Los regresos suelen parecerse. Comienzas el día algo excitado porque te espera mucho trajín. Desayuno melancólico tratando de echar un vistazo por el buffet del hotel para ver qué te has dejado los días anteriores sin probar, pues la cosa se acaba. Recoger las cosas en la maleta, volviendo a hacer el milagro de que entre todo lo que has de llevar. Check out rápido pues en realidad no tienes nada que pagar salvo el minibar que, en mi caso, jamás toco. Y espera preocupada de quien te ha de llevar al aeropuerto. Siempre cabe que se haya olvidado, que le haya pasado algo. En mi último viaje a Brasil, a punto estuve de tener que tomar un taxi pues la persona que quedó en llevarme al aeropuerto se retgrasó más de una hora del momento previsto y yo ya veía que no llegaba con tiempo. Justo cuando metía mi maleta en el taxi apareció. Esta vez no fue así. El chofer de la universidad estaba allí antes de la hora pactada y todo salió perfectamente. Como era sábado, ni siquiera tuvimos que sufrir el tránsito habitual.
El embarque tampoco tuvo novedades, aunque no es fácil librarte de alguna pegiguera. En Chile son menos histéricos que en otros lugares (en la salida, en la entrada ya es otra cosa). Todo fue bien, incluido el embarque. Y así comienza, una vez más el regreso, con los rituales habituales. Lo peor de estos viajes es el horario. Salir a las 12 de la mañana en un vuelo que durará 13 horas significa que te pasarás toda la tarde en el avión. Tiempo en el que se supone que deberías dormir pues vas a llegar ya de mañana a destino. Pero no es fácil dormir por la tarde. Un ratito sí, en un sustituto de la siesta, pero no las horas reglamentarias. Y así pasa lo que pasa.
Lo que me pasó a mí es que se me hizo eterno porque apenas conseguí dormir. Uno tiene sus rituales. El mío comienza (después de los consabidos inicios del viaje con los avisos de seguridad, el pase con los periódicos, los auriculares, los utensilios de aseo y la copita de cava: beneficios de ser pasajero frecuente y que te pasen a bussiness) con una partida de mus contra la pantalla que lleva cada asiento. Antes me entretenía más. Ahora empieza a ser aburrida porque siempre gano. Después suele venir la comida y con ella se comienza con alguna peliculita. Después la siesta y, a partir de ahí, lo que Dios quiera, porque depende del tiempo que duermas.
Yo dormí poco, así que te encuentras a las tres horas de vuelo, despejado y sin saber qué hacer. Lo que hice fue ver cine. Mucho cine. 5 películas cayeron esa tarde. Me recordó mis tiempos de estudiante en el Pío XII donde hacíamos maratones de cine de 24 y 36 horas donde podíamos llegar a ver entre 15 y 20 películas seguidas. Algo así, pero ya más moderado por la cosa de la edad. Claro que tuve que apuntarme los títulos de las películas en mi libretica del Alzheimer pues estaba seguro de que no me acordaría ni de los títulos al llegar. Gracias a eso las puedo contar: Wanderlust, Alabama Moon, Lorax, Meu País y ¡Qué pena tu boda!.


La tercera película fue un retorno a la infancia y al relax con Lorax. En busca de la trúfula perdida. Es una película americana animada, dirigida por Chris Renaud y estrenada este mismo año, 2012. Los dibujos animados de hoy en día ya no son como los de antes. La combinación de música, colores, ritmos, personajes, etc. es una maravilla de creatividad e ingenio. Siguen la estructura clásica de los malos malísimos y los buenos que, afortunadamente, son los que triunfan. En este caso, se introducen toques ecológicos (la recuperación de los árboles) e incluso económicos (los malos que buscan su propio provecho económico a costa de bienes esenciales para la población: les venden aire). En fin, se pasa un rato estupendo y se acaba con una sonrisa, lo que es un final más que aceptable.


Claro, con esta panzada de películas e insomnios, cuando llegué a Madrid, lo primero que busqué fueron las literas que tiene Iberia en la sala VIP. Me quedaban 5 horas hasta el siguiente avión a casa. Y me quedé frito. Menos mal que mis vecinos cabreados me avisaron que mi iPhone llevaba sonando varios minutos, sino hubiera perdido el avión. El jet lag, ya se sabe.