viernes, abril 20, 2012

I love slowlife.



No hay forma. Es igual cómo te lo propongas. Eso del slowlife  es una leyenda urbana. Un paraíso inalcanzable. Una utopía. Y, además, es imposible. Más aún cuando andan de por medio las compañías aéreas y sus maladados hábitos de hacer de su capa un sayo. Hacen su propia interpretación del slow: va retrasando los vueles por causas múltiples, pero lo llevan con tranquilidad, sin que se les mueva un pelo. A base de golpear siempre con la misma piedra están teniendo más éxito que los mejores programas educativos. Hacen que medres en paciencia; una paciencia que tiene mucho que ver con la resignación.
Con la vida ajetreada que llevo y los sustos que el destino me ha dado últimamente (menos mal que han sido sustos vicarios, es decir, patadas en el culo de otros) había decidido firmemente que esto no podía seguir así. No puedes estar siempre en el filo de la navaja de manera que cualquier acontecimiento inesperado acabe malogrando un día o todo un programa. Como dicen sus promotores: La "Vida Slow" es un cambio cultural hacia la desaceleración de nuestra forma de vida y hacia un mayor disfrute de la misma. Basándose en una vuelta hacia la revalorización de los afectos, la realización de actividades placenteras y en comer saludablemente (Slow Food, no Fast Food). Consiste en un cambio en nuestra actitud ante la vida, relacionado con la desaceleración en la forma de comer, de trabajar, un mayor espacio para el ocio, el relax, los hobbies y las relaciones afectivas” (http://www.eutimia.com/slow/ ).
Bueno, pues eso. Yo ya tenía mis propósitos hechos: “relajación, chaval, que la vida dura cuatro telediarios y en el quinto pueden anunciar tu esquela” (¡cuando estoy optimista es que soy la leche!). Pero con mi propia idea de lo slow, un poco heterodoxa, he de confesarlo. Lo que sucede es que uno puede intentar ralentizar la vida, pero esto de vivir es como andar en bicicleta, si paras te caes. Y así fue, que por no parar, los viajes continuaron. Y es curioso, los viajes, en lugar de relajarte te estresan. Tienen todas las condiciones para ser un paréntesis donde te olvides de los agobios de lo cotidiano y te dediques a ver otros lugares, a admirar otros patrimonios, a conocer a otra gente. Pero, ¡quiá!.
Yo hice lo que tenía que hacer. Mi psicoanalista de cabecera me dio un papelito con los consejos a tomar en consideración (él también había leído la misma web que yo). La hojita decía:

·         Respete sus horas de sueño. Duerma lo necesario. El sueño es la actividad reparadora psíquica y física por excelencia.
·         Ingiera una dieta con alto contenido en frutas y verduras y bajo contenido en grasas. 
·         Practique un hobby que le dé tranquilidad.
·         Realice actividad física moderada por lo menos tres veces a la semana.
·         No sature su agenda de actividades, todo puede esperar.
·         Realice una actividad a la vez, no varias al mismo tiempo.
·         No mire el reloj a cada rato, de ser posible, no utilice reloj pulsera.
·         Coma despacio, mastique y salive muy bien los alimentos ante de tragarlos.
·         Prepare una comida tranquilo/a y sin hacer otra cosa a la vez, como mirar televisión. Disfrute de una conversación si está comiendo junto a otras personas, en caso contrario, disfrute de la soledad pacíficamente.
·         Cuando esté de vacaciones disfrute tranquilamente de la misma sin embarcarse en múltiples y agotadoras actividades diarias.
·         Deje tiempo en su agenda diaria para estar con personas que usted quiere o realizar actividades que le generen placer. 






