
“¿Cuánto pesa una relación?”, así con interrogantes, no con signos
admirativos (¡cuánto pesa una relación!), comenzaba la película chilena ¡Qué pena tu boda! que pude ver en mi
maratón de cine con Iberia y que comenté en una entrada anterior. El
protagonista se refería a la cantidad de cosas de las que tendrías que
desprenderte cuando la relación se rompía (cartas, regalos, libros, postales…).
La primera impresión es que ahora ese peso ya es mucho menor de lo que fue en
otros tiempos. Ahora que no se escriben cartas sino emails, no se regalan
libros sino ibooks, los pesos, ciertamente, han descendido mucho. Quedan cuatro
fruslerías que cuesta poco tirar. Y apretar la tecla del delete es un gesto que no duele. Quizás por eso es más fácil
romper ahora. Claro que esta historia del peso puede tener una lectura menos
material y más simbólica. Librarse del peso de la relación es más que tirar las
cartas o borrar los emails. Cuesta de cojones sacarse de dentro todo el
conjunto de experiencias, sensaciones y amores /y desamores) que se han ido
acumulando, da lo mismo cuánto haya durado la experiencia.
Viene todo esto a que este inicio de verano no está siendo buen tiempo para
la lírica. Parece que con los calores se rompe más. Acabo de leer que el Facebook ha causado 28 millones de rupturas (debe ser porque aparecen fotografías comprometedoras de unos con otras y viceversa). Por alguna extraña coincidencia, también me he ido tropezando estos días con historias
chocantes de rupturas. Algunas aquí y otras en los viajes. A lo que se ve, en eso no hay mucha
diferencia entre unos países y otros.
La primera ha sido una historia sencilla. Una ex - alumna nuestra que
marchó a otra ciudad para completar su formación y, aunque no solía decirlo,
para acercarse un poco más a su novio. La última vez que la vi estaba bastante
animada, concluyendo el máster y haciendo planes de futuro. Esta vez, en
cambio, estaba más triste y nerviosa. Pensé que serían los apuros finales del
máster. Pero no, es que había roto con su novio hacía un par de semanas. Uno no
está en posición de hurgar mucho en esas heridas demasiado personales pero
hasta puede parecer de mala educación (como si su problema no te interesara) el
no preguntar por qué. Que una pareja rompa tras un año de convivencia (convivencia
relativa, pues no vivían juntos) no suele ser extraño. Me llamó la atención las
razones que ella daba: tenía que dejarlo, la relación no me aportaba nada, la
cosa se fue desvaneciendo poco a poco y al final sientes que te has convertido
en amiga. No es fácil de explicar el proceso y menos aún de verbalizarlo. Pero
lo que quedaba claro era que todo ese proceso le había sucedido a ella. Ella sabía
que tenía que romper y quería hacerlo cuanto antes y de la forma menos indolora
posible. Sabía que debía romper pero no sabía cómo. Hasta fue a preguntar a su
tutor personal cuál sería la mejor forma de hacerlo. Él todavía andaba preguntándose
qué había sucedido. No quería que las cosas acabaran así. Le escribía, escribía
a sus padres. Supongo que se sentía angustiado ante algo que no lograba
entender. ¿Pero, no habéis hablado?, le pregunté. Sí, tres veces, me dijo ella.
Me figuro en el lugar de él haciéndome las mismas preguntas: qué pasó, qué
hicimos mal (qué hice mal), dónde empezaron a torcerse las cosas sin que yo me
diera cuenta. Él supone que hay otra persona, decía ella, pero no lo hay. No, simplemente
se acabó. Supongo que ambos lo debieron pasar mal, pero el más confuso,
humillado y destrozado es él que debe aceptar una situación que no entiende. No
es sencillo.
La otra historia la conocí hace poco en uno de los viajes a Iberoamérica.
Historia bien convencional de académicos y estudiantes. Él, profesor, ella
estudiante. Él 45, ella 25. Vivieron durante años una relación compleja. La historia
la supe de él, así que es probable que su versión no sea del todo neutral.
También en su caso, estaba perplejo y muy dolorido. Sin darse cuenta había
pasado de sentir que ella lo deseaba, que le apetecía estar con él, que
disfrutaban juntos a una situación en la que se habían perdido todos los
referentes. Como un caballo que se para de golpe y te arroja con violencia de
su grupa. En su caso, la edad le permitía poder volver la vista atrás y
analizar lo que pudo pasar. De todas formas, lo contaba con una fuerte dosis de
angustia. En realidad, la historia había sucedido hacía casi 10 años y aún
subsistía en él esa sensación de derrota inmerecida. Cuando lo contaba mezclaba
su propia narrativa con las explicaciones que, según él, le había dado ella.
