Hora de recuento. Tres días en un lugar no es que sea mucho, ni siquiera suficiente, pero da para mucha historia. Buena y mala. Supongo que cualquier viaje es como una historia o una vida en minúscula. Si fuera verdad que lo que mal empieza mal acaba, este viaje hubiera sido un auténtico desastre. Como tal comenzó. Y eso hace que, inconscientemente, rebajes mucho las expectativas, que te sientas inseguro, que en vez de comenzar en pleno éxtasis tengas que hacer todo un recorrido de autocontrol para superar la depresión. Bueno, pero no dramaticemos.
Es cierto que la cosa comenzó mal. El avión salió de Madrid con más de media hora de retraso más otra media dentro del avión sin movernos. Tras las tres horas de vuelo, llegamos a Budapest e, incomprensiblemente, pasaban los minutos y no se abría la puerta para desembarcar. Pasaron 15 minutos, todos allí de pie en esa espera nerviosa por ver si comienza a moverse la fila. Pero no se movía nadie. Y nadie decía nada. A la media hora comenzamos a pensar que algo grave pasaba. Entonces nos mandaron sentarnos de nuevo “hasta nueva información”. Y seguían sin decir nada. Las azafatas entraban al baño a refrescarse, se sentaban, se levantaban. Aquello parecía ir para largo. Los que íbamos en las primeras filas comenzamos a protestar. Habían pasado 45 minutos. Con gestos ostensibles de querer una explicación logramos atraer a una azafata que en un inglés laborioso dijo algo de que el problema era de la terminal. Que estábamos en una terminal que no formaba parte del “espacio Schengen” y que no nos dejaban desembarcar allí. Que estaban intentando resolverlo. O sea, entendimos, que alguien nos había llevado a una terminal equivocada y que no autorizaban el desembarco. Primero, el error resulta incomprensible hoy en día: ¿quién carajo había llevado al avión a ese finger, el piloto, la torre de control? Parece un error absurdo en una línea que hace ese viaje Madrid-Budapest todos los días. En segundo lugar no se puede tener, sin más, a 200 personas encerradas en una nave durante una hora sin saber qué pasa. Además, si ése era el problema, la solución no parecía difícil: sacarnos a un autobús y llevarnos a la terminal correcta. Y eso fue lo que hicieron. Pero había pasado más de una hora. Y mientras tanto, saltándose todas las normas que uno escucha cada vez que monta en un avión, ya habían cargado de combustible la nave (con nosotros dentro), habían descargado las maletas e introducido las del siguiente viaje. Y total que luego nos dejaron en otra puerta de entrada y ni hubo que pasar la policía ni nada. No se entiende y comienzas cabreado.
Ah!, pero lo peor llegó después. Con tanta historia, llegamos al hotel ya de noche. Un hotel inmenso en Buda, junto a la plaza de Moscú. Nos dieron la habitación y, enseguida, decidimos que tendríamos que bajar a Pest para dar el primer paseo. Que tomáramos el autobús nº 5, nos dijeron y nos apeáramos tras el puente de Elizabeth. Eso hicimos y nos apeamos en la plaza de Ferenczi. Nada más bajar del autobús y con cara de despistados, supongo, se nos acercó un tipo con un plano para preguntar una dirección. Le dijimos que ni idea que acabábamos de llegar y él nos dice que es griego. Y lo repite. Y en estas se acerca otro tipo diciendo que es policía, enseña una placa y nos pide los pasaportes. Bueno, el griego le enseña su pasaporte. Yo saco mi carnet y se lo enseño. Elvira duda más, tiene que revolver en su inmenso bolso hasta encontrarlo, pero da con él y se lo enseña. Todo era muy extraño, pero después de lo del avión, estaba con esa sensación extraña de sentirte en un país excomunista en el que no sabes muy bien cómo funcionan las cosas. Creí que ahí había acabado todo, pero no. Entonces el supuesto policía empezó a gesticular y gritar diciendo que le enseñáramos el dinero, que si euros, que si drogas, que si cambio, no sé. En húngaro, supongo. Pensé que quería garantías de que podíamos movernos por allí sin robar, ni trapichear con drogas y me asusté porque lo había dejado todo en el hotel. Y todo esto en la parada de los autobuses, pero allí nadie nos hacía caso. Empecé a acojonarme. A todas estas el griego sacó un fajo de billetes de 50 euros y el policía hizo como si los mirara. Yo le dije que no tenía dinero. Elvira buscaba su cartera en el bolso. El tío seguía poniéndose nervioso y poniéndonos a nosotros. No se creyó que yo no llevara dinero (euros, euros, gritaba). Hasta me echó mano a los huevos para ver si llevaba una faltriquera. Le hubiera dado una hostia pero estaba demasiado acojonado. Elvira seguía buscando su cartera y él intentando meter su mano en su bolso, cosa que ella, ni de coña, le dejaba. Tranquilo, tranquilo, le decía. Pensé que en uno de sus arranques lo mandara a tomar por el saco y allí comenzara algo serio. Pero encontró la cartera y la abrió. Allí había solo 10 euros. El tipo no se lo podía creer, le miró los otros apartados de la cartera con cara de incrédulo. Unos pazguatos, mayores, que salen a la ciudad con 10 euros. Imposible, debió pensar. Y nuevos intentos de meterle la mano en el bolso y ella a apartarle. Pero la cosa se iba alargando mucho y el tipo debió pensar que por 10 euros no merecía la pena más lío. Dijo algo sobre no cambiar en la calle, zona peligrosa. Y se fue. El muy cabrón.
