Ya decía en otra entrada que los días de balneario son, en realidad, días en que, con ocasión de estar en un balneario, vas conociendo y reconociendo la zona en la que el balneario está ubicado. Así que es un viaje a una zona, no solo a un balneario. Eso nosotros lo hemos tenido siempre claro: no vamos a encerrarnos en un hotel y disfrutar del programa de aguas que allí te ofrezcan; vamos a hacer eso maridado con viajes diarios al entorno para encontrarnos con las ciudades, los paisajes, la cultura, la comida y, si cabe, las personas que están a su alrededor. Y como en ese propósito coinciden, también, Juan Manuel y Celia, pues a eso fuimos juntos a Cestona. Y, la verdad, nos salió muy bien, porque el balneario ha sido el Km. 0 para un conjunto de viajes que nos ha llevado a conocer esa hermosa zona el Euskadi profundo.
Así que nuestro empeño de estos días ha sido comportarnos como buenos balnearistas durante la hora del programa de cuidados hidrológicos (hemos sido obedientes a cuanto nos decían de hacer) y, después, organizarnos para ir visitando lo mejor de la zona. Y ese ha sido nuestro plan: hacerlo día a día, con parsimonia y sin estrés, pero sin dejar nada atrás y combinando paseos y salidas turísticas.
Como nos encontramos de víspera en Vitoria, allí comenzó peregrinaje euskaldún con una comida en una sidrería, Armentegui. Un arranque aceptable, aunque no tan meritorio como esperábamos: el micuit de pato era industrial; el chorizo a la sidra, rico; el revuelto de bacalao, aceptable; el chuletón, aceptable sin más; la gosúa y las torrijas, muy mejorables. En fin, nada que recordar como especial de la comida, salvo que nos encontrábamos de nuevo los amigos e iniciábamos diez días para disfrutar juntos. Por la tarde paseo por Vitoria para admirarla de nuevo y regreso temprano al hotel que ese día ya llevábamos muchos kilómetros encima.
Nuestro turno de balneario comenzaba el día 25 de marzo, lunes. Llegamos pronto, nos inscribimos, pasamos el médico y, como el primer día no hay programa de agua, lo dedicamos a reconocer el entorno próximo al balneario. Paseo y vermut en Zestoa. Y, después de comer, nosotros nos fuimos a visitar a mi hermano Ramón en Pamplona.
El martes fue un día tranquilo de reconocimiento del espacio y paseo por el entorno.
El miércoles ya comenzó la zamba, aunque sin alejarse mucho. Por la tarde pudimos visitar el museo de la cueva de Ekain que queda cerquita del balneario. Como la cueva originaria corría el riesgo de alteración de las condiciones ambientales necesarias para su conservación (la UNESCO la declaró patrimonio cultural de la humanidad en 2008), se decidió cerrarla al público, creando una réplica de la gruta y de las pinturas y representaciones que en ella se hallaron. Eso fue lo que visitamos. La gruta fue descubierta en 1969 y pertenece al periodo magdaleniense. Es hermosa y en ella se pueden apreciar dibujos de animales propios del entorno, pero sobre todo caballos. Muy interesantes y muy bien recogidos en la réplica. En verdad, han creado un espacio que te sitúa en una auténtica gruta y con la ayuda de la guía te sientes allí metido, temiendo a los osos porque les has birlado su refugio, pasando frío (estaban aún en la punta final de la última glaciación) y pintando y adorando a aquellos animales que eran en parte tus dioses porque de ellos dependía tu subsistencia, y, en parte, tu alimentación. Debían amar mucho a los caballos pues los tenían por todas partes, hermosos y barrigudos.
De la gruta nos fuimos a visitar la casona-palacio medieval de los Lilli, una de las familias ricas de la zona que se hizo fuerte con sus ferrerías. La visita se hace en forma teatralizada. Te reciben como si formaras parte del nuevo servicio que se incorpora al castillo tras haber sido expulsados los anteriores. La señora de la casa te recibe y te va describiendo las diversas estancias de la casa a la vez que va confesando sus cuitas matrimoniales. Está bien, aunque queda poco de aquella mansión medieval.
