Como no puede haber dos sin tres, esta semana magnífica de fiestas y
encuentros concluyó, tras una visitica corta pero apetecible a la familia en
Navarra, con el reencuentro con compañeros de los años vividos con los
pasionistas. Amistades vintage las
llamé hace unos meses cuando comenzó esta historia, pero son eso y mucho más
porque el reencuentro supone recuperar, reconstruir y resignificar lo que fue nuestra infancia, adolescencia y primera juventud. Teníamos 10 años cuando
comenzó nuestra historia colectiva, allá en el año 1960 y en Gabiria. Vivimos
juntos 8 años (algunos, más). Y no les veo desde entonces. Mucha tela que
cortar para ponerse al día después de tanto tiempo.
Como en las buenas historias, se trata de tirar del hilo para llegar al ovillo.
Aprovechar los buenos azares y oportunidades para verse y para reconstruir el
tiempo pasado. Hubo hace poco un programa de televisión, El Ministerio del
Tiempo, en el que se abrían puertas al pasado y los personajes podían regresar
a otros tiempos para arreglar los desaguisados de la historia. Lo nuestro no
resulta tan pretencioso, pero algo así ha supuesto, al menos para mí, este
proceso que comenzó hace unos meses con la visita de Jon Bilbao primero y de Joseba
Zulaika a Santiago. Otro pequeño milagro del Camino de Santiago que los llevó
hasta allí. Pues tirando de ese hilo hemos llegado a este ovillo de Getaria,
todavía pequeño, pero ya significativo.
La cosa es que, aprovechando esta semana de puentes en la que, además, nos
coincidía una boda en Madrid y un viaje con amigos de la carrera a Almagro,
pensé que podríamos alargar la aventura para visitar a la familia en Navarra
y, de paso, concertar un reencuentro con los amigos ex-passio. Cuando
estuvieron en Galicia ya habíamos quedado en hacerlo alguna vez aprovechando
mis viajes a Navarra. A veces esas quedadas son ficticias, se hacen por salir
del paso y no se cumplen nunca, pero en este caso no fue así y yo quería, de
verdad, recuperar el contacto con quienes he transitado por la vida en momentos tan
importantes para nosotros.
Le avisé a Joseba de mi deseo de visitarlos en Getaria, posibilidad de la que ya habíamos hablado en Santiago y que él y
Goretti aceptaron encantados. A partir de ahí se fueron enredando las cosas
(el ovillo que decía antes) hasta completar un grupo de 6 parejas. Jon se
añadió enseguida y tuvimos el inmenso placer de poder contar también con Xanti
Gabilondo, Ricardo Badiola y Luis Ortiz de Urbina. Todos con nuestras esposas. Era
un plan muy atractivo, aunque, la verdad, yo sentía un cierto gusanillo de
incertidumbre en mi interior. No sabía cómo iba a ser el encuentro, ni si nos
reconoceríamos, si nos caeríamos bien, si tendríamos de qué hablar. Son muchos
años…
Así que el viaje de Pamplona a Getaria se hizo complejo. Mi GPS se puso tan
nervioso como yo y me perdió en varias ocasiones en el tramo de Tolosa a Zarauz.
Me hizo entrar en Donosti y dar vueltas por el Campus Universitario. Menos mal
que yo ya conocía esa zona pues he pasado muchas veces por allí en cursos y
conferencias, pero lo pasé mal entre vueltas y revueltas. Te cabrea cuando la voz te
dice que estás off road y te manda “de
la vuelta, por favor” y más aún cuando, después de hacerlo, te indica que sigas
para atrás 14 kilómetros (no soy de juramentos, pero más de una maledicencia me
provocó tanta ida y venida por aquellas enrevesadas autovías). Menos mal que el
tramo final, entre Zarauz y Getaria, es una maravilla de la naturaleza que te reconcilia
contigo mismo y con el mundo que te rodea. Me sorprendió que con la de veces
que he pasado por Zarauz (en alguna ocasión, incluso quedando allí alojado los días
que duraba el congreso) y por Donosti, no conociera Getaria y los hermosos parajes
que le rodean.
