viernes, octubre 12, 2012

Si de verdad quieres…



Una película a las 18,15 es un mal rollo. El cine se llena de niñatos cargados de palomitas y de adolescentes gritones que no saben ver cine. Una desesperación. Pero, ¿en qué diablos están pensando los gestores del multicines para programar una película así a esa hora? Los odio.
En fin, han sido dos horas de disonancia emocional y cognitiva. Por una parte, quería matar a los dos críos (pero críos, críos de 10 años) que supongo se habían colado en la sala y estaban solos en la fila de delante haciendo ruido y golpeando con sus pies en el suelo para distraerse. Con iguales emociones hubiera mandado al infierno a la pandilla de adolescentes que ocuparon toda la fila de atrás con sus pozales de palomitas y sus ganas de gorjear y hacerse notar mediante comentarios estúpidos y risitas constantes. Una cruz. Y mientras tanto, en la pantalla, los sexagenarios Meryl Streep y Tommy Lee Jones haciendo lo imposible por salvar su matrimonio. ¿Qué carajo pintaban toda esa panda de jovencitos viendo esa película?
La historia que nos cuenta  David Frankel es bien simple. Y atractiva. Ellos llevaban 31 años de matrimonio y precisaban de una puesta a punto. Lo normal. 38 llevamos mi santa y yo. Y aunque, afortunadamente, nuestra historia se parece poco a la de los protagonistas, podemos entender perfectamente lo que les pasa y vivir con ellos su deseo de renovación (eso si los cabrones de atrás, ellos y ellas, nos dejan seguir en paz la historia, claro).
Decía Tolstoy, al inicio de su Ana Karenina, que todas las parejas felices se parecen pero que las infelices lo son cada una a su manera. O quizás fuera, al revés, no lo sé. El caso es que en una película como ésta no puedes evitar estar constantemente comparándote, sintiéndote aludido, pensando en qué harías tú en una situación similar. Al final, creo que los pocos adultos que estábamos en la sala hemos hecho, junto a Meryl Streep y Lee Jones, una terapia de pareja. Al llegar a casa tendremos que hacer los ejercicios que el terapeuta (un Steve Carrel irreconocible en este papel de psicólogo, que ha quedado muy bien, muy en lo suyo) les ha ido mandando hacer cada día. Va a estar interesante.
Ellos, desde luego no estaban bien. Primero ves el comportamiento cotidiano. Habitaciones separadas, descortesía inaudita cuando ella quiere acostarse con él, desayuno frío y beso fraterno de despedida al salir para el trabajo. Muy exagerado todo. Luego te vas enterando que él ya ni la tocaba, que llevaban años sin tener sexo, que prácticamente habían dado por concluida su vida marital. Un amigo chileno (sesentón probablemente) decía hace unas semanas que “el matrimonio nos hace amigos” y añadía como corolario que él “nunca había sido tan amigo de su mujer como ahora”. No sé muy bien qué incluía y qué excluía esa idea de la amistad, pero es probable que estuviera hablando de sexo. El problema de los protagonistas es que ni parecían amigos. En el fondo, seguro que lo seguían siendo; puede que, incluso, siguieran enamorados, pero como les dijo después el psicólogo, los años habían ido dejando mucha costra (la rutina) que había ido ahogando la emoción.
Una de las principales avenidas de Sao Paulo, la Avenida Paulista, comienza en Paraíso y acaba en Consolaçao. Dicen de ella que es una metáfora del matrimonio. El matrimonio de la película hacía años que había llegado al final de la calle. Pero, oye, no hay como tocar fondo. Ella se armó de coraje (estas cosas casi siempre las inician ellas) y se propuso reemprender viejas batallas. Así fue como acabaron en terapia.

