jueves, enero 07, 2010

Carlos Parrilla


Los amigos y sus penas. Todas las penas son, de por sí, dolorosas, pero cuando las sufren amigos duelen aún más. Ayer murió el padre de Ángeles Parrilla, una desgracia que no por temida y esperada causó menos dolor. Cuando un padre se va deja un agujero enorme, como un abismo negro e infinito al que temes acercarte por temor a precipitarte en él. Alguien decía en una película que era una sensación parecida a la que sientes cuando pierdes un miembro. Lo tienes ahí, lo sientes, lo necesitas pero no está. Cuesta hacerte a la idea de que nunca más va a estar. Tu padre, tanta vida juntos, tantos recuerdos, tantas cosas en común, tanto tú en él y tanto él en ti. ¡Cómo duele! Al principio es el shock mismo de la muerte que siempre nos encuentra inermes por mucho que uno haya intentado hacerse a la idea. Pero casi asusta más lo que vendrá después, esa ausencia permanente, esa una herida profunda que abre una nueva etapa en la vida: la vida sin él.
De todas formas, los mismos recuerdos que matan son los que te vuelven a la vida. Lo que yo pude sentir ayer es cómo todo el mundo se agarraba a sus recuerdos de Carlos Parrilla, como padre, como abuelo, como esposo, como médico, como amigo (muy lindo y emotivo el texto de despedida que leyó su nieto) para neutralizar, de alguna manera, el vacío y el dolor de su muerte. Es lo que tienen las personas buenas, ellas mismas te dejan esa especie de ungüento de los buenos recuerdos para que amortigües la desazón. Y en eso, Carlos, fue generoso. Cuantos tuvimos la suerte de conocerlo guardamos de él magníficos recuerdos. De su amabilidad, de su proximidad, de su generosidad, de su optimismo. Allí, en la puerta de su casa, a punto ya de iniciarse la conducción, mucha gente comentaba sus recuerdos. “Era de los pocos médicos que dejaba encendido el teléfono por la noche”, oí que decía un colega. Otros contaban con qué cariño y preocupación personal les había atendido durante muchos años. Carlos debió ser como mi suegro, médico también, que en las fichas de sus pacientes anotaba no sólo el tratamiento que seguían sino esos otros detalles que humanizan la medicina: acaba de tener un hijo; su cumpleaños es el 10 de abril; su esposa se hizo un esguince; su hijo estudia económicas. Y de eso les hablaba en su siguiente visita. Otras personas del duelo recordaban su intensa vida social y lo fácil que le era relacionarse con todo el mundo, hablar con todos, interesarse por la vida de los demás. En fin, el dolor del momento se combinaba con sonrisas cómplices por recuerdos amables. Quedaba claro que despedíamos a una buena persona, de esas que te gusta haber conocido porque te dejan su huella.
Del aprecio que le tenían quedó buena muestra en el mar de flores que enviaron a su tumba. Coronas, ramos, centros… acabaron inundando su espacio y los alrededores. Ya no había donde colocarlas todas. Un derroche de aprecios multicolores. Hoy estarán todas cubiertas de nieve. Ha de ser un espectáculo impresionante. Ojalá le guste y, también él, pueda sonreir con satisfacción.
En fin, qué decir. A veces vas a los funerales porque deseas acompañar en esos momentos dolorosos a familiares del difunto. Otras veces vas porque deseas despedir personalmente a quien nos dejó. Cuando se unen ambas cosas se amplían las emociones y te sientes aún más anonadado. Eso me pasó a mí. Carlos era el padre de Ángeles, mi amiga del alma y el abuelo de Sofía, mi ahijada. Hablar de “acompañar en el sentimiento” es sólo una fórmula neutra en esos casos que ni se acerca a lo que sientes. Es com-pasión: sufres con ellos, compartes su padecimiento. Y aunque el dolor es algo muy personal e íntimo, algo que gusta vivir a solas y sin interferencias, lo que deseas es estar allí, aunque sea en una esquinita, para acompañarlas y decir, sin palabras, lo mucho que te importan. Pero, además, tuve la suerte y el honor de conocer a Carlos y soy de los que se sienten afortunados por ello. Hablador, cariñoso, amable, casi adulador hacía que te sintieras bien con él, que apetecieras su presencia. Buena gente. Un señor. Se mereció bien el cariño de quienes fueron a despedirlo en este viaje final. El mío desde luego. Es de esas personas que no se olvidan.

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