domingo, octubre 18, 2009

Soy un 3.

Se ve que no es fácil meterle el diente a esta cosa de la identidad. Mucha gente lee su horóscopo cada mañana antes de hacer el plan de cada día. El otro día en la plaza de la Seo de Sao Paulo, mientras me limpiaba los zapatos que iban hechos un desastre después de la lluvia que había caído, me comentaba el limpia que lo que más leía la gente mientras él hacía su tarea era leer el horóscopo. De hecho, allí vino, otro de los limpias que en ese momento estaba sin clientes a pedirle las hojas del periódico con los horóscopos. Y lo hacía con la misma seriedad con la que un ejecutivo pediría los movimientos de la bolsa. Quería saber cómo le iba a ir el día.

Bueno, pues el otro día me iniciaron en otro mecanismo esotérico para alcanzar el mismo objetivo de conocerse a sí mismo. Estaba yo atendiendo a un grupo de 27 profesoras brasileñas de infantil y primaria que habían venido desde Porto, donde realizaban un stage profesional, para hacer una visita a nuestra universidad, visitar un colegio y, de paso, mantener una reunión de trabajo conmigo. Eso hicimos por la mañana y, cuando llegó la hora, las acompañé a comer. Eran simpáticas y dicharacheras, así que la comida resultó entretenida. Y al llegar al postre una de ellas me dijo si “me habían leído los números”. ¿Los números?, le pregunté, ¿qué es leer los números? Y me habló de la numerología. Sonreí, cortés y escéptico, recordando que ella era de Salvador de Bahía y que allí esas cosas, y muchas otras, forman parte de su sabiduría.

Fue difícil zafarse y, a los pocos minutos me vi haciendo mi carta numérica. Se puede hacer por el nombre o por la fecha de nacimiento (y, como es lógico, los resultados son distintos). Ella siguió la vía del nombre. Lo escribes completo con los dos apellidos. Te pasan una tarjetita en la que para cada letra del abecedario corresponde un número y les vas atribuyendo un número a tus letras. Luego sigues un proceso de reducción sucesiva: sumas los números correspondientes a cada parte del nombre y de los apellidos. Y luego vuelves a sumar esta última cifra. Así que llegas a tener un número por palabra de tu nombre. Luego sumas todos los números de las diversas palabras de tu nombre y apellidos. Como suele dar más de 10, vuelves a sumar las dos cifras. Total, que al final de todo ese proceso, mi número era el 3.
Llegados a ese punto. Ella se acercó a mi lugar en la mesa para explicarme el significado. Antes, claro, me hizo una pequeña introducción sobre esta cosa de la numerología y se remontó a Pitágoras, a la armonía de los números y otras ideas a las que ella profesaba una profunda fe. Parece que esto de la numerología es una de las ciencias ocultas y que se cultiva desde hace muchos años porque los números tienen en sí poderes de representación de lo que somos en el universo. Que somos nuestros números, vamos. Cada número tiene un sentido y un valor que va mucho más allá de la cosa cuantitativa. Nada es casual en lo que somos y detrás de cada circunstancia personal (tu nombre, tu fecha nacimiento, tus medidas) hay unos números que nos representan. La conclusión que ella sacaba es que podíamos saber cómo somos a través de nuestra carta numérica porque los números “determinan”, o casi, tu forma de ser. Yo la miraba atento mientras trataba de mantener en stand by mis herramientas de pensar.
La cosa es que, a lo que parece, el 3 no es mal número. Y me sale 3 por el nombre, 33 por la fecha de nacimiento desglosada y, de nuevo 3, si se analiza mi número para este año. Una cosa rara pero que muestra a las claras que lo mío es la perseverancia. Luego me explicó el significado del 3: bueno en sociabilidad, optimista, capacidad de disfrute de la vida, imaginación y buenas ideas, divertido. Bueno, ella era muy positiva y, supongo que llegados al postre, tampoco era para hacerte un estropicio de la autoestima. Pero vamos, así echando por lo alto, su índice de aciertos no debía superar mucho el 30%.
Según me explicó, soy bastante compatible con los 6 (son buenos en relaciones) para actividades de diversión y con los 8 (estos son los pragmáticos) para cosas de trabajo. A partir de ahora, en lugar de comenzar las conversaciones con el clásico de “estudias o trabajas”, voy a comenzar por el juego de los números. Para no perder tiempo.