Todo lo demás, pese a mis temores, fue muy fácil. Avisé a Joseba de que ya
había llegado y apareció enseguida. Me dejó aparcar en su garaje, saludamos a
Goretti, admiramos el magnífico piso en el que viven encima del mar y salimos
al encuentro con el resto del grupo. También eso fue fácil. Ya conocía a Jon
Bilbao y a su mujer, así que con ellos fue solo recuperar la simpatía y
cordialidad con que iniciamos nuestro reencuentro en Santiago. Me hizo especial
ilusión encontrarme con Xanti Gabilondo (por aquello del triunvirato en permanente
competencia y colaboración durante los años de colegio: Gabilondo, Zabalza,
Zulaika). Me gustó conocer personalmente a Ricardo Badiola (el principal
alimentador del grupo de chat de Gabiria 60 y presente él, su foto, en todos
los saraos del grupo). Me costó un poco más reconocer a Luis Ortiz de Urbina,
aunque es quien está a mi lado en aquella foto de grupo que nos hicieron con hábito en
Angosto (una de las últimas que conservo de aquellos tiempos). Pero en cuanto nos
saludamos y hablamos algo, mis 4 neuronas sanas se pusieron a trabajar y pronto
dieron con los ecos de aquellos años y con uno de los chicos alaveses del
curso, casi todos con apellido compuesto, lo que facilitaba su ubicación. O
sea, que bastaron los pocos minutos de los saludos para establecer un suelo
firme y cordial para lo que sería nuestro reencuentro en Getaria. No digo nada
de las mujeres, primero para no equivocarme en sus nombres (soy consciente de
las fisuras de mi memoria) y, además, porque también ellas se presentaron
mutuamente y sacaron a relucir sus altas competencias sociales y comunicativas.
Al final, se hubiera dicho que tenían tanto o más en común entre ellas de lo
que pudiéramos tener nosotros. O sea, que mis temores a un encuentro frío y
formal quedaron absolutamente injustificados. Y así, entre abrazos y simpatía fraternal,
comenzó un día estupendo.
Ya eran las 12 y pico de la mañana. No llovía, pero hacía un frío peleón (solo
fresquete, para los nativos de la tierra) y se imponía un café y un poco de
calefacción. Además, los bares tienen siempre esa capacidad de generar
complicidad y ambiente festivo. Tomamos el café y, al calorcito de los olores y
estímulos propios del ambiente alegre que propician los bares, comenzó nuestra
jornada de recuerdos y nostalgias.
En el
interim entre el café y el
vermut que vendría después (hay ciertas rutinas que no se pierden), pudimos
admirar juntos la espectacular iglesia de Getaria, desproporcionada en sus dimensiones
y majestuosidad para la Getaria de hoy (2.818 habitantes según el INE), pero
buen reflejo de lo que debió ser este pueblo marinero en
tiempos de bonanza económica. Es un maravilloso templo gótico del S.XIV, monumento
nacional. Cuenta con ábside y tres naves con bóvedas fantásticas y un triforio espectacular
que rodea toda la iglesia. El suelo está inclinado para adaptarse al terreno, tiene
un doble altar (uno de ellos, elevado, probablemente reflejo de antiguos formatos
litúrgicos) y un coro con órgano. Joseba, que es el organista dominical de la
iglesia, nos agasajó con una pequeña muestra de su repertorio. Quedamos
admirados, la verdad.
El vermut a base de chacolí no podía faltar en un día de fiesta como el
nuestro. Y cumplimos con el rito. No todos con chacolí, que cada uno sabe cómo
va su estómago y tampoco hay por qué tentar a la suerte. Allí continuaron
nuestras excavaciones biográficas y la exhumación de recuerdos y personajes de nuestra
infancia. Entre trago y trago, es más fácil recordar sin amargura.
Ante la falta de espacio en el pueblo (lo que, al final, fue una suerte
porque nos permitió ampliar la sobremesa hasta muy avanzada la tarde), la comida
estaba prevista en una casa de turismo rural y allá fuimos. No fue fácil dar
con ella, pero llegamos bien. La comida fue magnífica (no se podía esperar
menos en un pueblo famoso por sus restaurantes) y la conversación fluida y
amigable (el vino también ayudó, claro). Dimos un repaso pormenorizado a
nuestras vivencias de aquellos 6 o 7 años (algunos, más) que habíamos
compartido en nuestra infancia. Me asombró (y preocupó) que todos mis
compañeros recordaran más cosas que yo y que lo hicieran de forma más nítida.
No sé si será porque mantienen más engrasada su memoria o porque al reunirse
con más frecuencia van aprovechándose de los recuerdos de los demás para
ampliar y ajustar los propios.
De todas formas, este hermoso día, las conversaciones, los recuerdos, las
cosas que nos contamos, las experiencias que se van reconstruyendo a partir de
las aportaciones parciales de cada uno, todo eso no es sino la anécdota. Tampoco
quiero ser pretencioso y suponer que este día juntos ha sido diferente a los muchos otros
que ya se han producido entre los ex-passio.
Por eso mismo, creo que la categoría reside en el hecho mismo del reencuentro,
en la naturaleza de un tipo de relación capaz de sobrevivir tras tantos años de
ausencia. Ignoro qué sería lo natural (lo normal) en estos casos. Lo que veo en
otros amigos es que no tienen interés alguno en recuperar el contacto con
quienes fueron sus compañeros de infancia, salvo claro que esa proximidad se
haya mantenido a lo largo de los años. Pero en nuestro caso, es algo especial.