También nosotros nos fuimos, nerviosos perdidos. Aún lo vimos un par de veces. No se ocultaba para nada. De aquellas yo aún pensaba que era policía. Y me sentía humillado. Elvira tenía claro que había sido un intento de atraco y según iban pasando los minutos y yo me reponía del susto tuve que aceptar que eso era lo que había sido. El griego que hacía de cebo con unos pardillos que se bajaban del autobús con cara despistada, que sacaba la documentación para dar visos de normalidad al momento, que enseñaba una gran cantidad de dinero para infundirnos confianza y que nosotros hiciéramos otro tanto… Un plan perfecto. Todo cuadraba. Pero yo seguía sin poder creer que alguien se hiciera pasar por policía, ni que actuaran así, delante de todo el mundo y gritando. Para aturullarnos, opinaba Elvira. ¡Cabrón de falso policía!. Y menos mal que ella pese al atolondramiento del momento le enseñó la cartera que iba vacía. El dinero lo llevaba repartido entre su agenda y otros huecos del bolso. Si lo llego a llevar yo nos quedamos sin blanca.
Una experiencia terrible. Y cuanto más la piensas más te asustas. Podría ser policía de veras y si no le das dinero meterte droga o cualquier cosa en el bolso y hundirte la vida. O ser un simple ladrón zumbao que se ve sin su presa y también te hace algo. Una locura. Menos mal que salimos bien parados. Pero a mí esas cosas me afectan mucho. Te humillan. Y no solo porque el tipo te toque los huevos, sino porque sientes que te han elegido como posible víctima porque te ven débil.
Pues así comenzó todo. Como para volverse a casa, sin más.
El otro Budapest
Afortunadamente hay otro Budapest. Echamos a andar sin dirección y mirando a los lados con suspicacia (ya digo que volvimos a ver dos veces más al falso policía, el tipo no parecía sentir necesidad de ocultarse y eso asusta). Tampoco la iluminación ayuda mucho. Las calles están muy poco iluminadas. Al rato tropezamos con unos españoles a los que les preguntamos por alguna calle animada y nos mandaron a la calle Vaci. Allí fuimos y, efectivamente, aquello estaba mejor. Tiendas conocidas, restaurantes. Bien. Nos buscamos un lugar donde cenar y nos llamó la atención el que las terrazas tenían todas potentes calefactores para calentar el ambiente. Y no solo eso, en las sillas había una manta como las de los aviones para que la gente se la echara al hombro si tenía frío. Aquí debe hacer un frío del carajo, pensé para mí. Pero aquella noche no parecían necesarias. Total que cenamos bien y tras un paseíto por la orilla del Danubio regresamos al hotel.
Por lo demás, Budapest es espectacular. Impresiona de día y deslumbra de noche. Pero tiene algo que la hace fría. Lo que impresiona de Budapest es lo material, el castillo, los palacios, el parlamento, el río. Pero esa vida que da la gente, se siente menos. Seguro que la tiene, aunque debe ser difícil introducirse en ella. Nosotros no lo logramos mucho, la verdad. Quizás fuera
esa desconfianza que te inocula una experiencia tan nefasta como la del primer día.