lunes, octubre 12, 2009

Budapest

Hora de recuento. Tres días en un lugar no es que sea mucho, ni siquiera suficiente, pero da para mucha historia. Buena y mala. Supongo que cualquier viaje es como una historia o una vida en minúscula. Si fuera verdad que lo que mal empieza mal acaba, este viaje hubiera sido un auténtico desastre. Como tal comenzó. Y eso hace que, inconscientemente, rebajes mucho las expectativas, que te sientas inseguro, que en vez de comenzar en pleno éxtasis tengas que hacer todo un recorrido de autocontrol para superar la depresión. Bueno, pero no dramaticemos.
Es cierto que la cosa comenzó mal. El avión salió de Madrid con más de media hora de retraso más otra media dentro del avión sin movernos. Tras las tres horas de vuelo, llegamos a Budapest e, incomprensiblemente, pasaban los minutos y no se abría la puerta para desembarcar. Pasaron 15 minutos, todos allí de pie en esa espera nerviosa por ver si comienza a moverse la fila. Pero no se movía nadie. Y nadie decía nada. A la media hora comenzamos a pensar que algo grave pasaba. Entonces nos mandaron sentarnos de nuevo “hasta nueva información”. Y seguían sin decir nada. Las azafatas entraban al baño a refrescarse, se sentaban, se levantaban. Aquello parecía ir para largo. Los que íbamos en las primeras filas comenzamos a protestar. Habían pasado 45 minutos. Con gestos ostensibles de querer una explicación logramos atraer a una azafata que en un inglés laborioso dijo algo de que el problema era de la terminal. Que estábamos en una terminal que no formaba parte del “espacio Schengen” y que no nos dejaban desembarcar allí. Que estaban intentando resolverlo. O sea, entendimos, que alguien nos había llevado a una terminal equivocada y que no autorizaban el desembarco. Primero, el error resulta incomprensible hoy en día: ¿quién carajo había llevado al avión a ese finger, el piloto, la torre de control? Parece un error absurdo en una línea que hace ese viaje Madrid-Budapest todos los días. En segundo lugar no se puede tener, sin más, a 200 personas encerradas en una nave durante una hora sin saber qué pasa. Además, si ése era el problema, la solución no parecía difícil: sacarnos a un autobús y llevarnos a la terminal correcta. Y eso fue lo que hicieron. Pero había pasado más de una hora. Y mientras tanto, saltándose todas las normas que uno escucha cada vez que monta en un avión, ya habían cargado de combustible la nave (con nosotros dentro), habían descargado las maletas e introducido las del siguiente viaje. Y total que luego nos dejaron en otra puerta de entrada y ni hubo que pasar la policía ni nada. No se entiende y comienzas cabreado.
Ah!, pero lo peor llegó después. Con tanta historia, llegamos al hotel ya de noche. Un hotel inmenso en Buda, junto a la plaza de Moscú. Nos dieron la habitación y, enseguida, decidimos que tendríamos que bajar a Pest para dar el primer paseo. Que tomáramos el autobús nº 5, nos dijeron y nos apeáramos tras el puente de Elizabeth. Eso hicimos y nos apeamos en la plaza de Ferenczi. Nada más bajar del autobús y con cara de despistados, supongo, se nos acercó un tipo con un plano para preguntar una dirección. Le dijimos que ni idea que acabábamos de llegar y él nos dice que es griego. Y lo repite. Y en estas se acerca otro tipo diciendo que es policía, enseña una placa y nos pide los pasaportes. Bueno, el griego le enseña su pasaporte. Yo saco mi carnet y se lo enseño. Elvira duda más, tiene que