Para el jueves 28 teníamos programado un gran paseo por el entorno turístico de Zestoa. Comenzamos por Zumaia, un enclave fantástico de la costa quipuzcoana. En Zumaia desemboca el río Urola que es el que pasa por debajo del balneario. Y la peculiaridad de este pueblo, no muy grande (unos 10.000 h.), son sus magníficos paisajes de capas rocosas superpuestas, los famosos flysch que son como milhojas pétreos que configuran unos espacios de belleza increíble. A lo que parece, se trata de sedimentos de distintos tipos de rocas, unas más duras y otras más blandas que se van superponiendo, justamente como en los milhojas, y que, al irse descomponiendo las blandas, quedan las duran como si fueran cuchillas cortantes. Y, por si fuera poco el espectáculo de los flysch, el mar estaba embravecido y llegaban hasta la playa olas gigantes que estallaban contra la arena. Todo un descubrimiento, Zumaia.
Y de Zumaya a Getaria, otra joya de la costa guipuzcoana, hermosa por su ubicación marinera (que tiñe todas las tradiciones y la cultura arrantzale del lugar) y famosa por sus restaurantes. Getaria tiene, además, el encanto añadido de que allí vive un gran amigo, Joseba Zulaica. Con él y su esposa Goretti quedamos para saborear un buen chacolí y comer juntos. Como no podía ser menos, Zulaica nos obsequió con un microconcierto de órgano en la peculiar y espectacular iglesia del pueblo, de la que él es el organista. Acabamos el día paseando por la playa de Zarauz y disfrutando, también allí, del mar embravecido que llegaba peligrosamente al paseo marítimo para gozo de los niños que jugaban a desafiarlo.
El viernes comenzaba a funcionan el tren museo de Azpeitia y allí fuimos con el centenar de niños que tampoco querían perderse el inicio de la sesión de primavera. Azpeitia tiene uno de los mejores museos del tren que existen en España. Muy interesante la colección de máquinas y vagones que recorre todas las épocas del ferrocarril en el País Vasco. Yo recuerdo montarme en ese tren en mis tiempos de colegial con los pasionistas. Como se te ocurriera abrir la ventanilla y sacar la cabeza (inevitable de chaval) llegabas al destino todo negro de carbonilla. El museo se completa con un pequeño paseo en tren a vapor por la vía antigua entre Azpeitia y Lasao. Por supuesto, allí fuimos, rodeados de niños y niñas, y recuperando, también nosotros, parte de nuestra infancia. Regresados de la experiencia ferroviaria, visitamos Azpeitia que no es que tenga mucho que ver, pero pudimos entrar en la Iglesia y nos encontramos con Kepa, el párroco, que muy amablemente hizo de guía voluntario del templo, en el que lo que más llama la atención es la pila bautismal en la que se bautizó San Ignacio de Loyola: una pieza muy curiosa, pues está cubierta por una especie de cúpula que se abre hacia los lados descubriendo un interior muy adornado.
Y así, partido a partido, combinando sesión de aerosoles y chorros a primera hora, con paseos y viajes durante el resto del día, llegamos al fin de nuestra semana santa. El sábado santo, día de silencio y meditación, teníamos el viaje más largo de los planificados. La meta era Arantzazu. Comimos en el balneario y enseguida nos pusimos en marcha (¡a tomar por saco la siesta!). El día (la tarde) amenazaba llúvia y la tuvimos que soportar pacientemente mientras viajamos. Luego, una vez allí, nos dio un respiro y nos dejó visitar la basílica con cierta tranquilidad. Llegar a Arantzazu tiene su mérito, desde luego, pero resulta imposible quejarse ante la magnificencia del lugar: ¡qué hermoso valle, qué paisajes, qué hondonadas, qué sensación de impotencia ante la naturaleza! Y, en ese estado de shock ecológico, llegas a la cima, abrumado con la belleza de la naturaleza y vas y te encuentras con la mole enorme y modernista del Santuario. La primera reacción es de desconcierto, aquello se parece más a un palacio de convenciones que a un santuario. Supongo que algo de eso querían provocar los arquitectos.
