Curioso tema éste de la mentira. Tiene tantas caras y se la puede abordar desde tantas perspectivas y con tan diversas intenciones que se ha convertido en una especie de virus que ha convertido la vida cotidiana en un galimatías indescifrable: ya no sabes a qué atenerte, en qué creer, qué hay detrás de cada expresión o noticia. Al final, ha acabado convirtiéndose en una especie de pandemia para la que no hay vacuna y has de aprender a convivir con ella sin que te destruya.
El caso es que hoy, Cantizano, en su programa “Ya no es lunes” de Onda Cero, ha entrevistado a José María Martínez Selva, un colega psicólogo de la Universidad de Murcia, que acaba de publicar un libro sobre la mentira: La psicología de le mentira (Edit. Paidós). Y ha sido interesante, aunque es fácil comprender que el abordaje desde la psicología, es solo una de las posibles entradas en esas aguas pantanosas del mentir. Lo más llamativo de lo que se ha señalado en la entrevista es que el mentir acaba modelando el cerebro, lo que quiere decir que, cuanto más mientes, más probabilidad tienes de seguir mintiendo. Debe ser algo así como el tabaco, que mentir crea dependencia y cuesta desengancharse. Y otra cosa curiosa es eso de que, según los estudios hechos, de promedio mentimos 2 veces cada día. Claro que ya sabemos que los promedios son lo que son, algunos no mentirán nunca y los otros lo harán de seguido. Y me ha sorprendido, también la idea de que todos los primates mienten. Curioso salto en la evolución, de no mentir a mentir. ¿Será verdad?
Como es domingo, no es mal tema para darle unas vueltas mientras desayunas. Y es verdad que en la actualidad se ha banalizado absolutamente la mentira. Pobres de los que no mientan, se les va a hacer invivible la vida. Aquella declaración moral del catecismo que definía la mentira como “decir lo contrario de lo que se piensa con la intención de engañar” y la condenaba sin ambages, no sé si valdría hoy día. Primero, por escasa, porque la mentira no es solo una cuestión de palabras, del decir; también se miente haciendo e, incluso, no haciendo y no diciendo. Y, además, porque reducir la mentira a la expresa intención de engañar, parece una versión muy psicológica de la mentira. Si piensas cosas erróneas o afirmas insensateces que no has comprobado, también mientes, aunque no tengas intención de engañar. En ese caso, el problema está en que tampoco has hecho nada para averiguar si lo que dices es verdadero o no.
Porque en realidad, el talón de Aquiles de la mentira es, justamente, la verdad. ¿Mentir es no decir la verdad? Pero en un mundo tan relativo y líquido como el nuestro, hemos aceptado sin excesiva repugnancia que “la verdad no existe” y que “todo son interpretaciones, con frecuencia interesadas, de la realidad” (basta leer las mismas noticias en diferentes periódicos: ¿cuentan lo contrario de lo que piensan o es que piensan, realmente, de forma diferente los acontecimientos que cuentan?).
El presidente Biden acaba de decir que no puede debatir con Trump porque dice muchas mentiras. Y ése es el sambenito, también, de nuestra controvertida y polarizada vida política: todos se acusan mutuamente de mentir; lo que, de ser cierto, implicaría que todos mienten. Y, si es verdad lo que señalan las neurociencias sobre el comportamiento del cerebro, eso quiere decir que sus cerebros se han ido modelando con el hábito de mentir y eso les va a llevar a mentir cada vez más. Triste destino.
La culpable, a lo que se sabe es la amígdala cerebral, esa espacio cerebral vinculado a las emociones que ejerce de árbitro moral y que provoca aversión y malestar cuando hacemos algo que consideramos inadecuado. Los neurofisiólogos del University College de Londres han constatado que la amígdala va desactivándose a medida que se repiten esos actos inadecuados (o sea, cuando las mentiras se van haciendo habituales). Y sin esa reacción aversiva de nuestro cerebro (la banalización del mentir) nos vamos acostumbrado a hacerlo y cada vez se precisa de mayor nivel de maldad para que la amígdala actúe. Una adicción en toda regla.
En fin, que no se puede vivir sin mentir un poco, pero que si te acostumbras a mentir, aunque sea en esos pocos, te vas habituando a hacerlo y ya no hay quien te salve. Y así estamos, que ya nadie cree a nadie y se ha hecho imprescindible la capacidad de saber relativizar y decodificar todo lo que oyes, lees o ves (porque hasta acabamos dudando de si lo que nosotros mismos hemos visto o vivido será realmente verdad o nos estaremos engañando a nosotros mismos).
El Consejo mexicano de neurociencias (https://www.consejomexicanodeneurociencias.org/post/las-mentiras-y-el-cerebro ) pone la puntilla al asunto: “Si dijéramos en este momento que la personalidad deshonesta es el resultado del entrenamiento y la habituación continua, es posible que más de uno se sienta sorprendido…”. Pues sí, la verdad.
Qué hay tras una mentira? ¿Por qué razón hay personas que engañan una y otra vez? El investigador posdoctoral del Instituto de Neurociencia de Princeton (Estados Unidos), Neil Garrett, estudia de qué manera se reflejan las emociones en el cerebro y de esta forma, poder entender de qué manera nos sentimos en ciertas situaciones. Concretamente, ha descubierto que una amígdala cerebral es la culpable de que a veces seamos deshonestos.
Garrett, doctorado en el departamento de Psicología Experimental por la Universidad de la ciudad de Londres (R. Unido), explica que en el momento en que una persona engaña, se activa una amígdala ubicada en una parte del cerebro vinculada a las emociones.
Una serie de neuronas procesan las reacciones que después se traducen en vergüenza o remordimiento. No obstante, si alguien miente continuamente, el cerebro se acaba amoldando. El funcionamiento de la amígdala se reduce y con ella la sensación de arrepentimiento, lo que hace más sencillo mentir.
El británico acostumbra a poner como ejemplo el instante en el que alguien ve por primera vez una foto desagradable. Lo más seguro es que tenga una respuesta emocional contundente. No obstante, si ve esa imagen día a día, se acaba habituando. El cerebro de esa persona se amolda y ya no reacciona de forma tan intensa.
Para probar esta hipótesis, Garrett y su equipo hicieron una investigación en la que combinó las disciplinas de informática, imagen cerebral y economía conductual –que estudia el comportamiento de las personas ante diferentes coyunturas económicas–.
Efectuaron un experimento en el que los participantes debían dar consejos financieros a otra persona y se les motivó para que mintiesen. Los participantes empezaron con pequeños engaños, pero a medida que pasaba el tiempo se iban creciendo y las mentiras eran mayores.
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