lunes, mayo 05, 2014

Crucero1-Venecia



Comienza la AVENTURA
Quizás sea un poco exagerado decir que ir de crucero sea una aventura, pero para quien lo hace por primera vez no deja de tener su mandanga: te echas al mar por varios días (una semanita en nuestro caso), te unes a un grupo infinito de gente (casi tres mil turistas y 1400 personas de tripulación), en una nave que parece un rascacielos (estamos en el piso 12, en la habitación 12225, pero hay 14 pisos y, desde luego, casi 300 habitaciones por piso), nuestra mesa en el comedor (uno de los tres o cuatro que hay) es la 910 (pese a lo cual todavía hay muchas otras con números más altos) y estamos en el 2º turno (o sea que hay otro turno anterior en el que esa enormidad de mesas también se han llenado y lo mismo ha debido pasar en los otros restaurantes). Es decir, que para gente como yo a la que le asustan las multitudes y busca siempre espacios tranquilos y sosegados este crucero va a ser una prueba de fuego.
Los prolegómenos no han estado mal. Unos días en Barcelona desfrutando de hijos y nietas por todo lo alto. Uno se va haciendo mayor y de las pocas cosas buenas que eso suele traer consigo, la mejor de todas, sin duda, son los nietos. Nietas en nuestro caso. Berta ya fue una bendición con su etapa de bebé feliz y su infancia inteligente y graciosa. Y ahora, Iria y Mar, llegadas tan seguiditas, tan en su momento, son como un premio gordo repetido. Estar con las tres a la vez, tiene su puntito de sobredosis pero han sido unos días estupendos.
Y de Barcelona a  Venecia para tomar el barco. Una interfaz  magnífica porque nos dio la oportunidad de poder saludar a nuestros consuegros en Venecia, saborear una pasta exquisita en un restaurant de la zona y llegar al puerto bajo su protección. Así que allí estábamos puntuales dos horas antes de que comenzara el viaje.
La primera sorpresa fue que había un grupo de gente enorme de gente esperando. Uno ve en las películas que la gente llega, se abraza tiernamente de despedida y va subiendo por la escala hasta cubierta. ¡Películas! En la vida real todo se ha complicado mucho. La primera espera es para preparar el check-in. Largas filas y una espera media para que miren tu pasaje, te pongan un identificador en la maleta y te den un número que corresponde al grupo con el que harás tu facturación. Pasas de ese primer control y, enseguida llega otra espera hasta que le llegue el turno a tu turno. Esa fue más larga. Luego otra espera hasta que vas avanzando poco a poco en esas filas quebradas, construidas a baje de pilotes y cintas con las que van haciendo pasillos. Se han debido poner de moda porque las encuentras en todas partes. Luego nuevas esperas para pasar los controles y scanneres y al final, cuando creías que ya estabas dentro, aún te quedan una o dos esperas más hasta que te sientes ya dentro del barco. Claro que entonces comienzan las colas para tomar el ascensor, para preguntar a un filipino que ni papa de español y solo un poco de inglés dónde diablos puede estar una habitación con tantos dígitos  y para enterarte de que lo primero que has de hacer es subir mangao a la habitación (encontrarla, que tiene lo suyo) y tomar inmediatamente los flotadores salvavidas para un primer simulacro que se va a realizar en el puente 7. ¡Que estrés, señor! Y eso que uno va de crucero para relajarse.
Encontrar la habitación tuvo su dificultad pero como ya estamos acostumbrados a los hoteles, incluso a hoteles enormes, pues se logró. Más preocupante fue que mientras en otras puertas estaban ya las maletas de sus ocupantes, en la nuestra no había nada. Pero como sonaban los pitidos de la alarma llamando urgentemente al puente 7, tomamos nuestros equipos salvavidas y bajamos echando leches al meeting point. Lo cual tampoco fue fácil. Empezamos como todo el mundo siguiendo a los que iban delante pero resultó que cada uno tenía una letra en su equipo y el lugar de encuentro era distinto para cada uno. Así que tras no pocos titubeos encontramos nuestro refugio y allí hicimos el paripé colectivo de ponernos los flotadores y atender a nuestros posibles salvadores si algo ocurría. El ejercicio acabó como el rosario de la aurora y cada quien se fue a explorar primero la habitación que nos había tocado y después el barco.
Eso de conocer el barco lleva su tiempo y hay que tomárselo con calma. Uno se cruza con gente que camina con paso seguro y parece que sabe a dónde va. Debe ser que ya han hecho más cruceros. Pero la mayoría vamos totalmente despistados. Entre la biodramina que nos habíamos tomado por si las moscas y la novatería que se nos notaba de forma exagerada, no hacíamos otra cosa que avanzar y retroceder. Pero bueno, las cosas esenciales las habíamos descubierto. Nuestra habitación, las piscinas, las salas de música, el restaurante y diversas salas cuya función aún se nos escapaba. Incluso acabaron llegando las maletas, con lo cual, comenzó la operación desestrés y nos fuimos relajando.

