lunes, octubre 08, 2012

LA VERDAD



Pues eso, la verdad: ¡qué bueno es el teatro cuando el teatro es bueno! O te mueres de aburrimiento (y de vergüenza ajena, en ocasiones) o disfrutas como un enano, según el caso. Y esto último fue lo que pasó el fin de semana pasado en Madrid. Un guion extraordinario de Florian Zeller, ese joven francés que, por lo visto está siendo toda una revelación. Y unos actores que, aunque se les notaba que faltaban ciertos ajustes (el estreno había sido la noche anterior y esa era la segunda función que representaban), cumplieron bien su papel, especialmente Flotats. Maravillan los registros que posee, le basta un gesto, un movimiento de la mano, una mirada o una modulación de la voz para transmitirte su mensaje. Y se pasa la hora y media de la función hablando y desde posiciones muy diferentes en la historia: perseguidor y perseguido, dueño de la situación o abrumado por ella, enamorado o despechado, perdonando la vida o pidiendo perdón. En todas ellas fue creíble. El resto de los actores bien pero átonos, sin que te hagan vibrar.
La historia es sencilla pero como trata de una de esas cuestiones eternas, da lo mismo. Igual te mete en situación y te hace sentir que están contando parte de tus intimidades. ¿Es bueno decir la verdad?, ¿decirla siempre?, ¿decirla, incluso, en cuestiones de sexo e infidelidad?. Uff! Un temazo.
La moraleja que uno saca es que mejor que no. El protagonista lo dice bien clarito: “Si la gente dejara de mentir de la noche a la mañana, no existiría ninguna pareja en la tierra y, en cierta manera, eso sería el fin de la civilización”. Así de claro. De ahí nació aquello de las “mentiras piadosas” y, también, aquella otra oportuna diferenciación entre mentir y “no decir la verdad”.
La cosa es que el tipo se acuesta con la esposa de su mejor amigo. Hay que reconocer que lo suyo es de médico de guardia. Meterse en líos ya es complicado, pero hacerlo con la mujer de tu amigo es ir buscando el peligro. De todas formas, él no está excesivamente preocupado porque se ha auto-convencido de que no está haciendo mal a nadie y menos, aún, a su amigo. Al contrario, está muy preocupado por él, que ha perdido su trabajo y no deja de pensar en cómo podría ayudarle. Además monta todo un discurso defendiendo el valor ético de no decir la verdad. La verdad puede doler y nadie tiene derecho a hacer sufrir a los demás.
Más preocupada se ve a la amante y esposa del marido a quien eso de los polvos a contrareloj y a escondidas no la deja muy satisfecha. Por eso le pide más dedicación: una noche juntos, un viaje, en fin algo que les dé más espacio. Él quiere mantener las cosas como están porque es más seguro, pero al final, ante el peligro de quedarse sin nada, cede. De libro.
Nunca lo hubiera hecho, porque ese cambio es el inicio de todas sus desventuras. Su mujer le va cociendo en su propia salsa con preguntas inocentes sobre dónde has estado, qué tal estaba fulanito, cómo ha salido la reunión a sabiendas de que todo lo que le estaba diciendo era falso. Cazado como un conejo. Da la impresión de que ese primer golpe lo para con el manido truco de hacerse el ofendido y ofrecer la paz con una copa de champán. De todas formas ya le habían echado el cebo y a partir de ahí no levantará cabeza. Su drama es que acaba enterándose de que su mejor amigo sabía que se acostaba con su mujer, lo que a él le parece de una falta de decoro absoluta. Que él lo supiera y no le hubiera afeado el hecho ni dicho nada a pesar de que se veían constantemente. Eso no se le hace a un amigo, a tu mejor amigo. Y se lo dice. Mal paso, por dios, es que no da una. En esa maladada conversación se entera de que, en realidad, su amigo sabía que él se acostaba con su esposa pero no se lo decía porque él mismo hacía lo propio con la suya (está visto que en este lío los pronombres posesivos “su” y “suya” no hacen más que complicar el cruce). De todas formas espero que lo esencial haya quedado claro: ambos se la pegaban mutuamente y todo el mundo lo sabía. Todos menos él. Para no hacerle daño. Le habían aplicado su propia medicina.
Pues ésa es la historia. Un recorrido ameno por el sentido de la verdad en las relaciones interpersonales. Ya decía Sabina que hay verdades que matan. Y hay otras que curan. De todas formas, la verdad es un valle de arenas movedizas en el que resulta muy fácil hundirte sin remedio. He conocido adalides de “la verdad a toda costa” que han destrozado sus matrimonios, sus trabajos y sus amistades. También he conocido a otros, todo hay que decirlo, que defendiendo lo contrario “tú niégalo siempre, y cuantas más evidencias haya más convincente debe ser tu negación”, tampoco han salido muy bien parados. Supongo que la cosa está en ir mareando la perdiz, jugando con las medias verdades (al final, la verdad es como un iceberg, puedes mostrar solo la puntita y dejar oculto el resto según convenga). Es todo caso, nadie duda de que tanto la verdad como la no verdad traen consecuencias. Y ahí está la madre del cordero: ¿cuáles de esas consecuencias preferimos evitar?
De todas formas, en lo esencial, estoy de acuerdo con el protagonista: mejor evitar la verdad, al menos mientras se pueda. Sin mentir, obviamente. Y si te cazan, pues negarlo con convicción. O quizás no, quién sabe.


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