martes, diciembre 10, 2024

La experiencia LANDUA

 

En la agenda de nuestros caprichos gastronómicos habíamos incluido desde hace tiempo el Landua, pero otras prioridades lo habían ido marginando reiteradamente. Finalmente, tras varios intentos nulos porque ese día cerraba o porque ya estaba completo, ayer llegó la ocasión y allá fuimos en compañía de Felipe y Elisa.

Al margen de la comida, lo que decían del Landua era que estaba enclavado en un paraje especial, a la espalda del monte Pindo, rodeado de ríos y cascadas, en plena naturaleza gallega. El propio nombre Landua hace mención a esa condición silvestre (landua viene de landra que es la bellota del castaño) y se presenta así en su web: habitar los márgenes, donde nace la pulsión de la vida; transitar por allí donde los territorios se funden y se ponen a prueba los límites convenidos”. De tanta hermosura ecológica era fácil extraer una advertencia: que sería difícil de llegar. Y lo fue, incluso en nuestro caso que llevábamos de chofer a Felipe acostumbrado a transitar por esos lugares de camino a Muxía y Corcubión. Pero, aun así, nos perdimos o nos perdió el GPS incapaz de encontrar las “fervenzas” que íbamos buscando. Claro que en Galicia, hasta perderse tiene su recompensa y las idas y venidas te van llevando por aldeas y paisajes preciosos que, de otra forma, nunca habrías localizado. Y, al final, llegamos.

 El  Landua está ubicado en una casa rural perdida en el monte. Era la casa familiar de María, que es quien atiende en el restaurante. Una casa de piedra normal a la que ella y Alberto, el cocinero, han añadido un pequeño espacio moderno donde está el restaurante: la cocina en el bajo, el comedor en el primer piso. Todo muy minimalista, con un comedor para solo 14 personas (dos mesas de cuatro y otras 3 para dos personas). Ayer, éramos solo 5 comiendo, seguramente porque era un lunes posterior a un puente. Así y todo, me maravilló el trajín que se traía María, subiendo y bajando constantemente de la cocina al comedor. No sé cómo hará cuando esté  todo lleno, que debe ser lo habitual.

Te reciben bien, con amabilidad y trato próximo. Te recogen los abrigos y ya sentados, comienza el baile. Obviamente, estamos ante un menú largo y estrecho: 10 platos (nueve salados y uno dulce). Nos sirvieron agua y elegimos de vino un Remelluri reserva del 2015. Muy rico.

 Comenzamos (1) por una tartaleta de hongos shiirtake con chalotas confitadas y un polvo de almendra por encima acompañada de un consomé. Un buen inicio con ese sabor denso de los hongos y la textura crujiente y fina (finísima) de la tartaleta. Tras ese regocijo inicial del paladar llegaron (2) unas zanahorias enanas (de su propia huerta, nos dijeron) fermentadas en escabeche de zanahoria y vainilla. Se fermentan con agua, sal y pimienta en botes de cristal. El resultado es interesante: nuevamente disfrutas de ese contraste entre lo terso, crujiente y fresco de la zanahoria cruda con ese toque ácido del escabeche. Le siguieron (3) pequeños filetes de albacora curada y ahumada con un caldo hecho con las espinas del pescado más encurtidos. La albacora es un bonito pequeño que crudo y fileteado de esta manera tiene una textura finísima. Y el caldo que le acompañaba era muy sabroso. Después, llegaron (4) unas cebolletas ahumadas sobre salsa sabayón y con una capa superior de queso parmesano. Como no conocíamos ese tipo de salsa le preguntamos a María y ella nos explicó que sabayón es una especie de mayonesa con nombre francés (aunque yo he leído que se trata de una salsa de origen italiano, pero eso es lo de menos) que ellos la hacen con huevos de gallinas viejas (que son más grandes y con más grasa). Estaba rico. Aunque las cebolletas mantenían su sabor como protagonista, la salsa lograba hacerse notar con una presencia de la yema muy nítido. Lo de los huevos de gallinas viejas se hacía muy real.

 El quinto plato (5) nos llevó a un sabor más clásico: alubias verdinas de Coristanco cocinadas con hongos trompetas de muerto. Las alubias sabrosas y al dente; las setas ricas y transmitiendo al caldo ese sabor fuerte y cargado de naturaleza. Después vino (6) la vieira de Varallobre, fileteada y en caldo hecho con los corales. La vieira estaba exquisita, suavísima y el caldito muy rico. El único plato de carne (7) fue un canelón de gallo de corral con dos salsas: una ocre hecha de la propia carne del pollo y otra, blanca, de bechamel. Sabores clásicos pero muy sabrosos e intensos. El gallo muy bien cocinado, se te deshacía en la boca impregnándola de ese sabor fuerte que poseen las aves de corral. Le siguió (8) un salmonete a la brasa con salsa hecha a partir de las vísceras del propio salmonete. Lo cubría una ramita de hinojo de su huerta. La presentación del plato era preciosa: habían troceado en pequeñas tiras el pescado que formaban una especie de flor circular. Estaba rico. El último plato salado (9) fue de abadejo sobre un pil pil de pieles de bacalao. Un estupendo final de fiesta, con el pescado exquisito (con esa cocción lenta que mantiene todo su sabor) y el pil pil muy bueno.

 El plato dulce (10) tenía una base de galleta de maíz y sobre ella un sorbete de boniato cubierto con una espuma de arroz con leche. Buen final.  Y como no somos de café vespertino, nos despidieron con un capricho final: una trufita de chocolate, un trozo de tarta de almendra y un cubito de granada.

Como siempre que uno visita este tipo de restaurantes, sale con esa sensación agridulce de que ha vivido una experiencia interesante pero transitoria. La disfrutas mientras estás en ella, pero enseguida acaba y comienza la vida real. Te da pena perder esos sabores originales que has ido reconociendo y clasificando. Y, por otra parte, eres consciente de que, probablemente, no volverás a ese lugar.

 Y ya de regreso, paseo por Ézaro compartiendo la experiencia. Desde luego cada quien la vive a su manera porque esta cosa de los sabores es muy personal. El menú del Landua (al menos este menú de otoño) está bastante basado en las “crudités” de verdura y pescado. Y eso, para algunos paladares, no es lo más apetecible. Me llamó la atención que, en nuestro caso, comimos bastante pan (María tuvo que reponérnoslo varias veces) y eso suele ser un síntoma claro de varias cosas: que el pan estaba muy rico (pan da Moa, nos dijo); de que las salsas invitaban a sopar; de que los espacios entre plato y plato son dilatados; de que el contenido de cada plato, la comida real, es escasa. Todos esos síntomas se dieron en el Landua,  aunque hay que reconocer, que al final, lo del minimalismo se neutraliza bastante con el número de platos.

En cualquier caso, todos reconocimos que la experiencia valió la pena.  En su valoración final, nuestras mujeres fueron más duras que nosotros. Ellas lo dejaron en un seis y nosotros llegamos al notable.

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