Es cierto que el desconcierto inicial se va relajando un poco a medida que te vas acercando, pero sin tenerlas nunca todas contigo. La torre de cerca es enorme y muy amenazante (va en consonancia, te dices, con las iglesias fortaleza que hemos ido viendo estos días en los diversos pueblos: iglesias enormes, altas, desafiantes, indestructibles). Esa estructura de bloques graníticos en punta, que son como aquellas compañías de soldados que se ocultaban tras los escudos y dejaban ver tan solo las puntas de sus lanzas. ¡Impone! Es como una sugerencia a que no te acerques mucho que pincha. Es una estética guerrera, quizás expresión de la complicada existencia que ha ido teniendo el santuario durante toda su historia, con sucesivos incendios, destrucciones y reconstrucciones.
Dejando al margen el edificio, la virgen es preciosa (claro que decir eso de una imagen no sé si es pertinente); pequeñita, pero llena de potencia y expresividad. El panel de imágenes y relieves que cubre el ábside, obra de Lucio Muñoz, me pareció toda una joya. Me evocó muchas imágenes del Gernika de Picasso. También están muy logrados la fila de apóstoles de la entrada principal, obra de Oteiza. Nos preguntábamos por qué había 14, si los doce apóstoles más Jesús hacían 13. Luego Joseba Zulaica me aclaró que la pregunta se la hicieron al propio Oteiza y que su respuesta fue que “porque no me cabían más”. Más perplejo me quedé con las pinturas de Basterretxea en la cripta. En cualquier caso, me ha merecido mucho la pena el viaje a Arantzazu. Y hasta he podido neutralizar ese agobio interior de la visión amenazante del edificio y las torres del santuario cuando Joseba me ha contado que cada una de esas piedras pasó por las manos de su padre que era maestro cantero en la cantera de donde provienen. Eso ya las humaniza y me hace sentir mejor.
Tras bajar del cielo mariano de Arantzazu a la tierra real de los oñatarras, visitamos la ciudad que resulta realmente hermosa con tantas casas nobles y blasonadas, indicador claro de la gran historia pasada de Oñate. No pudimos ver la Universidad del Santo Spiritu, pero sí la catedral con el claustro sobre el río. Y mis amigos se tomaron un chocolate con churros en la plaza que los reconcilió con el frío del ambiente.
Y así llegamos al Domingo de Pascua para cerrar esta semana de burbujas y paseos. Nosotros habíamos acordado volver a encontrarnos con nuestros amigos Joseba y Goretti, esta vez en Itziar, su pueblo. Celia y Juan Manuel prefirieron hacer una pequeña excursión a Donosti que queda cerquita y en autobús de línea está muy cómodo el ir y venir sin preocuparte del coche. Nosotros lo pasamos muy bien en Itziar, con su virgen marinera y, otra vez, con una iglesia descomunal, desproporcionada para un pueblico pequeño. En Itziar acudimos juntos a la misa de Pascua, escuchamos tocar al organista amigo de Joseba (tiene 99 años el chaval y toca como los ángeles, uno no se explica su vitalidad y su cabeza). Joseba quiere publicar un libro sobre él. Es curioso asistir (en nuestro caso, no se puede decir participar) a una misa toda (absolutamente toda) en euskera. Oyes lo que dicen y cantan (y qué bien cantan, tenían un coro estupendo que junto al órgano sonaba muy bien), pero sin entender nada. En el sermón, se hace más llamativo ese no comprender lo que se dice. Entonces te fijas en los gestos, en el tono, en la expresividad del predicador. Y, en este caso, estuvo bien; era un buen comunicador. Luego, al acabar, lo saludamos, ahora ya sí en castellano, y efectivamente era un cura simpático, campechano.
