jueves, octubre 09, 2008

Trieste y sus recuerdos








No sería justo olvidarlo. Van pasando los días y si no lo cuento se me va a enquistar en la memoria como algo de cuyo recuerdo debes huir. Estuve en Trieste. Tenía un compromiso con su ayuntamiento y una reunión de trabajo con un colega de la universidad que está diseñando una red europea de formación integral en la universidad en la que me gustaría que participara la nuestra. Pero esta vez, por equivocación desde luego, llegué un día antes. Estuvo bien porque mis anfitriones pudieron mostrarme la ciudad y yo pude disfrutar de ella. Y hasta hacer un pequeño salto a Eslovenia que está allí mismo, a 4 kilómetros.
Trieste es una ciudad hermosa. Y como todas las ciudades hermosas combina el mar con la montaña. En realidad es una ciudad colgada sobre la falta de una montaña que va a dar a una hermosa bahía. Mezcla edificios preciosos con otros horrorosos (la universidad ocupa un edificio monstruoso de la época fascista, con el agravante de que se ve desde toda la ciudad). Pero siendo hermoso el conjunto hubo dos elementos que no se pueden pasar por alto: el campo de exterminio nazi de la Risiera di San Sabba y el psiquiátrico de Bassaglia.
Trieste es una ciudad de frontera y eso, junto a toda la península de Istria que otrora fue italiana, la convirtió en foco de frecuentes batallas de conquistas y reconquistas. También en el lugar de grandes venganza. Allí fueron encarcelando y aniquilando los nazis a sus prisioneros de última hora. Era una antigua fábrica de arroz, por eso lo de Risiera (riso es arroz en italiano). He de reconocer que pocas cosas me han angustiado tanto. Quizás las catacumbas romanas. Pero es terrible entrar en aquel recinto e ir recorriendo sus diversas salas. 25.000 personas pasaron por allí y, al menos 5000 fueron asesinadas. Con métodos terribles. Algunos ahorcados: los colgaban por decenas de las vigas. A otros los golpeaban con una pequeña fusta que llevaba en su punta una maza de metal hasta que quedaban malheridos y los arrojaban después a los hornos crematorios. Y eso mayores y menores, hombres, mujeres y niños. Hay cartas en las que los jefes del puesto se enorgullecen de estar aniquilando a sus futuros enemigos. Como una pesadilla. Había una carta en la que calculaban la relación costo-beneficio de la muerte de toda aquella pobre gente. En el debe, lo que costaba el fuego y el matarlos y quemarlos y retirar los restos. En el haber lo que podían sacar de sus ropas, de sus dientes de oro, de las pertenencias que les robaban, de algunos órganos que vendían, de las cenizas usadas como abono. En fin, es el primer campo de concentración y exterminio que veo pero he quedado absolutamente horrorizado. Uno ni se lo imagina. Cuesta creer que alguien pueda llegar a esos niveles de crueldad (había fotos en los que los verdugos posaban orgullosos; en una de ellas aparecía el ingeniero que había construido los hornos crematorios con cara de satisfacción como si fuera candidato al Nobel). Y, desde luego, si te pones en el lugar de las víctimas resulta insoportable. Así que anduve por allí deambulando como un zombi y repitiéndome una y otra vez que aquello no podía ser real. Pero lo fue. Todos los jóvenes deberían pasar por allí. Eso sí sería una auténtica “educación para la ciudadanía”.
El otro recuerdo vívido fue el antiguo psiquiátrico donde trabajaba Bassaglia y donde comenzó todo el movimiento de la antipsiquiatría. Como eso coincidió con mis años de universidad (y hasta participé en el movimiento de la des-institucionalización con nuestros Hogares Promesa) y lo leíamos como a un gurú, me hizo mucha ilusión. Es un espacio enorme con pequeños edificios repartido con mucha holgura. Parece que se cerró al mandar a los locos a sus casas y estuvo absolutamente desatendido durante muchos años. Ahora han empezado a recuperarlo. Sigue habiendo pacientes psiquiátricos y consultas de médicos pero aquello es como un parque. Los enfermos más recuperados se han quedado allí y se han hecho cargo de algunos servicios. Uno de ellos el restaurante. Ellos y ellas lo atienden. Y comimos allí. Bastante bien, por cierto. Da un poco de cosa ver aparecer por allí a personas extrañas (con esas conductas típicas de los pacientes psiquiátricos) pero te acostumbras pronto. Y ellos son, además, muy amables. Pero han puesto allí un teatro y están recuperando parte de los edificios para otras funciones comunitarias. Me contaron que la gente aún tiene una cierta prevención para acercarse por allí, pero que poco a poco van consiguiendo que aquello tenga otra pinta y provoque otras emociones. Ojalá lo logren. A mí me pareció un lugar maravilloso para llevar allí las diversas facultades de la universidad. Y lo digo sin segundas. Haría un campus magnífico. Alguna Facultad ya está, pero deberían ir todas en lugar de quedarse en aquella mole musoliniana impresentable.
Pues eso fue Trieste. No creo que la olvide en mucho tiempo. Imposible.

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