martes, diciembre 31, 2024

DESPIDIENDO AL 2024

 Pues ya está, se acabó.  Este año, más maldito que glorioso, se acaba al fin. Y ya estamos cruzando de nuevo ese puente estrecho que separa un año del siguiente. Es una travesía que en algún tiempo la hacíamos felices y llenos de expectativas sobre qué nos traería de nuevo y bueno el nuevo año. De un tiempo a esta parte, es un tránsito que realizamos temerosos y llenos de incertidumbres: ¿qué nos traerá de nuevo y, probablemente, malo el nuevo año? Esa sensación de que a mejor no vamos a ir, es un poco patética, lo sé, pero resulta difícil librarse de ella.

Y aquí estamos, resignados, metidos en la fila de quienes siguen adelante porque ésas son las instrucciones y porque no hay alternativa, porque el tiempo es insobornable, porque hay que hacerlo. Ya se entenderá después de este llanto verbal que no es que esté rebosante de ilusión por celebrar la nochevieja. Si hay que hacerlo se hace, pero si pudiera escaquearme, lo haría gustoso.

La verdad es que me quejo (con razón, desde luego), pero el 2024 ha sido un año largo y en él ha habido de todo, desde grandes desgracias hasta alegrías notables.  Un año es mucho tiempo y caben muchas cosas en él. Y más aún si lo vives, como me ha pasado a mí (a nosotros), en plan montaña rusa, con picos y valles que lo mismo te llevan a la euforia que a la depresión.

En el ámbito profesional no me puedo quejar, la verdad. Pese a que llevo ya algo más de 5 años jubilado, no he sido capaz de romper del todo (en realidad, ni siquiera lo he intentado) con los compromisos profesionales. Al contrario, hasta se diría que han ido ampliando y diversificando. Y el 2024 ha sido un año excelente en este ámbito: he colaborado intensamente con universidades y colegas mexicanos; me invitaron a inaugurar la sección de Educación de la feria del libro de Buenos Aires; me invitaron a formar parte de la Academia Nacional de Educación de Argentina, he participado en dos congresos internacionales como co-presidente (Ensenada y Lisboa); he organizados dos seminarios de expertos en temas de docencia universitaria; he coordinado un ciclo de cine educativo en Santiago y he participado en varios libros. En fin, pas mal.

Aunque todo eso es trabajo, el 2024, también ha tenido cosas importantes en ese mundo más complicado de la identidad y el orgullo profesional. La parte dolorosa ha venido unida las cosas que dejas y que, por tanto, ya no eres. Dejé de ser emérito de la Univ. de Santiago porque ya cumplí mis cinco años de emeritazgo y vinculación post-jubilación a la institución. Sigo siéndolo como título honorífico, lo que está bien, pero ahora ya estás fuera, viendo los toros desde la barrera. También dejé la presidencia de REDU, porque preferí dimitir cuando empecé a sentir que esa condición de presidente comenzaba a pesarme en exceso y se hacía poco compatible con la exigencia de tranquilidad que exigía mi salud. Ese amargor de la despedida lo compensaron con creces los muchos amigos que uno ha ido haciendo a lo largo de tantos años de trabajo. Y fue así que se me honró con el prestigioso premio internacional de  Spirit of ICED que se concede a personas que demostraron un destacado liderazgo en el desarrollo educativo. La pena fue que el nombramiento se hizo en la International  Cenference 2024 que ICED (International Consortium for Educational Development) celebró en Nairobi (Kenya) en el mes de Junio.

No puedo quejarme, por tanto, de cómo me ha ido el 2024 en lo que se refiere al apartado profesional. Las quejas se refieren a la otra cara de nuestras vidas, la salud y la vida. Son condiciones que, por otra parte, cada vez que cruzamos de año, van tomando mayor relevancia y acaban contaminándolo todo. Y en eso, en salud y en vida, el balance es bien negativo. El año nació ya nublado con la enfermedad de Vicente y la insoportable diálisis que le amargaba tres mañanas a la semana; y se tiñó de gris oscuro con su fallecimiento el 22 de Julio. Vicente, sacerdote y cuñado, había sido nuestro compañero inseparable desde siempre y su pérdida nos dejó muy tocados. Después llegaron otras enfermedades nuestras que fueron como el descabello que se le aplica a un toro malherido. Y como sabemos bien que con la salud no caben especulaciones ni expectativas, ahí estamos recibiendo el nuevo año con un cierto acojono y echando mano de los escasos resquicios de resiliencia que nos van quedando.