Iniaciamos el final de nuestra estancia con una visita, el lunes 1, al santuario de Loyola y la casa paterna de San Ignacio. Yo tuve siempre muchísimas ganas de conocer Loyola. Si no hubiera dejado el seminario al acabar PREU en Zumárraga, mi siguiente lugar de estudio hubiera sido Loyola, pues mis compañeros fueron allá para cursar sus estudios de Filosofía. Y, de todas maneras, siempre he sentido un aprecio especial por los jesuitas y un amor profundo por mi paisano San Francisco de Javier (¡yo quería ser como él!). Nos hizo de guía un buen conocedor de la casa y la historia de los Loyola y allí nos tuvo dos horas intensas de explicación de la vida y andanzas de Íñigo de Loyola (importante para él diferenciar entre el Íñigo inicial del santo y su Ignacio final: Íñigo no es el correlativo vasco de Ignacio, que es Iñaki, y eso significa que llamándose Ignacio quiso cambiarse de nombre y, con ello, de forma de ser y pensar; quiso cambiarlo todo para ser otra persona). Interesante la transformación de aquel tipo presuntuoso y mujeriego que acaba destrozado física y mentalmente en Pamplona, para convertirse en otra persona más débil corporalmente, pero con una mente y un empoderamiento personal capaz de crear ese grupo de locos que se lía la manta a la cabeza y organiza ese ejército espiritual que es la compañía de Jesús. Todo un personaje.
Y pusimos el broche de oro el martes con una salida amplia y comprehensiva. Pensábamos iniciar nuestro día final de balneario con la visita al Chillida Leku, pero nos lo encontramos cerrado. Visto lo visto, nos acercamos hasta el pueblo, Hernani, para dar un paseo por el pueblo. Nos gustó. Tiene su personalidad, sus pasadizos, su encanto. De Hernani a Oyarzun, esa zona residencial que produce envidia ajena. Y su iglesia, otra vez enorme y majestuosa (y cerrada, por supuesto). De Oyarzun a Lezzo, pensando que desde allí podríamos ir andando hasta Pasaia, pero hay muchos caminos en obras y el GPS se volvía loco. Al final nos acercamos a Pasaia Donabide, logramos milagrosamente aparcar y pensamos en comer allí. Paseamos por la calle central buscando restaurante, pero todos los interesantes estaban cerrados (habían tenido muchas fiestas los días anteriores). Encontramos uno en la plaza del pueblo, pero cuando ya teníamos la comida pedida y media botella de vino en los vasos, se produjo un incendio en la cocina y fue una escandalera en todo el pueblo. Hubo que llamar a la policía, los bomberos, protección civil. Un cristo. Así que tuvimos que buscar otra alternativa y con un poco de suerte la encontramos. Comimos fantásticamente en una de las tabernas de la calle. De allí al barquito para dar un paseo por el Pasaia grande (y con poco que ver, salvo el puerto) y de nuevo, barquito, coche y al último lugar a visitar por este año: Hondarribia. Hermosa Fuenterravía, la verdad. El Parador que es una pasada cargada de historia, las casitas con esa combinación colorida de madera y piedra que las hace tan hermosas. Y sobre todo el conjunto, que tiene una armonía y un gusto exquisito, casi francés. Ya habíamos estado allí hace muchos años, pero nos reencantó.
Y así concluyeron estos días de agua y paseos por el Euskadi profundo. Lo hemos pasado tan bien, nos ha gustado tanto, que ya hemos dejado reservado nuestra próxima estancia de balneario para el año 2025. A ver si tenemos suerte, llegamos bien allí y podemos disfrutar de otra tanda de baños y descubrimientos turísticos. Y juntos, claro.
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