revolver en su inmenso bolso hasta encontrarlo, pero da con él y se lo enseña. Todo era muy extraño, pero después de lo del avión, estaba con esa sensación extraña de sentirte en un país excomunista en el que no sabes muy bien cómo funcionan las cosas. Creí que ahí había acabado todo, pero no. Entonces el supuesto policía empezó a gesticular y gritar diciendo que le enseñáramos el dinero, que si euros, que si drogas, que si cambio, no sé. En húngaro, supongo. Pensé que quería garantías de que podíamos movernos por allí sin robar, ni trapichear con drogas y me asusté porque lo había dejado todo en el hotel. Y todo esto en la parada de los autobuses, pero allí nadie nos hacía caso. Empecé a acojonarme. A todas estas el griego sacó un fajo de billetes de 50 euros y el policía hizo como si los mirara. Yo le dije que no tenía dinero. Elvira buscaba su cartera en el bolso. El tío seguía poniéndose nervioso y poniéndonos a nosotros. No se creyó que yo no llevara dinero (euros, euros, gritaba). Hasta me echó mano a los huevos para ver si llevaba una faltriquera. Le hubiera dado una hostia pero estaba demasiado acojonado. Elvira seguía buscando su cartera y él intentando meter su mano en su bolso, cosa que ella, ni de coña, le dejaba. Tranquilo, tranquilo, le decía. Pensé que en uno de sus arranques lo mandara a tomar por el saco y allí comenzara algo serio. Pero encontró la cartera y la abrió. Allí había solo 10 euros. El tipo no se lo podía creer, le miró los otros apartados de la cartera con cara de incrédulo. Unos pazguatos, mayores, que salen a la ciudad con 10 euros. Imposible, debió pensar. Y nuevos intentos de meterle la mano en el bolso y ella a apartarle. Pero la cosa se iba alargando mucho y el tipo debió pensar que por 10 euros no merecía la pena más lío. Dijo algo sobre no cambiar en la calle, zona peligrosa. Y se fue. El muy cabrón.
También nosotros nos fuimos, nerviosos perdidos. Aún lo vimos un par de veces. No se ocultaba para nada. De aquellas yo aún pensaba que era policía. Y me sentía humillado. Elvira tenía claro que había sido un intento de atraco y según iban pasando los minutos y yo me reponía del susto tuve que aceptar que eso era lo que había sido. El griego que hacía de cebo con unos pardillos que se bajaban del autobús con cara despistada, que sacaba la documentación para dar visos de normalidad al momento, que enseñaba una gran cantidad de dinero para infundirnos confianza y que nosotros hiciéramos otro tanto… Un plan perfecto. Todo cuadraba. Pero yo seguía sin poder creer que alguien se hiciera pasar por policía, ni que actuaran así, delante de todo el mundo y gritando. Para aturullarnos, opinaba Elvira. ¡Cabrón de falso policía!. Y menos mal que ella pese al atolondramiento del momento le enseñó la cartera que iba vacía. El dinero lo llevaba repartido entre su agenda y otros huecos del bolso. Si lo llego a llevar yo nos quedamos sin blanca.
Una experiencia terrible. Y cuanto más la piensas más te asustas. Podría ser policía de veras y si no le das dinero meterte droga o cualquier cosa en el bolso y hundirte la vida. O ser un simple ladrón zumbao que se ve sin su presa y también te hace algo. Una locura. Menos mal que salimos bien parados. Pero a mí esas cosas me afectan mucho. Te humillan. Y no solo porque el tipo te toque los huevos, sino porque sientes que te han elegido como posible víctima porque te ven débil.
Pues así comenzó todo. Como para volverse a casa, sin más.



