Murió José María Manso, médico y profesor de la Facultad de Medicina de 
Valladolid. Otro amigo, otra buena persona que se nos va. Se le agota a 
uno la capacidad de despedirse. Son demasiados duelos, difíciles de 
llevar. La despedida de José María Manso ha sido, si cabe, más 
dramática. Debe ser terrible ser enfermo y médico a la vez. Eso te hace 
consciente de los derroteros que va siguiendo tu enfermedad. A él le 
sirvió para irla sorteando durante algunos años, pero también para darse
 cuenta que la última andanada no la podía sortear, que sería realmente 
la última. Probablemente su enfermedad le hizo mejor médico. Desde luego
 le hizo mejor persona, alguien consciente de sus límites, ordenado en 
sus prioridades, cabal en sus comentarios siempre proporcionados y 
amables, buen amigo. 
 Muchas personas habrán sentido estos días el 
profundo dolor de quien pierde a alguien importante en su vida. Su familia, desde luego. Sus muchos pacientes. Sus compañeros. Sus 
estudiantes. Sus amigos (de estos tenía muchos, aquí y en América). Cada
 uno habrá vivido una faceta distinta de la vida de José María Manso y 
lo recordara desde ella. Para mí , el recuerdo de José María Manso  y el
 dolor por su pérdida tienen dos fuentes de recuerdo imborrables. 
Yo lo
 conocí y lo admiré por sus trabajos en pro de la docencia universitaria
 allá por los años 90. Durante muchos años esa fue una de sus 
preocupaciones constantes. Como yo también andaba en esas batallas, allí
 nos conocimos y en ellas comenzó el aprecio mutuo que desde entonces 
nos profesamos. Lo traje a Santiago para que impartiera algún curso de 
formación docente en la Facultad de Medicina. Estuve con él en 
Valladolid haciendo yo lo mismo allí. Nos encontramos en muchos 
Congresos. Vivimos juntos esa marea de renovación de la enseñanza 
universitaria que se ha ido produciendo en los últimos años. Hace solo 
unos meses le escribí solicitando su participación para que coordinara, 
junto a Manuel Castillo otro colega chileno, un número de la revista 
REDU sobre la formación médica en la Universidad. Me contestó muy amable
 a los pocos días. Te agradezco la invitación, me decía, pero 
desgraciadamente no puedo aceptarla. Mi salud va de mal en peor, decía, 
y, aunque era Noviembre, auguraba dramáticamente “no llegaré a las 
uvas”. Y no es algo metafórico, insistía, sino el pronóstico de un 
clínico de experiencia, como me considero. De todas formas seguía 
trabajando en el hospital y en sus clases y trataba de concluir algunos 
de los proyectos abiertos antes de que la enfermedad se lo impidera. 
Creo que en 3 ó 4 semanas, me decía, tendré que dejar de trabajar. 
Aquel correo me sumió en una congoja infinita. Pude sentir en mi propia 
carne lo que él debería estar sintiendo: el progreso de la enfermedad, 
el agobio del tiempo que se agota, el deseo de vivir la vida hasta el 
final. Tiene que ser terrible ser médico y paciente a la vez. Su correo 
era del 11 de Noviembre. Pese a su buen ojo clínico la vida le concedió 
una prórroga chiquita. Comió las uvas con su familia y quizás pudo 
concluir alguno de sus proyectos. Pero el 9 de Marzo, se nos fue 
definitivamente. 
Si este espacio de la vida académica y la formación 
del profesorado universitario fue nuestro espacio de encuentro más 
constante, no ha sido, sin embargo ahí, donde la relación con José María
 Manso me ha dejado más huella. Fue el José María médico el que junto a 
otra colega Ana Almaraz (ella fue la que me anunció la mala, malísima 
noticia de su fallecimiento), me ayudaron a superar la fase más amarga 
de mi vida tras un accidente de tráfico en el que apunto estuvimos de morir todos, y que afectó de forma más grave a mi mujer y 
mi hija. Se llevaron a ambas a hospitales de Valladolid (cada una a uno 
distinto) y allí se produjo una lucha desigual contra la muerte a la 
que, final y felizmente, vencimos. Pero fueron días (un mes 
completo) de tanta angustia, de un deambular de un hospital para otro 
sin saber qué hacer, de tantas lágrimas y desesperación por las orillas 
del Pisuerga para que nadie me viera, viviendo una situación de 
impotencia tan profunda que, realmente, aún hoy me pregunto cómo 
sobreviví. Fue, entonces, hundido en aquel pozo sin fondo cuando acudí a
 José María Manso a quien solo conocía por nuestras afinidades 
académicas. No hizo falta que le explicara mucho (debió bastarle con 
verme cómo estaba) y se pudo en marcha. Y fue mi ángel de la guarda y mi
 paño de lágrimas (a cualquier hora, por cualquier cosa, llámame, me 
había dicho). Y cuando no podía más le llamaba y él me tranquilizaba, 
aclaraba mis dudas, mitigaba mis temores. Entre él y Ana lograron que 
aquel infierno fuera algo más soportable. Han pasado ya muchos años de 
eso (casi 15) pero la verdad es que son cosas que no se olvidan. 
Así 
era José María Manso, una persona entrañable, empática y sensible, que 
sintonizaba fácil con quienes se acercaban a él. Le tocó bregar en lides
 complejas de la vida académica (fue vicerrector de la Universidad de Valladolid) y de la vida
 profesional en el hospital, pero estoy seguro de que en ambos espacios 
dejó un inmejorable recuerdo. Para mí ha sido una de esas personas que 
te encuentras en la vida, quizás por casualidad, pero que acaban 
impactándote fuertemente. “Diamantes”, los llama Albert Espinosa en su 
novela Si tú me dices ven lo dejo todo… pero dime ven. Según cuenta, nos encontramos 
con muchas personas que son perlas, gente valiosa que te ayuda, te 
aprecia, pero cada ochenta o noventa perlas, aparece un diamante, 
alguien tan especial que te hace sentirte orgulloso de haberlo conocido y
 con quien no puedes no sentirte en deuda por su gran generosidad. “Se 
de vuestra amistad (el me habló de ti con cariño y admiración) y por 
ello he querido que lo supieras”, me escribía Ana Almaraz al comunicarme
 la triste noticia de su fallecimiento. Me siento orgulloso de ello. 
José María fue para mí uno de los “diamantes” que he encontrado en la 
vida. Ojalá le vaya bien al otro lado de la existencia. Se lo merecía.