La película (2022) está dirigida por Marc Foster, un director con notable experiencia en trabajos con los grandes actores del cine americano, que en este caso construye un film simple y sin artificios. Todo acontece en una calle de un barrio de adosados de clase media y cuenta las cuitas de un vecino (Toms Hanks) que está allí desde que se construyó y siente muy suyo el barrio y lo que en él acontece. Esa es su vida y a eso se agarra obsesivamente desde que falleció su esposa. Una vida que, de todas maneras, le apetece poco vivir porque lo que él desea es desaparecer e irse al otro mundo con su querida esposa. Sus rutinas se rompen cuando llega una nueva familia con dos niños que ha alquilado el chalet enfrente al suyo. Ella es una mejicana habladora y cariñosa que le rompe todos los esquemas.
Y así va transcurriendo la vida de aquel barrio que la película describe. Otto hace el papel de personaje extrovertido y colaborador al que los sucesivos avatares de la vida le han ido convirtiendo en un vecino avinagrado y obsesivo, al que los demás aprecian por lo que fue, aunque cada vez les cuesta más soportar sus nuevos modales. Por eso, la llegada de una familia nueva, ajena a los modos de actuación del barrio, supone como un reseteado para la dinámica relacional en la que Otto se movía. Y así, sin quererlo, va redescubriendo su original forma de ser, ahogada en los últimos tiempos por la hojarasca de las desgracias sobrevenidas.
Y luego aparecen otros temas colaterales muy actuales: la inmigración, la soledad, el suicidio, el apoyo entre vecinos, la avaricia capitalista de las constructoras, el poder de las redes sociales, etc.
No es una gran película y podría verse con tranquilidad un sábado por la tarde en la televisión de casa, pero tampoco sientes que hayas perdido tiempo y dinero yendo al cine. Se pasa bien y dura lo justo.
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