Algo que, pese a ser psicólogo, no sé si atribuir a lo que nosotros somos como
personas y a nuestra forma amigable de ser; a la naturaleza e intensidad de la relación
que mantuvimos hace 60 años; al vacío que dejaron en nuestra biografía tantos
años de internado, vacío que intentamos rellenar a través de recuerdos; o a
cuestiones coyunturales y de difícil identificación. Pero llama la atención la
resiliencia de ese sentimiento fraternal entre personas que convivieron de
pequeños y durante un tiempo prolongado. No teniendo vida familiar ni personal
fuera del colegio (no hicimos viajes con nuestros padres, ni excursiones de
colegio, ni intercambios al extranjero con el instituto, ni botellones o juegas
notables; tampoco tuvimos novias ni pandilla), solo nos queda completar el puzzle
de nuestra adolescencia con recuerdos de la vida en el internado.
Desde luego, los recuerdos de aquellos años no son parejos, ni poseen la misma
intensidad para cada uno de nosotros. En paralelo a aquel dicho latino que
tanto utilizamos en educación “quidquid
recipitur ad modum recipientis recipitur”, quizás también podríamos decir
que “lo que se recuerda, siempre se recuerda al modo de quien recuerda”. O sea,
que, a la larga, casi todas las historias que contamos y nos contamos son
postverdades. O verdades coloreadas por la particular forma de ser de cada uno.
Así la versión dramática y épica (él quería ser santo) de Joseba hay que
matizarla con la versión más neutra y matizada de Jon y Ricardo. Xanti y Luis
contaban cosas pero sin connotarlas en exceso, o quizás fue que yo todavía no
los he cachado lo suficiente como para distinguir matices. Y reconozco que mi
relato es mucho más lírico e buenista que el de los demás. Seguro que pasé mis
crisis, como todo hijo de vecino (de hecho, acabé marchando), pero vistos en
perspectiva fueron años buenos para mí. Probablemente, mucho mejores de lo que
hubieran sido de haberme quedado en casa como hermano mayor de los 6 críos que me
seguían. Si tuviera que escribir una novela basada en aquella época de mi vida,
yo no le daría el tono de un drama, más bien al contrario, lo contaría como un
tiempo amigable en el que conocí a chicos y adultos de diversos lugares, en el
que tuve unos profesores aceptables que me enseñaron bien (tampoco tenía
criterios para poderlos juzgar entonces, pero lo noté después cuando tuve que
estudiar con otros compañeros universitarios que venían de situaciones más
normalizadas) y en el que jugaba mucho (sobre todo al fútbol), comía bien (recuerdo con simpatía aquellas lecturas de
vidas de santos que se hacían mientras comíamos), rezaba bastante (no recuerdo
mucho de esta faceta, aunque lo supongo) y me sentía razonablemente bien
integrado y querido en el grupo (aunque me costaba llevar lo del euskera y eso
me marginaba de algunas actividades).
Pero, incluso así, con versiones divergentes sobre nuestra infancia,
aquellos años generaron un aprecio mutuo sin el cual no se explican estos
afectos tan duraderos. Y eso que no recuerdo que fuéramos especialmente
expresivos en cuestión de afectos (lo que probablemente nos penalizaría, tan
obsesionados como estaban los frailes en evitar aquello de las “amistades especiales”).
Claro que tampoco recuerdo peleas. Seguro que las habría pues, al final, éramos
chavales pequeños, pero nunca sentí que hubiera abusones en el grupo, ni que
nadie nos hiciera bulling. De eso no
hablamos en Getaria, pero yo, al menos, nunca lo sentí y eso que era de los
pequeñicos en altura.
En fin, cada encuentro con compañeros de aquellos años ha sido para mí una
experiencia fantástica, una especie de pequeño tsunami que revuelve muchos
recuerdos y emociones. También lo ha sido ésta de Getaria. Debe ser que llega
una edad en la que recordar el pasado te ayuda a llevar con paciencia los desaguisados
del presente. Como si la nostalgia de la adolescencia compartida fuera el bálsamo
de fierabrás que tanto tranquilizaba al Quijote.
Muchas gracias queridos amigos Jon, Joseba, Xanti, Ricardo y Luis. Ha sido
un placer enorme poder disfrutar con vosotros de un día de fiesta y recuerdos
en Getaria. Ojalá no sea el último. Aún nos queda mucho, pasado pero también
presente, por compartir. Un gran abrazo (también para vuestras esposas que,
igual que la mía, llevan con paciencia este juego que nos traemos de nostalgias
y retorno al pasado).