martes, junio 05, 2012

Una cena a tres.



Cena de hombres. Con permiso de las propias, por supuesto (aunque en el caso de Jesús, esta condición no cuenta). Y así nos podemos permitir el lujo de soltar alguna burrada medio verde, aunque sin trascendencia en nuestro caso (nuestros registros cromáticos suelen estar más cerca del amarillo limón en plan bandera de ONG y de gente seria y reflexiva, que del verde).

Primero, claro, nos ponemos al día. Curioso que hasta nosotros hemos convertido en tema central de conversación, la situación de nuestros hijos. ¡Quién nos lo iba a decir hace unos años! Pero la verdad es que como el Alzheimer sigue su proceso, resulta muy conveniente ponerse al día. Yo, por ejemplo, le pregunté a Juan Manuel si su hijo estaba estos días haciendo la selectividad. Me dijo que, en realidad, lo que hacía era un máster tras haber concluido Económicas. Bien, dije, ya veo que tengo mi reloj en horario de invierno… del 2007.

Bueno, el caso es que fue una cena interesante. No por el menú, desde luego (huevos rotos con huellas de jamón y cazón en adobo) pero sí por los temas sucesivos que fueron entrando en la discusión. Los más interesantes, sin duda, los que se referían a nosotros mismos. Aunque nuestras tareas profesionales nos hayan llevado a los tres a zonas periféricas de la Psicología, ninguno ha dejado jamás de serlo en lo más íntimo de su identidad. Por eso no solo no rehuimos sino que nos regodeamos en cuestiones sobre el ser, el estar, el sentirse. Dada nuestra edad y condición (sobre todo la de ellos que se sienten prejubilados felices) tampoco faltan referencias al transcurrir del tiempo, al antes y el ahora, al futuro y a las sensaciones que todo eso produce. Alguien planteó (quizás yo mismo, pues ellos lo negaron enseguida) si no nos sentíamos agobiados por el hecho de ir cerrando cosas a medida que pasaban los años. Cosas de la edad, supongo que añadí. En absoluto, coincidieron. Y ese amago en falso por entrar en una sensación compartida, me candidató para recibir de inmediato sus reconvenciones: está claro que tú haces lo contrario (ir abriendo muchos frentes) para no tener que aceptar que deberías ir cerrándolos; es una huida hacia adelante; acabarás mal.

Desde luego, no me convencieron. No me dejé. ¡Qué difícil es explicar ese sentimiento proactivo de sentirte comprometido con todo lo que esté en tu mano hacer! Y si crees que puedes aportar cosas a los demás, te resulta imposible quedarte quieto. Cierto es que esa sensación tiene un claro tufillo narcisista. No es solo pensar que hay muchas cosas que hacer y que algunas de esas cosas, las puedes/debes hacer tú. La cosa es que la argumentación sigue por vericuetos inconfesables que evidentes: lo tienes que hacer tú porque no hay nadie que las haga o, en todo caso, no hay nadie que las haga tan bien como tú. Esa es la parte débil de las personas excesivamente motivadas y activas. Como mis amigos son listos (psicólogos, todos) estas cosas se las saben y te las sueltan así a bocajarro, sin miramientos. Y uno debe reconocer que algo de verdad hay en todo ello. Pero el saberlo tampoco ayuda mucho porque luego, en la realidad, la gente te insiste, quiere que seas tú quien acuda, te seducen con adulaciones sugerentes, no desean alternativas. Vamos, te tienden la red y tú te dejas caer en ella con facilidad. No puedes dejar de atender su solicitud porque el hacerlo acabaría causándoles importantes daños, piensas. No tienes escapatoria. Pero mis amigos no tragaban. Y repetían sus mantras favoritos: nadie es imprescindible; si no estás tú, otros harán ese trabajo, y si nadie lo hace es que no es importante. Ni manera de convencerles.

Y no hablamos solo del trabajo sino de la edad. Al final, todo está muy relacionado. Hay dos adverbios que me traen loco, les decía yo: “nunca” y “siempre”. Lo del nunca es peor, porque significa cerrar cosas: ya nunca podrás hacer esto, o comer aquello, o vivir de esta manera; ya nunca volverás a ver a esta persona. Terrible nunca que te obliga a abandonar cosas que te han hecho feliz y que te prestaban. Lo del “siempre” es quizás menos agobiante pero igualmente desazonador: tendrás que tomarte esta pastilla para siempre; tendrás que aguantarte ese dolor para siempre, tendrás que seguir estos rituales para siempre, dejas el trabajo para siempre… Antes las cosas eran pasajeras, las tenías que soportar durante un tiempo pero luego retornabas a tu forma normal de ser, volvías a hacer lo que hacías. Lo jodido del siempre es que es para siempre. Una pesadilla.

Y así fue desarrollándose la cena. Mitad catarsis, mitad terapia, mitad bocado de huevos rotos con jamón. La verdad es que los vi satisfechos en su nuevo rol de jubilatas anticipados. Dicen que es una situación magnífica en la que la ausencia de obligaciones perentorias te permite dedicarte más a ti mismo, descubrir otras cosas a las que antes no les podías prestar atención (¿Tú que harías si no tuvieras que hacer lo que ahora haces?), hablar con los amigos (en el caso de Jesús, con las amigas, lo que según él tiene un encanto superior). Puedes leer, pasear, escribir cosas no académicas, disfrutar de los nietos… Me dio la impresión que dibujaban un mundo demasiado idílico como para ser verdad. Seguro que no es tan así. Y que también se comen el coco con sus propios adverbios y fantasmas.

El caso es que pasamos un buen rato y que, aunque por fuera pudiera parecer un diálogo de besugos en el que cada cual va a su rollo y hace poco caso de las aportaciones de los otros, aquello fue como el pasar un rodillo una y otra vez por ideas repetidas (los mantra que decía) que, al final, quedaron ahí como moscas cojoneras que te picotean cada poco para que no te olvides y pienses en ello.

Y en ello estoy.  En plena ebullición de propósitos. De hecho, creo que ha llegado el momento de organizarme de otra manera, de desenmascarar algunos narcisismos que se han hecho fuertes y de retornar a una vida más doméstica y tranquila. Los huevos rotos con jamón hicieron su efecto.



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