La salida de Venecia fue impresionante. El barco-mundo fue pasando por los canales centrales y vimos desde esa perspectiva espectacular que te da el estar en un piso doce y desde el agua, los principales monumentos de la ciudad. Más de hora y media tardamos en cruzar la ciudad. Dos remolcadores, uno a proa y otro a popa iban ayudando al monstruo a circular correctamente y maniobrar por los canales. Los miles de barcos y vaporetos con los que nos cruzábamos nos saludaban (debía ser imponente ver nuestra mole inmensa desde los barcos pequeños en los que ellos iban). Y así comenzamos la travesía. Después ya comenzó el mar con todos sus encantos y la noche se nos echó encima.
En los cruceros, un momento esencial es la cena. Te asignan una mesa que será la tuya durante todo el viaje. Y te asignan, también, unos compañeros de mesa. Así que nos acercamos al comedor llenos de incógnitas. La primera impresión (pese a que una vez más hubimos de sufrir de una gran cola) fue fantástica: el comedor era un salón inmenso pero muy bien distribuido y adornado. Repisas y elementos intermedios permitían crear espacios más reducidos y dotarlos de una cierta intimidad. La decoración fastuosa. Italiana. Miles de detalles todos muy cuidados. Unas tonalidades ocres magníficas y muy bien conjuntadas. Sillas elegantes. En fin, muy bien. Menos suerte tuvimos con el camarero: un filipino que ni papa de español, casi nada de italiano y solo poco inglés. “Nos tendremos que comunicar por señas”, pensé. Como sería la cosa que para el segundo día ya nos lo cambiaron por otro hondureño. Los compañeros de mesa bien. Un matrimonio uruguayo de empresarios que venían de Dinamarca y una pareja de jovencitos (les pregunté si viajaban de viaje de novios y me dijeron que sí de novios pero no de recién casados). Lo sentimos por ellos porque los uruguayos y nosotros éramos dela misma edad, pero ellos iban a sentirse un poco desplazados. Y la cena estuvo bien. La conversación fluida. La comida muy aceptable y el ambiente general aceptable.
Nuestra cena acabó ya tarde y aunque dimos un paseo por las diversas salas de animación ninguna nos pareció excesivamente sugestiva y preferimos acostarnos. Quedaban muchos días por delante. Y en el camarote uno se siente como en su casa. Y con el mar al lado. Ese sonido constante y tranquilizador.
De todo lo que hoy hemos visto me quedo con el paseo por los canales de Venecia y con el mar. El mar es cautivador. Hay algo que te llama, que te atrae como si fuera un imán. Lo ves tan inmenso, tan fluido, tan acogedor (quizás sean resonancias a nuestras primeras experiencias en el vientre materno) pero uno quisiera tirarse a ese inmenso útero y confiarse a él. Debió ser el canto de sirenas de esa zona del Adriático. Pero ganó la cama, que también tiene su encanto.

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