Hay fríos que hielan, algunos hasta el corazón. El de ayer en el cementerio era así. Hay otros fríos que relucen y animan. Así es el que hace hoy en Santiago, un frío hermoso, reluciente, estimulante. Todo estaba blanco esta mañana. El campus universitario ofrecía una imagen indescriptible: sol y nieve complementándose, simultaneando sus encantos, invitándote a liberar tu niño interior y a salir de casa para revolcarte en la nieve y liarte a bolazos con los que pasan.
La nieve de hoy me alegra aún más si me pongo a pensar lo que hubiera podido ser si ayer, como tenía previsto salía de viaje cara a Pamplona. Me habría tenido que parar en cualquiera de los puertos intermedios sin poder avanzar ni retroceder. Tirado en medio de ninguna parte. Me pasó una vez pasado Burgos. La sensación era terrible pues nevaba tanto que apenas se veía nada y tú te ibas metiendo cada vez más en una especie de tunel negro que no tenías ni idea a dónde te llevaría. Y así kilómetros y kilómetros. Y la angustia crecía. Después de una eternidad así vislumbré las luces de la policía a todo trapo que iban desviándonos fuera de la carretera. No se podía seguir, ni tenían previsiones de qué podría pasar. Entré en la gasolinera para comprar pan y embutidos y me resigné a pasar allí la noche. Afortunadamente algunos más arriesgados pudieron seguir y eso hice yo con mi Jeep Cherokee de entonces. Aún me tiemblan las piernas cuando lo recuerdo porque era consciente de que en cualquier momento un frenazo del de adelante, un patinazo y me iba derecho a la cuneta. En fin, sólo malos recuerdos.
Ayer me costó pasar el Monte Faro de Lalín, pero después, aunque nevaba se caminaba bien. Y hoy, la maravilla de ver Santiago nevado. Una pasada. Y es verdad que la nieve deslumbra. Porque reverbera la luz y porque resulta de una belleza indescriptible.
Un buen día, después de otro malo.
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