El otro Budapest
Afortunadamente hay otro Budapest. Echamos a andar sin dirección y mirando a los lados con suspicacia (ya digo que volvimos a ver dos veces más al falso policía, el tipo no parecía sentir necesidad de ocultarse y eso asusta). Tampoco la iluminación ayuda mucho. Las calles están muy poco iluminadas. Al rato tropezamos con unos españoles a los que les preguntamos por alguna calle animada y nos mandaron a la calle Vaci. Allí fuimos y, efectivamente, aquello estaba mejor. Tiendas conocidas, restaurantes. Bien. Nos buscamos un lugar donde cenar y nos llamó la atención el que las terrazas tenían todas potentes calefactores para calentar el ambiente. Y no solo eso, en las sillas había una manta como las de los aviones para que la gente se la echara al hombro si tenía frío. Aquí debe hacer un frío del carajo, pensé para mí. Pero aquella noche no parecían necesarias. Total que cenamos bien y tras un paseíto por la orilla del Danubio regresamos al hotel.
Por lo demás, Budapest es espectacular. Impresiona de día y deslumbra de noche. Pero tiene algo que la hace fría. Lo que impresiona de Budapest es lo material, el castillo, los palacios, el parlamento, el río. Pero esa vida que da la gente, se siente menos. Seguro que la tiene, aunque debe ser difícil introducirse en ella. Nosotros no lo logramos mucho, la verdad. Quizás fuera esa desconfianza que te inocula una experiencia tan nefasta como la del primer día.
Nos encantó el mercado de la ciudad tan lleno de colorido y sabores: la páprika, los salami, las frutas y verduras, los bordados. Alucinamos con el parlamento que se parece tanto al de Londres que se diría que estuviéramos paseando por Wensmister. Por cierto que no pudimos verlo por dentro pues cuando fuimos allí estaban haciendo un mitin político en la plaza de entrada (me dio la impresión de que hablaban sobre Europa y no para bien, como quejándose de recibir peor trato que Austria, pero no sé porque, aunque el orador tenía una voz preciosa, no le entendí ni papa). Comida con los Cortizo en el Cyrano (por una de esas casualidades felices ellos estaban en Viena y fueron de excursión hasta Budapest el sábado donde nos encontramos para comer). Excelente y cara. Y por la tarde un paseo por la Ópera (imposible conseguir entradas para el estreno al día siguiente del Castillo de Barba Azul, de Béla Bartók, supongo que llegarían de todo Centroeuropa para asistir a la premier), la Iglesia de San Esteban (donde también había un concierto) y, al final, una cena apacible a orillas del Danubio y con la hermosa vista de Buda iluminada delante de nosotros. Estupendo. Y eso que comenzó a llover con ganas. La mantita vino bien esta vez.
El domingo lo reservamos para Buda. El castillo está bien, pero al final lo ves como el museo en el que han convertido. Es más espectacular por fuera (y visto desde Pest) que por dentro. La Iglesias de Matías, lo mejor, sin duda, de todo Budapest. Espectacular por dentro y por fuera. El bastión de los pescadores, una tontería. El funicular para bajar al río, el paradigma de una cosa funcional (sirve para subir y bajar) pero tan mal pensada que no ves nada desde las cabinas.
Para la despedida nos habíamos reservado dos platos fuertes. Una sesión de baños al pie de la colina Gellért, en el hotel que lleva ese mismo nombre. Debe ser una costumbre que heredaron los húngaros de su etapa bajo los turcos. Está bien, aunque calculo que no superarían los controles sanitarios y la sensibilidad de los más occidentales (eso sí, bueno parte de los que se estaban bañando eran turistas). Cientos de personas en las diversas piscinas, con aguas a diversas temperaturas desde los 38 grados hasta los 18-20 (un caldo de cultivo perfecto para los gérmenes, supongo). Pero te relajas mucho. Y eso que lo nuestro tuvo tanto de estresante como de relajado. Como no llevábamos traje de baño tuvimos que alquilarlo, lo que fue toda una epopeya. Y luego quisimos unas chanclas, lo que ya resultó imposible de todo punto. Lo mismo que obtener una toalla para secarnos al final. Así que aprovechamos un descuido del masajista para robarle un par de sábanas y con eso nos tuvimos que acomodar. Pero fueron dos horas interesantes. Nada que ver con los baños turcos que nos tomamos en Estambul (aquello fue magnífico) pero mejor que los spás de por aquí. Los locales eran espectaculares y el caos que allí reinaba entre saunas, masajes, 10 ó 12 piscinas, cámaras para guardar la ropa, duchas, servicios, etc. muy divertido.
Y tras los baños varias visitas muy interesantes: preciosa la iglesia rupestre que está junto a los baños. Es como una cueva con diversos cubículos, todo muy natural y acogedor. Impresionante San Esteban porque esa tarde sí logramos entrar aprovechando que estaban oficiando la misa. Unas cúpulas inmensas, unas vidrieras preciosas (también lo eran las del Mátyás templom que habíamos visto por la mañana). Y como aún teníamos un poco de tiempo antes del espectáculo de folklore húngaro, nos fuimos hasta el parque de la ciudad (Városliget) que se nos había pasado por alto. Las guías apenas hacen mención a esa zona y, sin embargo, resulta espectacular el conjunto del castillo, los baños, el zoo, los lagos, etc. No pudimos demorarnos pero nos gustó mucho.
Y para completar el día, el folklore. Visto que lo de la Ópera era imposible, nos contentamos con asistir en el Duna Palota a una representación de música y danzas húngaras por el Rajkó Folk Ensemble. Mucha música rápida (violines, clarinete y clavicordio) y bailes interesantes. Los bailes folklóricos siempre son atractivos por la vitalidad que expresan y porque te meten dentro de una cultura. Me parecieron demasiado semejantes todos ellos (siempre con el juego de las palmadas en las botas y las piernas) excepto el último y más espectacular que era una danza gitana que bordaron metiéndose al público en el bolsillo.