 Ya se ve que son todos consejos con mucha enjundia. Estupendos. Pues nada, qué va. Ni uno. Dormí mal y poco (¿sabían que los escolares colombianos inician sus clases a las 7 de la mañana?; pues ése ha sido el plan, más o menos; una crueldad, habiendo tantas horas en el día; y yo, pobriño, encima con el jet lag encima); ensaladas y verduras ni por el forro (comida de cafetería universitaria; ¡cómo eché de menos la monodieta de verduras y pescado de mi casa!); hobbis pocos, la verdad (menos mal que el iPhone tiene su solitario y los daditos del Mahjong que son mi salvación en las rutinas); andar lo justo porque siempre te ponen pegas de peligrosidad (eso sí, el domingo me escapé a andar por el centro de Medellín y hoy lo he hecho por el centro de Buenos Aires; ninguna sensación de inseguridad salvo la cosa de que me pudieran identificar como español y me corrieran para quitarme mis YPFs: están bravos de narices con todas las calles empapeladas llamando a apoyar a la presidente, a su EVITA); La agenda llena hasta los topes, eso es imposible de solucionar, ya me he resignado; lo de hacer sólo una cosa a la vez ya lo voy consiguiendo, pero no es por la cosa del slow sino por el Alzheimer; lo de mirar el reloj da igual porque como en cada lugar tienen su hora y, además, tu cuerpo tiene otra, casi siempre te equivocas; no puedes comer despacio porque no sólo madrugan sino que los cabritos comienzan el trabajo de la tarde a las 14 horas, ni siesta ni leches; preparar comida ya sería lo último y la posibilidad de hablar con gente tampoco resulta fácil pues en realidad no conoces a nadie (es un milagro cómo han llegado hasta mí y me han llamado, nunca lo entenderé) y aunque los conozcas un poco cada uno tiene su familia y sus compromisos (así que al estrés se añade un piquito de depresión por la soledad y el atracón de hotel: mira eso tiene la ventaja de que al final a los que acabas conociendo muy bien es al personal del hotel y casi llegas a intimar con ellos); lo buscar el placer ya ni lo mento para evitar prejuicios.