Si dejamos al margen toda la parafernalia americana, no estuvo mal la terapia. El guión recoge bien los principios que deben regir en este tipo de intervenciones. Steve Carrel construye un rol de psicólogo apañado. Aunque ya dejé de trabajar en este tipo de cosas hace muchos años, yo habría planteado las cosas de forma parecida a como lo hace él. No sobreactúa, no se adueña de la situación, no provoca conflictos pero tampoco los rehuye  no  dramatiza la situación, es empático pero asertivo. Pasa desapercibido porque los protagonistas de la terapia son ellos. Les va marcando algunas pautas pero es comprensivo si no las siguen como él lo había planteado. Me gustó.

Eso  sí, uno se pone en el lugar de los protagonistas y puede llegar a sentir lo difícil del proceso. Que te manden permanecer un rato abrazado a una persona que lleva años sin tocarte y tú sin tocarla debe sonar a tarea imposible. Y no es sólo porque la cosa sea complicada de cojones, sino porque uno empieza a pensar que si la primera tarea es ésa cuál será la siguiente... y las que vendrán después. Como para entrar en situación de pánico preventivo. Y con razón, porque la tarea siguiente es acariciar todo el cuerpo del otro. ¡Chungo!. El pobre Arnold se corre de puro susto y ahí acaba la experiencia. Pero las otras tareas van in crescendo, así que tú mismo te vas agobiando en la butaca. ¡Santo cielo, qué será lo próximo!

Lo curioso de todo el proceso es que la auténtica batalla no está en las cosas que hay que hacer sino en el batiburrillo interior que esas conductas provocan. Las rutinas no dejan de ser defensas que las personas ponen para evitar esos desajustes. Lo que está en juego en la pareja son los sentimientos y las sensaciones que cada uno de ellos ha generando con el paso de los años. Ella no se siente guapa y deseable, siente que la desatención de él tiene que ver con la pérdida de sus cualidades. Él no se siente potente, ha perdido energía sexual y su indiferencia es un arma para evitar pasar por situaciones que no sea capaz de superar.  De esta manera cada cual se va retirando de los contactos por sus propios miedos y acaban estableciendo un mundo neutro, sin reclamos mutuos, cómodo. El esfuerzo que deben hacer para salir de esa situación es más en relación a reconstruirse a sí mismo que a cambiar su relación con el otro. Esto vendrá por añadidura en cuanto salden sus propias cuentas. Por eso ella se angustia cuando no es capaz de realizar una felación en el cine; pero seguramente no es un problema de ella sino de él que no se excita. Y otro tanto sucede en su noche de cena romántica y hotel: ella cree que él se para cuando la mira y no le gusta lo que ve; pero lo más probable es que él se haya parado porque ha llegado a un momento avanzado del proceso y no va a poder concluir con éxito su papel de amante. Es más un problema de autoestima que de relación. Muy complicado todo.
La cosa no podía acabar bien. Estaba visto. Uno no cambia a un marido, le había dicho una amiga a Kay. Ella renuncia, él no puede más. Y sin embargo, aquellas brasas que aún quedaban de todo lo que habían vivido juntos recobran un poco de vida y van retrasando la ruptura definitiva del proceso. Pero no lo tienen fácil. No es fácil.
Por eso puede que lo menos verosímil de toda la película sea el final. Obviamente, el film se había anunciado como una comedia romántica (¡y una leche, comedia!) y tenía que acabar bien. Eso es lo que sucede. A trancas y barrancas, ellos van logrando no romper. Acaban su terapia con más valles que picos y regresan a la vida de siempre. Y a las rutinas de siempre. Ella se prepara para dar carpetazo a la relación. Él chapotea por sobrevivir, absolutamente perdido en una situación que ya no controla. Pero ambos se necesitan. Hacía falta tan solo que uno de ellos rompiera el fuego y él lo hizo (estas cosas casi siempre las hacemos nosotros). Y ahí se abre un nuevo capítulo. Empieza el tiempo de recuperar viejos deseos y hacer nuevas promesas. Caen algunas costras y vuelven a descubrirse.

No es fácil, desde luego. Pero mira, ahí seguimos. Encantados. 

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