Bueno y ahí acabó nuestro viaje a Budapest. Interesante y agotador. Con empacho de gulasch y ganas de olvidar al falso policía cabrón del primer día. Pero así es la vida, con un poco de todo. Incluso de eso. Pena que fuera en Budapest.

sábado, octubre 03, 2009

Si la cosa funciona

A Woody Allen le pasa lo que a mí (perdón por la desmesura), que no puede hablar de otra cosa que de relaciones personales. Da lo mismo de qué vaya la historia, el tema es siempre el mismo o muy parecido.Sólo que él, de forma insuperable, lo hace con un guión y una cámara en la mano. Los demás lo tenemos que hacer con herramientas muchos menos expresivas y evolucionadas. Lo bueno de Allen es que lo borda.

La cosa no había comenzado bien. Como llegamos tarde a la taquilla, nos dieron una segunda fila. Cruel (pero buena señal: el cine estaba a tope). Menos mal que se trata de una de esas salas enormes con una zona amplia (supongo que para poder evacuar en caso de peligro) entre los espectadores y la pantalla. Aún así, marea ver las escenas tan cerca. Pero, al menos esta vez, no importó.
Si la cosa funciona es un Woody Allen resumido: original, inteligente, provocador, pesimista, divertido. Dicen que el guión estaba escrito desde los años 70. Puede que sea cierto, pero él ha sabido ir espigando recursos y situaciones de todas sus películas para compendiarlas en ésta. Se copia a sí mismo. Pero eso está bien porque sigue siendo una muestra cabal de lo que puede dar de sí el cine como conversación inteligente y como diálogo con los espectadores. Lo que más me gusta de él es la forma tan simple y directa de meterte en la historia. Da lo mismo si saca a los personajes de la pantalla o si te mete a ti en ella, el caso es que no te permite quedarte de mirón, te provoca, te reta, te escandaliza. Y, desde luego, lo consigue: al final eres uno más en la pandilla de personajes que van desfilando por escena.
Si la cosa funciona se estrenó ayer en España (me encanta esto de ir a ver películas que se acaban de estrenar; te da cierta ventaja, cierta pátina chic de chico de vanguardia que puede presumir de estar al día). La historia es sencilla, pero eso, al final, es lo de menos. Allen responde a aquel principio de que cualquier cosa simple puede contarse de forma absolutamente compleja. Y ni siquiera importa que todo sea bastante previsible, quizás porque uno ya cuenta con su particular tendencia a incorporar un notable nivel de caos en sus relatos. O porque, como narcisista nato que es, todas sus historias resultan, a la postre, bastante copernicanas y autobiográficas. En resumen: un tipo mayor, cascarrabias, borde, misántropo y pesimista (Larry David) nos cuenta su vida para convencernos de que la vida es solo la antesala de la muerte y que incluso las personas superdotadas como él (profesor de Física cuántica, especializado en la Teoría de las cuerdas y casi premio nobel) tienen pocas razones para alegrarse de estar vivos. Pero hete aquí que se cruza en su vida una joven simple e ingenua (Evan Rachel) que trivializa y tergiversa sus elevados pensamientos y poco a poco le va rompiendo todos sus esquemas (y él los de ella). Ella se había escapado de su casa y, un tiempo después, sus padres ( Patricia Clarkson y Ed Begley) que se habían separado, acaban localizándola y vienen a buscarla cada uno por su cuenta. En realidad a buscarse a sí mismos pues son ellos los que están realmente perdidos. Su contacto con el ambiente neoyorkino (N.Y. es la otra gran protagonista de este film, lo que le permite a Woody Allen recuperar sus viejos amores) acabará cambiando sus vidas. Y al final, nada será como era al principio (“realineamiento” de quereres, se le llama ahora).
Ésa es la moraleja del film: todo es muy relativo, todo depende de coyunturas y probabilidades imposibles (de si la cosa funciona…). La nada es el todo, y todo es, en definitiva, nada. “Si comes verduras y paseas puedes aumentar la longevidad, pero, al final, es menos importante ser bueno que tener suerte”. Y así puede zarandear todo cuanto se le ponga por delante: el amor, la salud, la muerte, el sexo, la religión, la fidelidad, la homosexualidad, la inteligencia, la bondad, la cordura, el lenguaje, todo. Lo hace con ese estilo locuaz y discursivo que lo ha convertido en patrimonio propio. Los diálogos y monólogos de Woody Allen deberían ser conservados como patrimonio cultural de la humanidad. Son tan provocadores, tan agudos, tan actuales que, incluso cuando te ofenden, los adoras. La gente se reía a carcajadas en la sala. Estaba hablando de nosotros, de nuestras miserias, de nuestras, según él, falsas creencias y ritos (en la comida, en el amor, en el sexo, en la religión, en la cortesía, en la aceptación de lo políticamente correcto, en todo), y nosotros nos reíamos. Es la complicidad con que hemos aprendido a ver a Allen.
En resumen, como comencé diciendo, una hermosa y provocadora película sobre las relaciones personales y sentimentales. Según Woody Allen, en ellas como en todo, pero sobre todo en ellas, todo dependen de la suerte que tengas. De que tengas un encuentro afortunado y, desde luego, de que la cosa funcione… Parece imposible decir y hacer cosas tan radicalmente desagradables y pesimistas como las que dice y hace el protagonista. Y, sin embargo, uno sale del cine feliz y optimista. Quizás es que hemos tenido suerte. O que la cosa funciona…