Oye, espera un momento, me acaba de susurrar el blog al oído, ¿de verdad sabes a dónde quieres llegar con esta entrada, o simplemente te estás liando (supongo que para mitigar la soledad del hotel)?” Sí, la verdad, le he tenido que confesar, me he liado un poco. En realidad sólo quería contar que tanto empeño por mi parte en relajarme y disfrutar de este viaje y resulta que voy acumulando estrés y sueño de forma galopante. Y que la última ha sido a causa de la compañía aérea que me ha martirizado sin compasión.
Yo ya sabía que uno no puede confiarse. Por eso había pedido un vuelo matutino con el que llegaría a Buenos Aires a media tarde de ayer. Pero nada, me sacaron billetes con Avianca que teóricamente salía de Bogotá a las 22:10 de la noche para llegar a Buenos Aires a las 06:35. Mi primera conferencia en la Feria del Libro comenzaba a las 11. Bueno, pensé, la cosa va justa porque hay que contar con el trajín de para inmigración, aduana, tomar el taxi y llegar al Hotel, cambiarte y nuevo taxi para llegar al lugar de la Feria, pero podría llegar. Con lo que yo no contaba es que el vuelo se iba a retrasar y retrasar y retrasar. Me empecé a agobiar cuando faltaba sólo media hora para embarcar y nuestro vuelo ni siquiera aparecía en las pantallas. En una de esas anunciaron que el vuelo de Avianca a Nueva York se cancelaba por problemas técnicos. Otro chute de estrés. Luego me fui a Internet a ver qué decía del vuelo y allí ya se confirmaba que saldría con hora y media de retraso. Hice cuentas y quizás podría llegar a tiempo a mi conferencia pero iba a depender mucho de la suerte (que pasara pronto la policía, que no hubiera atascos en la entrada a Buenos Aires, ni después para llegar a la Feria). Me tomé otro pinchito y un vaso de vino para ahogar la desazón. Pero iba pasando el tiempo y allí nadie decía nada. ¡Qué manía tienen todas las compañías en despreciar esa ansiedad que saben que generan los retrasos! No te dicen nada. Para ellos debe ser algo normal, una incidencia que tienen todos los días. Vamos que no es su problema. Pasó la hora y media y aquello seguía igual: ni puerta, ni hora, ni nada que decir. Bueno, para acortar el cuento que cuando ya pasaban dos horas nos dicen de embarcar. Yo ya no sabía qué hacer. Se cerraron las puertas comenzamos a rodar y en eso noto que el avión se para y comienza a regresar. Ya la hemos jodido, pensé. Algo va mal. Y de pronto, la voz del capitán para explicar que debido a la hora han cambiado la pista y tenemos que ir a otra pista. La cosa es que Bogotá tiene dos pistas y una se les jorobó el otro día con un rayo. No creo que la hubieran arreglado. En realidad yo creo que lo que hicieron es cambiar la cabecera de pista. Nosotros teníamos que despegar en la misma pista donde aterrizaban los aviones pero en dirección contraria a ellos.  Y así fue, otra caminata hasta la otra cabecera de la pista. El capitán advirtió a la tripulación que se acomodaran en sus puestos que en dos minutos despegábamos. Coño dos minutos, pasaron diez, quince y aquello no se movía. Yo veía que delante nuestra iba otro avión que tenía que despegar pero tampoco se movía. Luego lo entendí, tenían primero que aterrizar dos vuelos que iban frenando a medida que se acercaban donde nosotros estábamos. Al final, comenzamos a rodar cuando el retraso se había convertido  en casi tres horas. Ya no merecía la pena ni preocuparse. De cabina pidieron disculpas (en ese tono afectado y banal en el que ya ves que en realidad no te piden disculpas sino que te informan para cumplir el trámite) y nos dijeron que llegaríamos a Buenos Aires a las 9 de la mañana. ¡Chungo!, pensé. En dos horas no se llega a la feria del libro.
El viaje es corto (menos de 6 horas), así que no hay tiempo para nada, sobre todo para dormir. Entre que alcanzas la altura y la velocidad de crucero, entre que cenas, y que te despiertan una hora antes para darte un zumo y organizar el aterrizaje, ya no queda casi tiempo más que para una cabezada. Llegamos efectivamente a las 9. Pasamos la policía con lentitud y  salí echando leches para comenzar la aventura de llegar a tiempo a mi conferencia. Es peor tener prisa. Salí, revisé ansioso los cartelitos con los nombres de las personas a las que se esperaban pero yo no estaba entre ellos. Otro contratiempo, cuando la cosa está de no, está de no. El tipo que debía recogerme o ya se había ido cansado de esperar o ni siquiera había ido a buscarme. Si no fuera dramático, sería hasta gracioso el verme yendo agobiado de uno a otro de los carteles para ver qué nombre pone. Cuando ven que te acercas, el del cartel cree que eres tú la persona que él está esperando y te ofrece su sonrisa y inicia el gesto de darte la mano o de intentar cogerte la maleta. Una frustración para ambos cuando le dices que no eres tú el del cartel. Y sigues con la búsqueda. Así pasé otro cuarto de hora y cuando ya iba a contratar un taxi vi que entraba en la sala el tipo con mi cartel. Las 9:20. Salimos, tomamos la autopista y todo fue bien hasta que entramos en la ciudad. Un taco de la leche. Nada que hacer. Paciencia. En cada semáforo pasaban media docena de coches porque todo estaba colapsado. Yo ya estaba en actitud zen, que sea lo que dios quiera. A las 10 llegamos al hotel. Necesito 15 minutos para ducharme y bajar, le dije al taxista. Aquí le espero, me aseguró. Y así fue. Duchita rápida, traje de guapo, asegurarse de que lleva uno consigo la presentación y a toda leche al taxi. Bueno tengo que decir que como no tardé mucho en maquillarme aún me tomé 5 minutos para entra en la sala de desayunos y tomar una fruta y un café. Hecho. Llegué a la Feria a las 11 en punto. Aún no había acabado la mesa redonda anterior. Eso me dio un respiro.
Lo demás todo salió bien. Quizás por el tranquimazín que tomé con el café.

miércoles, abril 18, 2012

Medellín.




