Y de nuevo de viaje. Esta vez a
Chile, por 13 días. Menos mal que es el último. Después viene el verano y después,
Dios dirá.
Los viajes no suelen
diferenciarse mucho unos de otros, pero siempre tienen algún matiz, un
encuentro, una sorpresa. Como los tiempos son largos (esta vez, 5 horas de
espera en Barajas; opción pesada pero preferible a la de llegar angustiado con
la seguridad de que pierdes la conexión) da para mucho. La sala VIP hace,
además, que la cosa no sea tan dramática. Me dio tiempo a dormir, a leer, a
despacharme un gin-tonic reparador, a responder los e-mails pendientes y a
aburrirme soberanamente. Como cuando llegué estaba todo libre pude escoger un
buen lugar para acomodarme: cinco sofás en forma de U. Mientras me iba a los
ordenadores dejé allí mi troll, los periódicos y la chaqueta como “huella” que
dijera que aquello estaba ocupado, pero a medida que la sala se iba llenando,
me sirvió de poco y cuando volví se habían sentado allí dos parejas de
brasileños. Mi sofá quedaba en medio (ése lo respetaron) pero todo el resto del
espacio quedó ocupado por ellos.
Para ser brasileños me parecieron, al principio,
bastante aburridos. Todos ellos con su iPad y cada uno a su bola. Ellos
frisando los 40, ellas quizás también, pero mejor llevados. Luego las dos
chicas y uno de ellos se fueron de compras por la terminal. Y se quedó a mi lado,
el otro que siguió fuchicando su iPad. Poquito tiempo, porque enseguida tomo su
móvil y llamó. El “Oi, amorrrrr…” con que comenzó la conversación y la
transformación de su postura y de la expresión de su rostro dejó a las claras
que estaba hablando con su chica. Vaya, pensé, yo creía que los 4 que estaban
aquí eran dos parejas pero me equivoqué. O quizás no, y el tipo ha aprovechado
que los otros han marchado para llamar a su amante. A medida que avanzaba la
conversación pensé que la situación se parecía más a lo segundo que a lo
primero. No sonaba a un “Oi, amorrrr…” muy matrimonial.
Pese a que lo tenía a 20 cms., casi
cabeza con cabeza, no entendía todo lo que decia. A veces sólo susurraba (esos
sonidos guturales que forman parte de los códigos paraverbales de las parejas).
Además él era consciente de que tenía a un desconocido al lado. Y yo, muy
digno, parecía absolutamente enfrascado en la lectura el periódico. Pero como
ya estoy muy acostumbrado al brasileño sí que seguía los grandes trazos de la
conversación. Y la cosa iba elevando el tono. Entre naderías descriptivas (contó
que estaba en Barajas de regreso. Que había querido conocer París pero al
parecer no había podido) iba intercalando su discurso amoroso. Me tenía
fascinado por los saltos que daba de la realidad al deseo. De la descripción
del viaje pasó a aquello de “mas a viagem que eu quero fazer é para
o seu corpo. Eu quero viajar o
seu corpo a partir do ponto do pé
ao último cabelo”. No sé si lo escribo bien, pero sonaba
fantástico. Tampoco sé lo que le decía ella, pero el tipo se escurría en el asiento
mientras susurraba “Eu também, eu também”. Y seguían otras lindezas: “Morro por
beijar sua
barriguinha”; “Eu não posso esperar ate a segunda...”; “Estou morrendo de vontade por ficar com voçe”.
Toda una lección de cómo mantener una conversación
estimulante. Y eso que aquí solo se pueden recoger los textos. Eran mucho más
expresivos los gestos, los tonos, la alteración de la vocalización para
convertirla en susurro.
Aquello era una melodía. “Quiero viajar tu cuerpo”.
¡Qué cabrón!. ¡Qué arte!.
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