 



Hace poco menos de un año (20 de Octubre del 2023) celebramos las bodas de oro de nuestra promoción de Psicología de la Complutense. Aunque nos costara creérnoslo, habían pasado ya 50 años desde aquel Junio de 1973 en el que aprobados los exámenes de Junio, nos habíamos convertido en psicólogos/as novatos pero dispuestos a comernos el mundo (quizás sea exagerado, sí, ya era bastante hazaña intentar comer, sin más, de la psicología). La cosa es que los que habíamos sido amigos y amigas en aquellos años universitarios y seguíamos conservando la amistad pese a los años transcurridos, nos citamos para vernos de nuevo. ¿Dónde? Pues en Cuenca, que para eso es el paraíso terrenal de nuestro amigo Hilario Priego, figura preclara de esa ciudad. Nuestro próximo encuentro, con fecha a decidir, sería en Cuenca.

Y, ocho meses después, allá fuimos. No ha sido fácil planificarlo todo. Estamos ya en edades avanzadas (no se llega a las bodas de oro de la promoción de forma apresurada ni cogiendo atajos) y mover a un grupo de 14 personas tiene su intríngulis: muchas condiciones y alguna que otra manía. Pero entre unos y otras todo se fue encajando y hace meses que ajustamos nuestras agendas y completamos los respectivos planes de viaje. Hilario fue confeccionando un plan atractivo y los demás fuimos acumulando energías. Infelizmente, ni Pilar ni Marimer, han podido acompañarnos en esta ocasión.

Siendo como somos de tan diferentes lugares, nos dimos todo el viernes para llegar a Cuenca. Los gallegos éramos los que peor lo teníamos, pero siempre puedes hacer de la necesidad virtud y tomártelo como una experiencia gratificante. Eso hicimos, por supuesto:  Ave de Santiago a Madrid; encuentro en Chamartin con Juan Manuel y Celia para llegar a Tarancón a comer, no sin el agobio de un enorme atasco a mitad de camino que a punto estuvo de frustrar nuestra reserva para la comida en La Estacada a donde llegamos pasadas las 15 horas. Después, sobremesa en el coche camino del destino y llegada a Cuenca a las 18 horas.

Lo mejor de ese día de viaje, fuera del encuentro con los amigos, fue el menú del restaurante La Estacada, en las afueras de Tarancón. Es un hermoso lugar de descanso que reúne hotel, Spa, bodega y restaurante. El menú que ofrecían era económico (25€) y sugestivo: unas patatas bravas de entrante muy ricas y estimulantes (picantitas); arroz meloso con setas e ibérico o espaguetis negros o salmorejo con helado de queso (aquí cada uno escogió uno); espaldilla de ternera cocinada lentamente (que elegimos todos); y los postres habituales. El vino de la casa, por supuesto,  que para eso son bodega y se jactan de tener uno de los mejores caldos de La Mancha. No estuvo mal. Fue un gran inicio del fin de semana.

 Llegados a Cuenca entramos en la diabólica tarea de aparcar en una ciudad con espacios tan diferenciados. Nos alojaríamos en la Hospedería del Seminario, en pleno casco histórico, donde es imposible aparcar, así que buscamos el aparcamiento público Mangana y, dejado allí el coche, ascendimos 7 pisos para alcanzar el nivel del Casco histórico. La Hospedería del Seminario estaba cerca. Por cierto, el seminario es un hermoso lugar que han adaptado muy bien para acoger visitantes a Cuenca. Carece de las comodidades habituales en alojamientos de su categoría, pero te lo compensa con la paz, el acogimiento (y los desayunos) que te ofrece. Ah!, y las vistas que son espectaculares. Vamos, que estás en medio de la movida conquense.

Tras los primeros paseos y una vez llegados los más tardones, allí nos encontramos las 7 parejas que compartiríamos fin de semana en Cuenca bajo la batuta de Hilario y Ma. Ángeles, conquenses de pro. Cenamos en La Posada de San José. Allí saboreamos los ricos sabores locales: morteruelo, gazpacho, etc. Nuestros anfitriones nos obsequiaron con una hermosa bibliografía para visitantes a la ciudad. Regresamos al Seminario para una reunión de grupo y allí les entregué a los amigos el libro preparado para las bodas de oro. No sé si no serán demasiados libros para un viaje de encuentro con amigos. Pero allá nos fuimos a la cama con mucha lectura por hacer.

 Amanecimos contentos el sábado (y eso que la primera noche de hotel siempre es sacrificada porque no te acomodas en la cama, te sobra-falta almohada, sientes raro el colchón, etc.), disfrutamos con el fantástico desayuno que ofrecen y acudimos en perfecto estado de revista a la llegada de la guía que nos enseñaría Cuenca de forma sistemática e iluminada. Y el paseo por la ciudad fue realmente interesante: la plaza mayor, las hoces del Huecar y la del Júcar, las casas colgadas (no colgantes, colgante es lo que se balancea), el puente de hierro, los ojos de la mora (preciosa imagen artística en el monte), las múltiples casonas y monumentos que llenan el casco histórico, las murallas, los museos. La visita a la catedral nos llevó una hora, tantas son las capillas y los elementos a comentar: la fachada, el coro, los órganos, las vidrieras, la estructura, el claustro….