Decir que te vas a Medellín, Colombia, hace saltar las alarmas a la familia y los amigos (¿Medellín, el del cártel?, te preguntan. Sí ése, les dices para chinchar un poco, donde vivió Pablo Escobar), pero luego resulta que se trata de una ciudad de lo más amigable y tranquila, al menos en esas zonas que uno se siente con fuerza para recorrer.
El viaje se hace pesado, de todas maneras. Tantas escalas intermedias (Santiago-Madrid; Madrid-Bogotá; Bogotá-Medellín) con sus tiempos muertos se hacen interminables. 25 horas exactamente me costó esta vez. Además, las cosas nunca suelen salir del todo derechas. Esta vez, aunque nosotros apenas nos enteramos de nada, resultó que pudimos aterrizar en Bogotá de milagro. El aeropuerto había estado cerrado las dos horas antes de nuestra llegada por una lluvia torrencial. Lluvia ecuatorial, como dios manda, con toda su parafernalia de truenos y relámpagos. De hecho cayó un rayo en una de las pistas y la destrozó. Así que tuvieron que cerrarla y comenzar a funcionar sólo con una. Lo cual provocó todo un desastre en los horarios posteriores. Muchos vuelos cancelados (entre ellos el mío), todos retrasados y con problemas. Aquello era un caos. Había mucha gente en aquel momento (coincidió con la reunión de líderes americanos en Cartagena de Indias). Pero así y todo no vi ni una protesta. Las azafatas de tierra iban llamando a los afectados y allí nos poníamos en fila silenciosa para que nos reubicaran en otros vuelos. Debe ser que están acostumbrados. O que son gente pacífica realmente.
Con tanta incidencia llegué a Medellín con tres horas de retraso pero pese a ello, allí estaba el taxista encargado de recogerme con una sonrisa y una bienvenida cariñosa. Otra hora más para llegar a Medellín porque el aeropuerto está en la ciudad de Rionegro. Un camino lleno de curvas entre montañas para llegar a una explanada que ves allá abajo como una gran llanura llena de luces y a la que vas bajando como si fueras en un tobogán. Parece que Medellín está asentada en lo que fuera una inmensa ciénaga que tuvieron que desecar para ahuyentar los mosquitos que los masacraban vivos. Ahora es un conjunto de casas, torres y vegetación precioso. Como el espacio se les va quedando pequeño (3 millones de habitantes me han dicho que tiene Medellín) las casas se van elevando en las laderas de las montañas que le rodean. Pero así como en Brasil serían favelas, aquí son barrios normales y, en algún caso, áreas residenciales de alto standing.
Se ve que corre mucho dinero. Hay edificaciones llamativas y, salvo algunas zonas degradadas (sobre todo en el centro de la ciudad y a la orilla del río que la cruza), la ciudad mantiene unos estándares de calidad de vida elevados. Es la única ciudad colombiana que tiene metro, lo que facilita mucho la movilidad y casi evita los atascos. Está llena de funiculares (que conectan con el metro) para facilitar la llegada a las casas que están elevadas en la montaña. Mantiene una gran actividad cultural (con muchísimas bibliotecas públicas, por ejemplo; una de ellas que me he quedado con ganas de visitar, regalada por España) y un tipo de actividades muy amigables para la gente: los domingos, fue mi primer día aquí, cierran al tránsito la calle central y la dedican a pasear en bicicletas, a correr y pasear la gente. Había miles de personas disfrutando de la mañana del domingo.
Me encantó la plaza que han dedicado a las estatuas de Botero. Nunca había visto una colección tan amplia y tan bella de sus obras. Son 25 o 30 estatuas enormes que llenan de estímulos estéticos dos plazas colindantes. Esos volúmenes, esas expresiones, esas posturas tan llamativas te seducen sobre manera. Y como Botero es antioqueño (Medellín es la capital de Antioquia), toda la ciudad está llena de referencias a Botero: colección de posters de Botero; Botero y la Semana Santa; Botero por todos lados. Muy interesante.
Pero lo que siempre me impacta más de Colombia es el cariño a flor de piel de la gente. Eso de que los camareros, la gente de la recepción del hotel te pregunte qué tal estás, si has descansado bien, si necesitas algo. Es como si te conocieran de toda la vida. Generan una relación de distancias cortas que me llama mucho la atención. Quizás a algunas personas no les guste demasiado esta afectuosidad pero a mí me encanta. Ayuda mucho a neutralizar la soledad que se siente estando en un hotel y teniendo que sobrevivir por tu cuenta.
La experiencia académica también ha sido buena. En fin, regular, para no exagerar. Visité dos universidades. En una de ellas para impartir un curso sobre docencia universitaria y poder comprobar una vez más cómo se trata de un tema que preocupa bien poco a los académicos. No lo tienen fácil, tampoco aquí, para iniciar procesos que lleven a renovar la enseñanza universitaria y a buscar mejoras didácticas. En la otra universidad, se trataba de participar en el tribunal de una tesis doctoral. Tesis que estaba bien y había alcanzado los objetivos previstos, pero que recibió una calificación de simple aprobado porque no había sido magnífica. Una lección para nosotros. En España hubiera obtenido, sin duda, el cum laude. Aquí se le concedió un aprobado. Tienen un doctorado de mucho nivel. Por la tarde, mantuvimos una sesión abierta con los doctorandos del programa y las cuestiones que plantearon y la discusión que entablamos me parecieron magníficas. Tenemos mucho que aprender de ellos.
Bueno, y esta tarde cara a Argentina. Mal momento para ir allí con todo el rollo de la nacionalización de YPF y el intercambio de acusaciones que se hacen los dos gobiernos. Tendré que ir de incógnito y hablar de cualquier cosa menos de política, cosa casi imposible en Argentina donde con toda seguridad ya el taxista que me recoja en el aeropuerto disertará sobre la situación económica actual y el futuro del mundo. Que dios me coja confesado.


