domingo, marzo 23, 2014

La ladrona de libros




Desde luego, pasarte 11 horas y pico en un avión es un martirio lo mires por donde lo mires. No te queda otra que armarte de paciencia y ponerte a disposición del destino. Pueden surgir tantas cosas que es mejor no pensarlo. Si te cansas, cambias de postura y a lo que dure. La única ventaja que le veo es que te permite ponerte al día en las películas que aún no has visto. Once horas dan para mucho. Esta vez, con intervalos para dormirte un poco, remolonear otro poco, mirar la prensa, lamentarte por las esperas y varias otras tareas circunstanciales, tuve tiempo para ver tres películas. Una por curiosidad “I am from Chile”, de Díaz Ugarte, una historia menor que tenía el encanto de dar a conocer el nuevo cine chileno. Pero lo bueno fue que pude recuperar dos que tenía en mi lista pero que entre unas cosas y otras, se me fueron pasando: “La ladrona de libros”, que me enamoró, y “Agosto” que me dejó bastante frío. Así que dejo en el limbo las otras dos, para centrarme en La ladrona de libros, una hermosa película, en la línea de las muchas que se han hecho sobre la época nazi pero con una ternura muy especial. Es una película con tantos detalles, con tantos mensajes que te llega al alma.
Basada en la novela de Marcus Zusak que llevaba el mismo título, se narra la historia de una niña proveniente de la zona comunista que, tras perder a su hermano, acaba en una casa de acogida alemana. El film está dirigido por Brian Percival con guión de Michael Petroni que, a lo que cuentan (yo no he leído la novela) ha sido bastante fiel a la historia original, aunque insuflándole algo más de dramatismo. La protagonista es Sophie Nélisse una niña encantadora a la que ya había visto y admirado en otra película, Profesor Lazar. La película hace una increíble recreación de ambientes (bueno, uno se figura que pudieron ser así), mantiene un ritmo en el que pocas veces decrece un nivel de tensión que te hace seguir la historia absolutamente metido en ella (incluyendo algunos picos de tensión en los tú mismo te angustias). En fin, ya dije que se trataba de una excelente película (de hecho, fue seleccionada para varios de los oscars de este año).
La historia es sencilla. Su madre la entrega a una familia que, a cambio de dos subvenciones del Estado, está dispuesta a aceptar a los dos hermanos. Como uno muere en el viaje, para gran disgusto de la madre acogedora, será solo la niña la que acabará formando parte del grupo familiar. Las cosas en Alemania están ya fuera de control, con los grupos pro-nazi haciéndose con el control de las calles y de la vida social y el país embarcado en la guerra contra inglaterra. Sus constantes tour de forcé van siempre dirigidos contra los judíos y quienes les amparan. Pero atacan con el mismo furor a todo lo que se escapa a su control y a su obsesión por generar una nueva cultura propia, lo que supone romper con cualquier vestigio de otras culturas. Los libros se convierten en sus enemigos.
La niña acogida se incorpora a la escuela local aunque pronto es objeto de las burlas de sus compañeros pues no sabe leer ni escribir. La pobreza no la ha hecho apocada ni resignada y se enfrenta con valentía a los niñatos que la acosan. A la  vez entabla una preciosa amistad con otro chico de la escuela. Junto a él irá construyendo una historia alucinante de recuperación de sí misma y de su entorno.
El primer golpe emotivo de la película surge en el momento en que los nuevos padres reciben a la niña acogida. La madre huraña, distante, fría. Quejosa no tanto por haber perdido a un niño como por haber perdido una subvención. Mal asunto, piensa uno. Otra pobre criatura que va a ser la cenicienta de esta casa, un objeto a manipular. Pero entonces entra en acción el padre y enseguida se comprueba que es una persona muy especial, muy tierno, con una mirada capaz de romper barreras y despejar temores. “Baje, majestad, le dice…” con un gesto cortesano. Y la niña inicia así su nueva vida. La presencia de este padre amable jugará un papel central en toda la película. El padre que cualquier niño añoraría tener.
Dos ejes o elementos cruzan la película y le dan todo el profundo sentido que, al final adquiere. “Las palabras son vida” dice alguien en el film y en ello radica el núcleo fundamental de la película: las palabras por un lado (palabras que están en los libros) y la vida (que, en su caso es una lucha permanente entre la vida y la muerte). En realidad, es una película sobre las palabras (los libros) y la vida (la muerte).
Obviamente, el mensaje central es que las palabras nos mantienen vivo. Ellas mismas tienen vida y son capaces de transmitírnosla. Los libros, por eso, son una enorme fuente de vida. Ella que no sabía leer, se estaba muriendo sin saberlo y empieza a vivir porque empieza a disponer de palabras. Ella las va apuntando, cada palabra nueva que es capaz de encontrar en un libro. Va haciendo con su padre su diccionario (¡qué hermosa imagen la del sótano convertido en un gran diccionario con todas las palabras nuevas que la niña descubría!).  Y qué impresionante escena cuando la pequeña entra en la biblioteca del alcalde del pueblo: ¡tantos libros juntos! Como un milagro indescriptible. Se queda extasiada, sin palabras. Un hermoso canto a la palabra, las palabras. Palabras escritas y palabras dichas (“el valor de un hombre es su palabra”, se dice en otro momento del film). Y cuando estaban en el refugio antibombas, todos sumidos en un clima de desesperanza y angustia, ella comienza a contar una historia y la historia (las palabras que dan vida) van serenándoles y consolándoles hasta que cesa la alarma.
El otro eje del discurso argumental es esa batalla constante entre la vida y la muerte. Que gane la vida o lo haga la muerte es, a veces, cuestión de azar. De hecho, la narración fílmica está contada por una voz en off, la voz de la muerte que va rondando a los protagonistas, aproximándose y alejándose de ellos en movimientos impredecibles. La muerte está presente desde el inicio, cuando fallece el hermano pequeño de la niña, y no se separará de la historia en ningún momento hasta la traca final. Irónicamente, la historia sucede en la calle Himmer Strasse (la calle del cielo). Pero junto a tanta muerte, también hay mucha vida: la vida enorme e intensa del padre amable (y después, también la de la madre que hace un cambio total del inicio al fin); la vida de la propia niña que acaba contaminando su propia vida a todos aquellos con los que se relaciona; la vida de esa relación de amistad con el muchacho rubio; la lucha por la vida del nuevo inquilino de la casa; la vida de las cosas pequeñas (ese jugar con la nieve en el sótano que les permite volver a sonreír, a jugar, a divertirse); la vida que transmite el acordeón (que, el final, hasta le salva la vida a ella). Todo un canto a la vida. Hermoso canto a ese valor esencial cuando todo alrededor es un territorio de muerte.
Ver una película como esta en un avión a varios kilómetros de altura y cruzando el Atlántico (es decir, con la vida y la muerte jugándose a los naipes tu destino) tiene un impacto mucho más fuerte que cuando la ves en el salón de tu casa o en la cómoda butaca de la sala de cine. Quizás por eso me ha afectado más. Por lo general, no disfruto en las películas de nazis. Me parece una situación tan perversa, tan sinsentido que me angustio enseguida. Sin embargo, la ladrona de libros me ha encantado, me ha colmado de sensaciones intensas, me ha hecho llorar, me ha dado la oportunidad de vivir esa emoción de la vida que nace de las palabras, de los libros, de la música. De las que no se olvidan. Si pueden, no se la pierdan.


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