Pero, aunque las cosas se han ido complicando al final, tampoco es todo haya sido tan negativo este año. Pasamos una Semana Santa fantástica en el Balneario de Zestona; hicimos un viaje de amigos de carrera a Cuenca en el mes de Mayo que sirvió para reencontrarnos una vez más y renovar nuestros afectos; acabamos de hacer en Noviembre un viaje a Jordania en el que nos hemos enamorado de PETRA y del que hemos vuelto encantados. Y hemos cerrado el año con unas navidades con hijos y nietos que han sido el broche de oro de este año.

Y hablando de oro, si algo tengo que agradecerle al 2024 es, desde luego, que ha sido el año de nuestras BODAS DE ORO matrimoniales. Llegar a esa meta, haberlo podido celebrar con Vicente aún vivo, haberlas disfrutado por tres veces (en Galicia, en Navarra y con nuestros amigos en Cuenca), es lo mejor de este año.

Y ese ha sido mi-nuestro 2024. La verdad, viendo lo que ha pasado en Ucrania, en Gaza, en los cayucos, en Valencia, resulta vergonzoso quejarse de nuestros pequeños males. Pero todo se junta y sentir el mundo no te evita cómo te sientes en tu pequeño mundo personal. Y es ahí donde hemos vivido 12 meses de trajín y montaña rusa, como decía al principio. De emociones que saltaban de las risas al llanto, de la euforia a la desazón. No estaría mal que el 2025 viniera menos intenso y un poco menos cabrón.

 


martes, diciembre 10, 2024

La experiencia LANDUA

 

En la agenda de nuestros caprichos gastronómicos habíamos incluido desde hace tiempo el Landua, pero otras prioridades lo habían ido marginando reiteradamente. Finalmente, tras varios intentos nulos porque ese día cerraba o porque ya estaba completo, ayer llegó la ocasión y allá fuimos en compañía de Felipe y Elisa.

Al margen de la comida, lo que decían del Landua era que estaba enclavado en un paraje especial, a la espalda del monte Pindo, rodeado de ríos y cascadas, en plena naturaleza gallega. El propio nombre Landua hace mención a esa condición silvestre (landua viene de landra que es la bellota del castaño) y se presenta así en su web: habitar los márgenes, donde nace la pulsión de la vida; transitar por allí donde los territorios se funden y se ponen a prueba los límites convenidos”. De tanta hermosura ecológica era fácil extraer una advertencia: que sería difícil de llegar. Y lo fue, incluso en nuestro caso que llevábamos de chofer a Felipe acostumbrado a transitar por esos lugares de camino a Muxía y Corcubión. Pero, aun así, nos perdimos o nos perdió el GPS incapaz de encontrar las “fervenzas” que íbamos buscando. Claro que en Galicia, hasta perderse tiene su recompensa y las idas y venidas te van llevando por aldeas y paisajes preciosos que, de otra forma, nunca habrías localizado. Y, al final, llegamos.

 El  Landua está ubicado en una casa rural perdida en el monte. Era la casa familiar de María, que es quien atiende en el restaurante. Una casa de piedra normal a la que ella y Alberto, el cocinero, han añadido un pequeño espacio moderno donde está el restaurante: la cocina en el bajo, el comedor en el primer piso. Todo muy minimalista, con un comedor para solo 14 personas (dos mesas de cuatro y otras 3 para dos personas). Ayer, éramos solo 5 comiendo, seguramente porque era un lunes posterior a un puente. Así y todo, me maravilló el trajín que se traía María, subiendo y bajando constantemente de la cocina al comedor. No sé cómo hará cuando esté  todo lleno, que debe ser lo habitual.

Te reciben bien, con amabilidad y trato próximo. Te recogen los abrigos y ya sentados, comienza el baile. Obviamente, estamos ante un menú largo y estrecho: 10 platos (nueve salados y uno dulce). Nos sirvieron agua y elegimos de vino un Remelluri reserva del 2015. Muy rico.