miércoles, abril 11, 2012

3 VECES 20.



Ir a ver cine los lunes es como el polvo de los miércoles, algo inesperado y agradable, pero estamos en vacaciones y esas cosas son las que marcan las diferencias.  El cine cuesta menos y las salas están medio vacías.
Teniendo en cuenta que uno se encuentra deambulando por esa parte de la vida, 3 veces 20 era una película atractiva por el título y por sus créditos. Julie Gravas tiene suficiente prestigio como directora para que uno se arriesgue sin demasiado riesgo. Además el hecho de estar protagonizada por Isabella Rosellini y William Hurt ya es razón suficiente.
Pero, para ser sinceros, creíamos que íbamos a ver una comedia (el trailler que nos habían pasado unos días antes resultaba simpático y prometedor). La cosa de los 60 años da para chanzas y bromas (como lo había hecho Jack Lemon con “Cuando menos lo esperas”), pero bastaron unos pocos minutos para constatar que el careto de la Rosellini no estaba para bromas. Además, los guionistas no solo incorporan personajes mayores sino que los propios temas que se tocan son cosas de mayores. Con la cantidad de cosas que puede hacer un arquitecto famoso, van y le encargan diseñar residencias de ancianos. La cosa no pintaba nada bien. 
Y así fue todo el film, una mezcla agridulce de alusiones a la sesentena. La historia no es demasiado original. Un matrimonio que entra en los sesenta (él arquitecto de fama al que le dan un premio como homenaje a lo que fue, es decir, una forma de despedida; su esposa profesora jubilada muy preocupada por su nueva imagen y por los pequeños fallos de memoria que va sufriendo). Los dos tratan de afrontar su nueva situación con energía y con las armas que siempre han utilizado. Las juega peor la señora que ha vivido más consciente de su belleza y, ahora, tiene la sensación de que resulta invisible para los hombre. Tampoco le sale bien su intento de seguir siendo útil a través de su colaboración en grupos de voluntarios. El arquitecto, por el contrario, se siente con fuerzas (más de las que los demás le atribuyen), pero no está dispuesto a renunciar a los proyectos que le gustan para meterse en cosas anodinas como son las residencias de ancianos. Es decir, los dos tienen un problema con respecto a ellos mismos y a la imagen que hasta ahora han tenido de sí mismos, los dos tienen un problema con respecto al mundo que les rodea y, al final, los dos tienen problemas entre ellos como pareja pues su evolución personal la están llevando por diversos derroteros.
Ambos tienen en común, desde luego, que están ansiosos de nuevas experiencias. Y que esas experiencias les resultan más agradables cuando hay jóvenes por medio. La juventud les obliga a emplearse más a fondo para seguirles el ritmo y, desde luego, ellas y ellos les aportan nuevos estímulos de mejora personal (el deseo de continuar siendo jóvenes). Tampoco podía faltar el sexo en ese encuentro. Sexo que ambos consiguen pero que les defrauda (o eso se diría) porque en realidad no es eso lo que buscaban. Al final, los muchos años pasados juntos contienen réditos suficientes como para superar la tendencia a despreciarlos y buscar lo nuevo. Entre lo conservador y lo realista, diría yo.
Pero, entre medias, el guión va introduciendo cuestiones muy interesantes que, seguramente, a muchos nos ha tocado vivir (o estamos en ello).