Agotados con tanta información y con la enorme cuesta arriba que tienes que caminar, llegamos a El Torreón, el restaurante donde teníamos reservada la comida. En este caso, se había contratado un menú: varios entrantes a compartir y un plato principal a elegir entre varios. Estuvo bien, excesivo, hubiera sido suficiente con los entrantes. Tras todo el paseo mañanero por el casco histórico y la pantagruélica comida procedía una siesta sosegada, pero no estaba incluida en el programa y nos tocó luchar contra el sopor y el sueño toda la tarde. Y eso que, tras la comida, Juan Manuel y Celia (¡cómo se curran estos chicos cada encuentro del grupo!) nos conminaron a proclamar unos votos colectivos llenos de promesas y compromisos.

La siguiente etapa incluía la visita a la Fundación Antonio Pérez. La desgana y sopor inicial,  provocado por la no-siesta  pronto se fue disipando ante el espectáculo de todo lo que A. López había ido coleccionando. La Fundación que lleva su nombre se asienta en lo que fue un antiguo convento de las carmelitas descalzas. Muy bien restaurado, se ha convertido en un espectacular continente de diversas colecciones de arte, cultura, y objetos diversos. Autores renombrados van apareciendo en las fichas explicativas de las sucesivas obras:  Millares, Saura, Rueda, Chillida,  Warhol, Equipo crónica,  etc. Pero, además de pintura, allí estaba la colección completa de la revista Ruedo Ibérico. En fin, una fantástica colección de arte y objetos varios que demuestra el buen olfato de coleccionista que tenía Antonio Pérez.

Ya no quedaban demasiadas fuerzas para hacer otra cosa que sentarse a descansar un poco. Y eso hicimos. Unos postulaban por quedarse en la plaza mayor con su cervecita, pero la instrucción fue llegarse hasta el hotel y allá fuimos. Costó, pero al final, llegaron todos y Juan Manuel y Celia intentaron iniciar una sesión de juego de confidencias y diálogo entre todos. Era un  intento arriesgado a esas alturas de la jornada y con un grupo tan peculiar como el nuestro. Tras un inicio titubeante, ya se vio que la cosa no cuajaba y, con buen criterio, lo dejamos estar.

Teníamos cita para cenar en un local de la Plaza Mayor y allí fuimos, más por cumplir con el programa que porque deseáramos comer. Pero era el último acto de nuestro encuentro en Cuenca y se merecía un esfuerzo colectivo. La parte gastronómica de la cena fue un desconcierto. Casi nadie quería comer en serio y se fueron acumulando peticiones minúsculas y para salir del paso (sopa castellana, ensaladas, huevos rotos con patatas, fritada). Total, que bebimos más que comimos. Tampoco es que el restaurante tuviera mucho que ofrecer. Por no tener, no tenía cava que pudiéramos pedir para el brindis final.

 Y así, cansados de las andanzas del día (ya vamos mayores para jornadas tan intensas) nos despedimos de nuestros anfitriones y regresamos al hotel.  Nueva reunión allí con las habituales expresiones afectuosas y de aprecio con que solemos concluir nuestros encuentros. Abrazos y besos por si no nos veíamos en el desayuno y segunda noche en el Seminario. Esta vez, yo  creo que mejor. Y por la mañana, los más madrugadores nos encontramos en el desayuno y, poco a poco, cada quien fue iniciando su viaje de regreso. A nosotros, junto a Rafa y Fuen, aún nos dio tiempo a visitar el Museo de Arte Abstracto Fernando Zóbel. Nos pareció fantástico todo, tanto el continente (en las casas colgadas y con unas vistas que en algunas salas son un cuadro más de la exposición), como el contenido con obras meritorias de los mejores representantes del arte abstracto español: Zóbel,  Rueda, Torner, Saura, Chillida, Tapies, Miralles, etc.

Nuestro regreso fue sencillo y gratificante. De Cuenca a Madrid se llega fácil, más aún si es domingo. Llegamos a comer en el restaurante ecuatoriano Chulla Ville que ya conocíamos (bien, con menos sorpresas que la primera vez que lo visitamos). Y desde allí,  cada mochuelo a su olivo.  Juan Manuel y Celia a su mansión en pleno centro madrileño; nosotros a completar la tarde con nuestros nietos y así dejar que sus padres pudieran tener su respiro y salir juntos al teatro.

Lo peculiar de estos viajes es que, en cada uno de ellos, se solapan dos propósitos: (a) el reunirnos de nuevo como grupo y reforzar los lazos de amistad; (b) el visitar juntos lugares interesantes y disfrutar de lo que esa zona tenga de valor paisajístico, gastronómico, artístico… Mal que bien vamos manteniendo a buen nivel el primero de los propósitos, pero cada vez se nos hace más cuesta arriba disfrutar con el segundo. Nuestras capacidades turísticas (aquellos viajes y caminatas, aquel deseo de descubrir, conocer y disfrutar de los lugares que visitamos) se van apagando y cada vez el grupo se rompe más entre los que están en condiciones motrices de afrontar esfuerzos y los que necesitan sosiego y tranquilidad. Siendo muchos de nosotros psicólogos es fácil percibir cómo estas circunstancias personales van condicionando los encuentros colectivos. Por eso el IMSERSO no organiza caminatas ni peregrinaciones; las sustituye por estancias en balnearios o en hoteles a pie de playa. Algo así tendremos que ir haciendo nosotros, proponernos experiencias inclusivas, llenar nuestros encuentros de situaciones en las que nadie se pueda sentir excluido. Es lo que toca, ¿no?

En cualquier caso, ha estado bien. Han sido unos días juntos estupendos.