sábado, mayo 02, 2009

Nueva York



Es fácil hablar con los buenos amigos. Quizás sea eso la amistad, la facilidad para despojarte de prevenciones y abrirte sin recelo a la posibilidad de contar, de contarte. Y no es que tengas que contar intimidades truculentas. Es mucho más sencillo, es contar lo cotidiano, lo que en otro contexto carecería de importancia, pero cuando estás con alguien a quien sí le importas incluso lo irrelevante da juego en la conversación.
Y así fue, en unas pocas horas nos pusimos al día. Ellos me contaron de su vida en este último año. A ella le habían ascendido en su status académico y ahora estaba tratando de adaptarse a la nueva situación. No me gusta este estilo de vida, me dijo. Es demasiado viaje, demasiada presión para producir. Me está obligando a dejar lo que más quería de mi vida anterior: mi implicación en acciones sociales y el tiempo que me dedicaba a mí misma. Caray, pensé, es como si estuviera iniciando una sesión de terapia conmigo. Hurgando sus heridas acabará haciendo sangre en las mías. Pero pese a su tono triste, siempre acababa por imponerse su alegría y amor a la vida. Él estaba contento de cómo le iban las cosas. Una vida estándar, nos dijo, sin dejar entrever si eso era bueno (si era lo que él andaba buscando) o no.
Mi turno fue más alargado. Ellos se veían mucho y yo hacía casi un año que no los veía. Así que les conté de mis últimas andanzas. Muchas pero repetidas. Y salió Nueva York. Les conté del viaje para celebrar nuestro 35 aniversario. ¿Quedarías alucinado, supongo?, me preguntó ella. Pues ni tanto, le dije. Ya la conocía aunque con recuerdos agridulces. Así que me apetecía mucho volver para dulcificar la mirada. ¿Y?...me miró pensativa. Pues me gustó estar allí, lo pasé muy bien, pero no es una ciudad de la que yo me pueda enamorar. Alguien a quien no le gustan las tiendas ni las colas, quien admira más los edificios por lo que tienen de historia y cultura que por lo que tienen de ingeniería, está más preparado para sentir emoción en Roma o Praga que en Nueva York. Y eso , aceptando que también hay “belleza” en tanto rascacielo junto, en tanto contraste entre rincones cutres y edificios futuristas. Bueno, supongo que es otro tipo de emoción, comentó él. Sí, eso es lo que quería decir. Vuelves a ver cosas que te suenan, que forman parte de ese mundo que has conocido a través del cine y la televisión. Eso también emociona. Además estábamos en un hotel tocando a la 5ª avenida (la 5ª con la 53, a dos pasos de St. Patrick). En la mitad del meollo.


Y les conté que mi mejor recuerdo de Nueva York, fue la tarde-noche en el Empire State. Lo planeamos bien y tuvimos la inmensa suerte de no tener que soportar las colas infinitas que se montan. Llegamos a la cúpula cuando aún era una tarde soleada y hermosa y salimos de ella cuando ya se había echado la noche y toda Nueva York lucía hermosa con sus millones de luces. Fue un espectáculo inenarrable. Primero el paisaje urbano infinito que puedes admirar sin tiempo. Dábamos una y otra vuelta por los cuatro polos cardinales, South, West, East, North. Una y otra vez. La vista del East fue la más prolongada porque tuvimos una puesta de sol de película. Y luego a medida que fue entrando la noche todo cambió de tonalidad y de sentido. Las emociones se hicieron más profundas porque N.York de noche desde el Empire State es como un mundo de fantasía.
Ellos también la habían conocido así que estuvieron de acuerdo conmigo. Ella, incluso, la había sobrevolado en helicóptero. Otro sueño que recordar. Y luego nos pusimos a revivir los detalles. Cruzar el puente de Brooklyn, retozar en la hierba del Central Park, asombrarse con la belleza cutre del Soho, disfrutar en la tienda de Apple con cientos de ordenadores abiertos a disposición de los clientes, encontrarse una y mil veces con la calle Broadway que parecía perseguirte, sentir esos olores tan neoyorkinos que te suenan como a conocidos de los films. En fin, mil cosas a las que añadir muchas más. Yo no vi mendigos en la ciudad, dijo uno. A mí me encantó que en los restaurantes te pusieran un vaso de agua natural sin exigirte pagarla ni comprar botellas, comentó otro. Yo me emocioné, les comenté, en la isla de Ellis con aquel museo de las migraciones, me despertó una gran ternura ver a la gente legar tan desprotegida y con la angustia de si podrían quedarse o no. Yo disfruté sobremanera, comentó ella, en la Misa Gospel de la Iglesia de los Abisinios de Harlem. ¡Mierda!, dijimos los dos al unísono, yo no pude entrar porque había una cola inmensa. Y del Jazz en el Blue Note. ¡Mierda!, volvimos a repetir nosotros, a eso tampoco. Es que ya lo llevábamos reservado desde casa, nos consoló ella.
Cada uno de nosotros habíamos asistido a obras distintas en Broadway. Ella al “fantasma de la ópera”, él a Cats hace ya algunos años. Yo les conté que habíamos ido a ver “Mamma Mia” y que nos encantó. Ya la habíamos visto en el cine, pero Elvira insistía en que quería verla a lo vivo y, la verdad, mereció la pena. Todo. Aunque Broadway estaba muy cerquita del hotel y pasábamos por allí casi todas las noches, parece que lo vives más intensamente cuando no estás de paso, cuando eres una de las miles de personas que se preparan para entrar en el teatro esa noche. Luces, sonidos, agolpamiento de gentes, limusinas ocupando las calzadas, mucho glamour… En todo caso fue bonito, coincidimos. Seguramente volveremos, dijimos los tres con un poco de nostalgia.
Estábamos en el Café Tortoni de Buenos Aires, y así, como quien no quiere la cosa, fuimos quemando los recuerdos al compás de una tablita de quesos aderezada de botella de tinto Ruttini. En la felicidad de tener buenos amigos con los que compartir recuerdos.

No hay comentarios: