
Pero está claro que uno no se puede reír de los malos
tragos ajenos. El sábado, mientras mi madre charlaba-rezaba con la monja que la
visita cada semana, cogí mi computador y me fui a la cafetería de al lado a
tomarme un café mientras leía el periódico y acababa un texto. En ello estaba cuando se sentó en la mesa de
al lado una señora de edad indefinida pero no excesivamente mayor. No le presté
mucha atención, la verdad. Ni siquiera cuando sentí que hablaba en alto. Sólo
que al final oí algo así como “abuelo”, “¡eh, abuelo, hace un frío terrible
fuera!”. Como no había nadie a su lado ni al mío, no tuve más remedio que mirar
para ella. Pensé que no se dirigía a mí, pero es que no había nadie más alrededor.
¡Coño, dije para mí, esta tía me está llamado abuelo, pero yo no tengo pinta de abuelo. Está loca! Y, efectivamente,
el abuelo era yo. Nunca me había pasado una cosa así. “¡Oiga señora, pensé en
increparle, por qué me dice abuelo! Yo no le he faltado en nada”. Pero qué
leche, cómo iba a decirle nada. Es verdad que soy abuelo, pero que te lo digan
así, a bocajarro, te deja hecho trizas. Al rato, la señora se levantó y se fue
sin pedir nada. Debió ser que entró en el bar solo para calentarse un poco.
Tenía que ser, pensé para mí. Una pobre vagabunda que probablemente tampoco
esté muy bien de la cabeza. Si no, de qué me va a llamar abuelo… Me pareció una justificación bastante
interesada por mi parte, pero sirvió para salir del paso. Eso sí, no me la he
quitado de la cabeza. ¡Puñetera mujer!
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