Un aspecto básico del “vivir los sesenta” es, desde luego, esa dialéctica entre el pasado y el futuro, entre lo que has hecho y lo que quieres y/o puedes hacer en el futuro. No es fácil hacer una transición adecuada. Por lo general te sientes con fuerzas suficientes aunque con muchas más dudas. No es fácil buscar acomodo en el nuevo escenario. Y si te jubilas, como le pasa a la Rosselini en la película, la cosa se pone aún más chunga. Pero tampoco el arquitecto lo tiene claro. El sabía hacer muy bien aeropuertos pero le piden que se pase a las residencias de ancianos, algo que ni por el forro le apetece y se va por la vía de en medio, la que le plantean los jóvenes: el diseño de museos. Es algo que no ha hecho nunca pero que le desafía.
Pero lo más interesante de la película es, sin duda, la evolución de la relación entre ambos. En el fondo ése es el tema. Si algo traen los 60 años, en circunstancias normales, es que te encuentras al final de muchas cosas en una especie de proceso de cierre que, a veces, llega a oprimir: va finalizando la vida profesional, se han independizado los hijos y las cosas de la vida cotidiana resultan poco atractivas. La vida en pareja necesita de nuevos reajustes porque la dinámica anterior ya no resulta satisfactoria (se abren muchos huecos que hay que rellenar con gimnasia, bailes, coqueteos, vestimentas, bebidas, cabios de imagen, etc.). La vida en pareja es siempre un juego de equilibrios y compensaciones, pero los que sirvieron en unas épocas anteriores son menos funcionales en estas posteriores.
Ellos lo llevan mal. La esposa reconoce que ambos tienen una personalidad fuerte y son tercos. Les cuesta ceder. Supongo que ambos han pretendido que el otro cambie o, cuando menos, que no le obligue a cambiar a él. La esposa lleva mal ese fracaso en cambiarlo. Hasta ese momento, ella trataba de mantenerlo próximo al círculo familiar y él le dejaba hacer. Pero llega un momento en que la familia se va abriendo a caminos paralelos, cada uno con su propio sendero, con su propio crecimiento. Ella no lleva bien lo que vive como indiferencia y, al final, acaban estando demasiado distantes, en mundos tangenciales. Y esa rigidez les hace separarse. Los hijos se desesperan y ellos, simplemente, van experimentando otras formas de compensación. Pero ya es tarde.  
Ese intento de cambio mutuo, que en mayor o menor medida se vive en todas las parejas, es algo muy bien recogido en la película. Cada una de las partes (todos: padres e hijos) va trampeando mientras puede, haciendo como si entraran en el juego, cediendo en momentos coyunturales, adaptándose y limando aristas para que los propios caminos no hieran a los otros. Pero no hay cesión. Afortunadamente. En las parejas en que la cesión se da siempre aparece una de las partes demasiado sometida a la otra, sin personalidad propia, sin vida. Claro que cuando la búsqueda de la diferenciación y autonomía se lleva a rajatabla y sin cesiones, aunque sean parciales, la pareja tiene pocas posibilidades de sobrevivir como tal. Van perdiendo los espacios comunes y acaban convirtiéndose en extraños.
Algo de eso pasa en la película. Cada uno de ellos va buscando llenar sus propios huecos al margen de la pareja. No es exactamente que huyan de ella. En realidad huyen de sí mismos, de su pasado, de lo que ya han sido, de esa sensación de que se van cerrando etapas. Es como si se necesitara abrir nuevos frentes, buscar nuevas relaciones, empezar cosas. Y en esa nueva búsqueda cada uno de ellos comienza a buscar otros espacios, otros desafíos. Es como si el pasado y la edad les estuviera ahogando y comienzan a dar manotazos, a hacer movimientos enloquecidos por librarse del agua. Dicen que es el peor camino para salvarse y que se corre serios riesgos de ahogarse cuando uno reacciona así. Pero así son los 60. Edad de movimientos raros, apresurados, con una exageración que a veces recuerda la adolescencia pero sin la energía que uno tenía entonces.
Lo interesante de la historia es que tras los devaneos exploratorios de cada uno de ellos acaban encontrando un resquicio para el retorno. Aceptan el pasado y el presenten, renuncian a cambiar al otro (es decir, aceptan al otro tal como es en ese momento; como ha sido siempre, en realidad) y ahí es donde de nuevo se encuentran. Y no con resignación, sino con una carga de ironía e ilusión acorde con sus condiciones.  Compran un terreno donde ubicar su futura tumba pero son capaces de revolcarse sobre ella para besarse y meterse mano como en los buenos tiempos

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