Según contaba, la relación había seguido los patrones habituales de esas
relaciones desequilibradas: momentos de pico y de valle; discusiones
frecuentes; sexo intenso; rupturas o amagos de rupturas de vez en cuando;
algunos celos, más fuertes en él. Lo llamativo de la historia fue que la cosa comenzó
a adquirir tintes graciosos si no fuera por lo dramáticos que resultaron.
Primero ella cambió de casa y, en la nueva, ya no quería que se acostaran en la
habitación (ahí sólo entrará quien vaya a ser mi marido, le decía ella) y
habilitó una especie de sofá en el salón donde se encontraban. Algo después,
comenzó a tener fuertes dolores vaginales que hicieron imposible mantener
relaciones sexuales. Continuaron durante algún tiempo buscando otras
alternativas pero con entusiasmo decrecido. Al final, comentaba él entre una media
sonrisa irónica, me dijo que le representaba a su padre. Y ahí sentí, concluyó,
que todo había acabado. Y lo resumía en una síntesis que parecía un puñal:
primero me echó de su cama, después de su vagina y, al final, de su imaginario.
Fue un delete completo. Le pregunté
qué tal lo había vivido él toda la experiencia. Por su explicación vi que ya lo
había racionalizado. Seguía haciéndole daño pero lo tenía bastante controlado.
Lo había vivido muy mal en su momento. Le costó mucho entender. ¿Sabes?, me
decía, lo que más me dolió fue que cuando le pregunté qué había pasado, por qué
me había tratado así, me contestó que no sabía cómo romper conmigo. Eso me hizo
sentir ridículo, confesaba. Yo había estado durante todo ese tiempo pensado que
ella estaba encantada conmigo y, mira tú, ella andaba buscando la fórmula para
mandarme al carajo. Un ridículo de cojones, decía cariacontecido.
Algo parecido a esto escuché en otra ocasión, ya no me acuerdo dónde.
Tampoco sé los detalles, pero el caso es que el tipo se había encontrado con la
chica con la que mantenía relaciones esporádicas. Habían quedado esa tarde y
las cosas iban saliendo de maravilla. Ella, que tenía una hija, la había dejado
con unos amigos. El programa de la tarde había sido agradable. Habían reservado
un restaurante precioso para cenar. Total, el tío se las prometía felices. Así
se las ponían a Felipe VII, debió pensar. Pero hete aquí que llegó la cena y en
el momento culminante en el que él esperaba que hablaran de dónde iban a pasar
la noche, ella le soltó que había conocido a un tipo y que estaba muy
enamorada. ¡Ah, fantástico!, decía él que le dijo, pero ya me figuro que poniendo
esa cara de quien se tira por una ventana del décimo piso. Pero lo peor no fue
eso, según contaba. Lo peor vino cuando le dijo que ya andaba en eso desde
hacía un año. Como en la ruptura
anterior, otro pobre estúpido que andaba en las berzas: él creyendo que
mantenía una relación muy especial con ella y prometiéndoselas felices para esa
noche y ella que llevaba un año saliendo con otro. ¡Estúpido, estúpido,
estúpido!, se quejaba de sí mismo dándose golpes en la cabeza.
En fin, que esto de las rupturas es toda una historia. Cada una debe tener
su propio proceso, pero seguro que hay algo en lo que todas se parecen: los
tíos no se enteran hasta el final. No sé qué sucede cuando son ellos los que
rompen: no me ha tocado escuchar historia de ese tipo, aunque seguro que las
hay. Pero, estaría por apostar a que, en esos casos, ellas ya lo van oliendo
desde antes. Esos pequeños detalles que a nosotros se nos pasan desapercibidos.
Tú vas, te confías y, de pronto, te encuentras en la mitad de la nada, con una
cara de idiota que pa qué.
“¿Algún mensaje subliminal detrás de
todo esto?”, me pregunta intrigado el blog. Y sigue, el muy cenizo, “¿no será que estás espantando tus propios
fantasmas?”. No, por favor, le he tenido que decir. Yo solo cuento
historias. Ya sabes que el verano es buen tiempo para eso. Pero, por si acaso,
toco madera. En todo esto de los desamores es mejor ser el narrador que el
protagonista. En lo de los amores, ya es otra cosa.