viernes, enero 08, 2021

ESE RUIDOSO SILENCIO…

 

 


 

A mis estudiantes les llamaba la atención cuando, al hablar de las familias y sus dinámicas, llegábamos al tema del “nido vacío”. Se les notaba en sus miradas interrogantes y pensativas. Ellos y ellas iban siguiendo mis explicaciones, pero refiriéndolas a sí mismos y a sus propias familias: los hijos (ellos mismos) que se van, los padres que se van quedando solos, la ruptura de las rutinas familiares, la necesidad de nuevas pautas adaptativas, la soledad… Suele pasarnos eso en muchas películas: tú sigues la secuencia de imágenes y la historia que cuenta el film, pero no puedes dejar de pensar en ti mismo y en tus relaciones. Es como una especie de examen de conciencia suscitado por lo que estás viendo y oyendo.

Bueno, uno no está ya en fase de “nido vacío” en su sentido original. Ya lo vivimos hace tiempo y no fue fácil, desde luego. Tampoco dramático, no exageremos. Pero te deja rastro. Y a rebufo del paso del tiempo, las despedidas siguen haciendo un efecto bastante parecido. Esa parte emocional que conllevan las despedidas se va haciendo menos controlable a medida que vas cumppliendo años. Ahora, el nido vacío te lo dejan los nietos cuando tras una visita más o menos prolongada, se van y quedamos nuevamente solos.

Vivir con los nietos constituye una compleja situación familiar en la que se mezclan los afectos libres de trabas (nadie te abraza de esa forma plena y desprejuiciada como un nieto o nieta), el caos organizativo (a tomar por el saco tus rutinas habituales o la planificación que te hayas hecho para esos días), el estrés permanente (las peleas y lloros, las demandas de los peques, sus juegos y movimientos agotadores, las comidas, las salidas, la higiene), las situaciones que no sabes cómo afrontar. En fin, la vida misma de cuando conviven personas de diversas generaciones. No es de extrañar que algunos abuelos confiesen que es una alegría recibir a los nietos y también lo es, dicen ellos, despedirlos al cabo de algunos días compartidos.


 

Siendo todo eso cierto, al final olvidas los nervios y las preocupaciones añadidas y te quedas con esos pasitos que anuncian temprano el inicio de un nuevo día (enriquecidos, a veces, con su visita a la cama y su ratito contigo bien arrebujados entre las sábanas), esos primeros abrazos y arrumacos que les ayudan a despertarse, el desayuno, la higiene acompañada. Y como son vacaciones, pues todo eso se puede hacer remoloneando, sin prisas.

Luego el día entra en vericuetos varios con momentos de excitación y otros de pausa. Pero los niños gustan hacer notar su presencia. Así que, de una manera u otra, siempre están ahí. Y quieren que también estés tú ahí con ellos. Y luego las salidas al parque infantil o a dar un paseo. Y la necesidad de buscar siempre algo que les estimule, que requiera un derroche de energía que calme sus ímpetus, que les divierta, que les permita asumir riesgos controlados. Durante estos días hemos ido descubriendo toboganes por los diversos parques de la ciudad. Y los han ido evaluando en función del nivel de adrenalina que les provocaba. El grande del Monte del Gozo les superó, el de la Plaza de Vigo fue fantástico sobre todo porque estaba húmedo y eso permitía resbalar mejor, el de Galeras les pareció muy divertido, los otros son convencionales. Y así día tras día. Luego la comida, la siesta, nueva salida por la tarde, el baño, la cena y agotados todos a dormir (tarea siempre difícil de afrontar).

Y ahora, todo eso se acabó. No más pasitos por el pasillo, no más carreras por la casa, no más risas ni más lloros, no más peleas ni demandas. Mucho silencio. Un silencio ruidoso que suena como el vacío que han dejado al marcharse.


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