martes, enero 04, 2011

LOS IMPLANTES


Ahora todo el mundo se hace implantes. Se acabó la época en que lo guai era ponerte un diente de oro, un capuchón de platino o, si tus posibles no llegaban a tanto, un puente salvador. Se ve que vamos evolucionando y ya quien más quien menos lleva encima un implante de titanio.
A mí me tocó ayer. Aunque pertenecía a la generación de los puentes y llevaba con uno ni se sabe el tiempo, últimamente uno de sus anclajes se fue al carajo y me sugirieron que la mejor solución era acudir a los implantes. Lo primero que te asusta es la pasta gansa que cuesta: más de 1500€ por implante. Y eso con rebaja de navarro (que para eso escogí a un especialista cojonudo de mi tierra y con el que solía celebrar la comida de los navarros en julio, por San Fermín, y en diciembre, por San Francisco Javier). Y como tenía que ponerme 5, pues el presupuesto se ponía por las nubes.
Pero, en fin. Lo que más me asustaba no era el precio, que también, sino eso de que te taladren y perforen tu encía para meterte unos tornillos como si fueras un rodapié. Lo bueno de este es que lo apalabras con mucho tiempo de antelación y, entonces, lo ves todo tan lejos que te sientes animoso. Cuando yo lo hice me quedaba aún medio mes de Noviembre, el viaje lúdico-laboral a México, las fiestas navideñas. Buff!, mucho tiempo. Pero, ¡qué leche!, apenas ha durado nada. Y desde hace varios días comencé a sentir esa especie de tembleque que te entra antes de fechas clave. Como el miedo es libre, el mío se aprovecha de la menor oportunidad para buscar protagonismo, como los chavales repelentes.
Y así, ayer, sin más consideraciones tuve que aprestarme al sacrificio. Yo en estos casos destapo el frasco de las hipocondrías y me pongo en disposición de lo peor. Repaso el testamento y procuro dejar todo en orden por lo que pudiera suceder. Pero eso sí, a las 4 menos cuarto (mi cita estaba marcada para los 4) estaba listo para la carnicería. Se retraso un poco el médico pero llegó alegre. En el pasillo nos comentamos que ambos lo habíamos pasado muy bien en Pamplona, que hacía buen tiempo (pese al frío) y, decía él, que cada vez le gustaba más viajar allí. Por sus hijos y porque era el lugar donde pensaba pasar su jubilación. No estuvo mal para ahuyentar un poco a los demonios, aunque suelen decir que no es bueno que los verdugos confraternicen con los condenados.
Y como el tiempo pasa inexorablemente, a los pocos minutos ya estaba recostado en el sillón del martirio, aunque todo hay que decirlo, enfrascado en una conversación intrascendente. Otras veces, suele ser para dormirte, pero esta vez no había sedación. Enseguida tomó la jeringuilla con anestesia local y empezó a pincharme sin mucho miramiento. Casi es mejor así, pensé. Y a partir de ahí renuncié a cualquier tipo de pensamiento. Que decidan ellos. Y traté de relajarme.
Lo que empiezas a sentir es que la boca se convierte en una esponja. A mí me preocupaba sobre todo la lengua que se había hecho enorme y me llenaba toda la boca. Por supuesto, ni manera de decir nada. Y entonces me visaron que me iban a cubrir. Tenía pinta de mortaja. O de burka. Un agujerito para la boca y la nariz y todo lo demás tapado y a oscuras. Me impuse yo mismo otra dosis de relajación para llevarlo con paciencia. Unos minutos de pausa para que la anestesia hiciera su papel y “allá vamos”, me dijo el navarro. La primera impresión fue buena. Se notó que me dio un tajo soberano en la encía pero yo lo sentí como que tocaba algo que apenas era mío. Él continuó fozando con energía y yo seguí tranquilo como quien asiste a un colega que va pelando un palo para sacarle punta. Sentía la fuerza que él hacía hacia abajo pero ni pizca de dolor. Eso sí, sentías como te taladraban. Igual que cuando andan los obreros en las aceras. Pero no dolía. Me empecé a preocupar al escuchar las cosas que se decían. El taladro, decía él. Un destornillador del 3,5. Las tenazas. Este tornillo no encaja dame uno menor. No debe estar bien la rosca, vamos a sacarlo. Coño, parecía una carpintería. Y yo setía perfectamente como daba vuelta a los tornillos apretándolos o soltándolos. Usaba una de esas llaves que se autoajustan y las vas moviendo con medios giros. Ras, ras, ras… Los tornillos los movía primero con la tenaza y luego los sacaba con la mano. A veces, le costaba moverlos y le decían que se notaba que venía de vacaciones, que aún andaba flojo. Yo ya había oído que los cirujanos cardiovasculares trabajaban como los fontaneros, haciendo empalmes de tubería. Pero ya veo que los maxilofaciales son como los carpinteros.
La cosa es que al rato me dijo que ya casi había acabado con aquella parte. Sólo faltaba coser. Así que no solo eran carpinteros, también sastres. Pero resultaba gracioso que a ratos preguntaba, ¿nos queda más hueso? Así que me habían quitado hueso. Debió figurarse mi asombro porque me explicó que era el hueso sobrante de los agujeros que me había hecho. Los escombros, vamos. Y me lo puso, de nuevo. Difícil de entender.
Hasta ese momento iban 2 implantes. Faltaban otros 3 del otro lado. No había estado mal. 5 minutos para que me relajara y vuelta a empezar. Sólo que esta vez sí sentí su primer embate. Sin problema, me dijo. Y me encajó otra dosis de anestesia. Y vuelta a los taladros, los clavos, los tornillos, los alicates, las llaves, las tenazas y toda la herramienta al uso. Y los ruiditos de cada una y esa sensación de que no sabes si te están poniendo un diente o haciendo una estantería. Más hilo para coser (yo notaba cómo iban clavándolo a los lados y haciendo el nudo de dos vueltas encima) y tijeras para cortar cada zurcido. Artesanos es lo que son estos médicos.
Y ahí acabó la historia. Me sacaron el burka me preguntaron qué tal estaba (no puede responder, por supuesto, porque tenía la lengua que se me salía de la boca de grande que era) y balbuciendo señalé que bien. Me pasaron a un sofá con dos bolsas de hielo y al ratico me mandaron para casa. De tiempo objetivo habían pasado 40 minutos, de sensación temporal, varias horas. Pero estaba bien. Con la boca igual que cuando hacen un desmonte para iniciar un garaje subterráneo pero, en lo demás bastante bien.
Me aconsejaron que me pusiera guisantes congelados a cada lado de la cara y que no hiciera esfuerzos. Lo de los guisantes nos sonó un poco a friki, pero resultó útil. Lo del esfuerzo fue una recomendación inútil, bastante tenía con sostener las bolsas de guisantes. Y así, con ese dolor sordo que se confundía con la barba pasé una tarde de sofá y televisión.
Por la noche me llamó un contratista que nos hace unas obras. Le conté cómo estaba y él me dijo que también se lo había hecho él y que fue con mucho la peor experiencia de su vida. Que lo pasó horrorosamente mal y que por nada del mundo se volvería a hacer un implante. Toqué madera y lo mandé al carajo no fuera a ser gafe. Pero me sentí feliz. Visto lo visto, lo mío había sido una experiencia hasta agradable. Quizás la diferencia es que a mí me la hizo un paisano navarro. Y eso se nota.

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