Nos encantó el mercado de la ciudad tan lleno de colorido y sabores: la páprika, los salami, las frutas y verduras, los bordados. Alucinamos con el parlamento que se parece tanto al de Londres que se diría que estuviéramos paseando por Wensmister. Por cierto que no pudimos verlo por dentro pues cuando fuimos allí estaban haciendo un mitin político en la plaza de entrada (me dio la impresión de que hablaban sobre Europa y no para bien, como quejándose de recibir peor trato que Austria, pero no sé porque, aunque el orador tenía una voz preciosa, no le entendí ni papa). Comida con los Cortizo en el Cyrano (por una de esas casualidades felices ellos estaban en Viena y fueron de excursión hasta Budapest el sábado donde nos encontramos para comer). Excelente y cara. Y por la tarde un paseo por la Ópera (imposible conseguir entradas para el estreno al día siguiente del Castillo de Barba Azul, de Béla Bartók, supongo que llegarían de todo Centroeuropa para asistir a la premier), la Iglesia de San Esteban (donde también había un concierto) y, al final, una cena apacible a orillas del Danubio y con la hermosa vista de Buda iluminada delante de nosotros. Estupendo. Y eso que comenzó a llover con ganas. La mantita vino bien esta vez.
El domingo lo reservamos para Buda. El castillo está bien, pero al final lo ves como el museo en el que han convertido. Es más espectacular por fuera (y visto desde Pest) que por dentro. La Iglesias de Matías, lo mejor, sin duda, de todo Budapest. Espectacular por dentro y por fuera. El bastión de los pescadores, una tontería. El funicular para bajar al río, el paradigma de una cosa funcional (sirve para subir y bajar) pero tan mal pensada que no ves nada desde las cabinas.
Para la despedida nos habíamos reservado dos platos fuertes. Una sesión de baños al pie de la colina Gellért, en el hotel que lleva ese mismo nombre. Debe ser una costumbre que heredaron los húngaros de su etapa bajo los turcos. Está bien, aunque calculo que no superarían los controles sanitarios y la sensibilidad de los más occidentales (eso sí, bueno parte de los que se estaban bañando eran turistas). Cientos de personas en las diversas piscinas, con aguas a diversas temperaturas desde los 38 grados hasta los 18-20 (un caldo de cultivo perfecto para los gérmenes, supongo). Pero te relajas mucho. Y eso que lo nuestro tuvo tanto de estresante como de relajado. Como no llevábamos traje de baño tuvimos que alquilarlo, lo que fue toda una epopeya. Y luego quisimos unas chanclas, lo que ya resultó imposible de todo punto. Lo mismo que obtener una toalla para secarnos al final. Así que aprovechamos un descuido del masajista para robarle un par de sábanas y con eso nos tuvimos que acomodar. Pero fueron dos horas interesantes. Nada que ver con los baños turcos que nos tomamos en Estambul (aquello fue magnífico) pero mejor que los spás de por aquí. Los locales eran espectaculares y el caos que allí reinaba entre saunas, masajes, 10 ó 12 piscinas, cámaras para guardar la ropa, duchas, servicios, etc. muy divertido.
Y tras los baños varias visitas muy interesantes: preciosa la iglesia rupestre que está junto a los baños. Es como una cueva con diversos cubículos, todo muy natural y acogedor. Impresionante San Esteban porque esa tarde sí logramos entrar aprovechando que estaban oficiando la misa. Unas cúpulas inmensas, unas vidrieras preciosas (también lo eran las del Mátyás templom que habíamos visto por la mañana). Y como aún teníamos un poco de tiempo antes del espectáculo de folklore húngaro, nos fuimos hasta el parque de la ciudad (Városliget) que se nos había pasado por alto. Las guías apenas hacen mención a esa zona y, sin embargo, resulta espectacular el conjunto del castillo, los baños, el zoo, los lagos, etc. No pudimos demorarnos pero nos gustó mucho.
Y para completar el día, el folklore. Visto que lo de la Ópera era imposible, nos contentamos con asistir en el Duna Palota a una representación de música y danzas húngaras por el Rajkó Folk Ensemble. Mucha música rápida (violines, clarinete y clavicordio) y bailes interesantes. Los bailes folklóricos siempre son atractivos por la vitalidad que expresan y porque te meten dentro de una cultura. Me parecieron demasiado semejantes todos ellos (siempre con el juego de las palmadas en las botas y las piernas) excepto el último y más espectacular que era una danza gitana que bordaron metiéndose al público en el bolsillo.
Bueno y ahí acabó nuestro viaje a Budapest. Interesante y agotador. Con empacho de gulasch y ganas de olvidar al falso policía cabrón del primer día. Pero así es la vida, con un poco de todo. Incluso de eso. Pena que fuera en Budapest.