 Comenzamos (1) por una tartaleta de hongos shiirtake con chalotas confitadas y un polvo de almendra por encima acompañada de un consomé. Un buen inicio con ese sabor denso de los hongos y la textura crujiente y fina (finísima) de la tartaleta. Tras ese regocijo inicial del paladar llegaron (2) unas zanahorias enanas (de su propia huerta, nos dijeron) fermentadas en escabeche de zanahoria y vainilla. Se fermentan con agua, sal y pimienta en botes de cristal. El resultado es interesante: nuevamente disfrutas de ese contraste entre lo terso, crujiente y fresco de la zanahoria cruda con ese toque ácido del escabeche. Le siguieron (3) pequeños filetes de albacora curada y ahumada con un caldo hecho con las espinas del pescado más encurtidos. La albacora es un bonito pequeño que crudo y fileteado de esta manera tiene una textura finísima. Y el caldo que le acompañaba era muy sabroso. Después, llegaron (4) unas cebolletas ahumadas sobre salsa sabayón y con una capa superior de queso parmesano. Como no conocíamos ese tipo de salsa le preguntamos a María y ella nos explicó que sabayón es una especie de mayonesa con nombre francés (aunque yo he leído que se trata de una salsa de origen italiano, pero eso es lo de menos) que ellos la hacen con huevos de gallinas viejas (que son más grandes y con más grasa). Estaba rico. Aunque las cebolletas mantenían su sabor como protagonista, la salsa lograba hacerse notar con una presencia de la yema muy nítido. Lo de los huevos de gallinas viejas se hacía muy real.

 El quinto plato (5) nos llevó a un sabor más clásico: alubias verdinas de Coristanco cocinadas con hongos trompetas de muerto. Las alubias sabrosas y al dente; las setas ricas y transmitiendo al caldo ese sabor fuerte y cargado de naturaleza. Después vino (6) la vieira de Varallobre, fileteada y en caldo hecho con los corales. La vieira estaba exquisita, suavísima y el caldito muy rico. El único plato de carne (7) fue un canelón de gallo de corral con dos salsas: una ocre hecha de la propia carne del pollo y otra, blanca, de bechamel. Sabores clásicos pero muy sabrosos e intensos. El gallo muy bien cocinado, se te deshacía en la boca impregnándola de ese sabor fuerte que poseen las aves de corral. Le siguió (8) un salmonete a la brasa con salsa hecha a partir de las vísceras del propio salmonete. Lo cubría una ramita de hinojo de su huerta. La presentación del plato era preciosa: habían troceado en pequeñas tiras el pescado que formaban una especie de flor circular. Estaba rico. El último plato salado (9) fue de abadejo sobre un pil pil de pieles de bacalao. Un estupendo final de fiesta, con el pescado exquisito (con esa cocción lenta que mantiene todo su sabor) y el pil pil muy bueno.

 El plato dulce (10) tenía una base de galleta de maíz y sobre ella un sorbete de boniato cubierto con una espuma de arroz con leche. Buen final.  Y como no somos de café vespertino, nos despidieron con un capricho final: una trufita de chocolate, un trozo de tarta de almendra y un cubito de granada.

Como siempre que uno visita este tipo de restaurantes, sale con esa sensación agridulce de que ha vivido una experiencia interesante pero transitoria. La disfrutas mientras estás en ella, pero enseguida acaba y comienza la vida real. Te da pena perder esos sabores originales que has ido reconociendo y clasificando. Y, por otra parte, eres consciente de que, probablemente, no volverás a ese lugar.

 Y ya de regreso, paseo por Ézaro compartiendo la experiencia. Desde luego cada quien la vive a su manera porque esta cosa de los sabores es muy personal. El menú del Landua (al menos este menú de otoño) está bastante basado en las “crudités” de verdura y pescado. Y eso, para algunos paladares, no es lo más apetecible. Me llamó la atención que, en nuestro caso, comimos bastante pan (María tuvo que reponérnoslo varias veces) y eso suele ser un síntoma claro de varias cosas: que el pan estaba muy rico (pan da Moa, nos dijo); de que las salsas invitaban a sopar; de que los espacios entre plato y plato son dilatados; de que el contenido de cada plato, la comida real, es escasa. Todos esos síntomas se dieron en el Landua,  aunque hay que reconocer, que al final, lo del minimalismo se neutraliza bastante con el número de platos.

En cualquier caso, todos reconocimos que la experiencia valió la pena.  En su valoración final, nuestras mujeres fueron más duras que nosotros. Ellas lo dejaron en un seis y nosotros llegamos al notable.