Hace años, muchos, con los niños
aún pequeños y nosotros aún jóvenes, pasábamos unos días de descanso en el Sur
de España, probablemente Huelva. Era nuestra época de camping y estábamos en
uno próximo a un Agua-Park. El tobogán acuático era estupendo, de los que
gustan a mayores y pequeños. Quizás por ello, había algunos carteles que
prohibían hacer olas. Y lo decían en varios idiomas: Prohibido hacer olas; Forbidden
to make waves; Wellen machen ist verboten; È vietato fare onde; Obrigado por
não fazer ondas. Me pareció muy iluminador de cómo, hasta el lenguaje, tiende a
ser ilustrativo del carácter de la gente. Salvo el portugués, todos los idiomas
prefieren prohibir directamente a sugerirte-agradecerte que hagas lo que se
debe hacer. Desde entonces siento una admiración especial por la cultura
portuguesa.
Esa tentación por prohibir (y ordenar) ha
encontrado un caldo de cultivo muy favorecedor con todo este lío de la
pandemia. No hay nada que nos ablande más en la defensa de nuestra autonomía y
nuestros derechos que el miedo. Cuanto más miedo, más parece justificarse que
haya quien te mande, quien te diga lo que puedes hacer y lo que no. Para los
políticos (y para quienes detentan poder, en general) debe ser algo tan gozoso
como un buen polvo. Tener campo abierto para prohibir debe ser fantástico. ¡Guau!.
En mis pesadillas veo, a veces, a Hugo Chavez paseando por la ciudad y dictando a alguien mientras
señala empresas o edificios: ¡exprópiese!, ¡ocúpese!. Pero algo parecido se me
ocurre pensar con los ingenieros de caminos recorriendo una carretera y diciéndole
al funcionario: aquí límite de 40; aquí 60; aquí línea contínua, aquí stop. Con
dos cojones. Pero algo de eso sucede en cualquier ámbito de la vida: en cuanto
te haces con algo de poder, no hay nada como ejercerlo a través de las
prohibiciones y los mandatos. El pensamiento es que el poder es siempre un
instrumento para dominar y dirigir la conducta de los demás. Ahora mismo estoy
escuchando en la radio cómo en algunos colegios están preparando la vuelta de
los estudiantes a los colegios y todo lo que señalan es que han buscado
mecanismos para dirigir su conducta desde que entran hasta que salen: flechas en
el suelo para dirigir sus pasos, itinerarios marcados de los que no podrán
salirse, largos listados de normas a las que tendrán que atenerse
obligatoriamente.
No sé qué duele más, si la
concepción paternalista que subyace a esas situaciones (yo soy quien sabe lo
que te conviene y como tú vas a intentar desmadrarte, tengo que buscar
mecanismos para controlarte), o el propio ejercicio del poder sin control, sin
tener que justificar las limitaciones que se instauran. Lo primero es doloroso
porque supone toda una cultura de desconsideración dal prójimo que se nos ha
metido muy dentro de nosotros, incluso de los prójimos obligados a obedecer sin
rechistar. Se ha hecho lugar común pensar que aquí si no hay prohibiciones y
castigos, esto se convierte en un caos. Nadie confía en nadie: es la diferencia
que hay entre el “prohibido hacer olas” al “agradecidos por no hacer olas”.
Pero el segundo, ese mandar porque puedo mandar, me duele aún más, porque
elimina la capacidad de pensar, de buscar justificación a las decisiones que se
adoptan. Más aún, si esas decisiones afectan a los derechos de los demás, si
con ellas se van a limitar su autonomía y su libertad. Al final, muchas
prohibiciones acaban justificándose en el habitual “porque sí”. Si te mandan
hacer algo o no hacerlo tienes que obedecer y punto. Y no te preguntes por qué,
es “porque sí”. Lo escuché dicho así, literalmente, el otro día en una
entrevista a un supuesto experto. Tras intentar justificar con bastante
esfuerzo algunas de las condiciones de las fases de desescalada, acabó sentenciando:
“y si lo ha dicho el Dr. Simón, pues se hace y se acabó”. Pues eso, “porque sí”.
Ahora que ni los niños pequeños aceptan
de buen grado el “porque sí” de sus padres, genera mucha insatisfacción el ver
la facilidad con que, ya de adulto, todo el mundo te prohíbe cosas. Y molesta
mucho el que lo hagan con cara de satisfacción. Hombre, si al menos pusieran
cara de pena como expresando “mirad, ya sé que con esto os estoy jodiendo,
porque limito vuestros derechos y sé que eso es lo último que hay que hacer,
pero, de veras, no me queda más remedio, y os prometo que, en cuanto pueda eliminar
esta prohibición, la eliminaremos”. Al
menos, eso indicaría un cierto nivel de empatía, pero no tenemos esa suerte: te
dicen lo que puedes y no puedes hacer como si dictaran una sentencia y se deja
a las claras que, dicho en palabras amargas, les importa un bledo si estás de
acuerdo o no, si lo ves claro o no.
Lo decía quejoso un colega
italiano en un congreso sobre el Plan Bolonia para las universidades: aquí es
Italia, nos decía, estamos en una situación curiosa, la mitad de los italianos
están intensamente ocupados en decidir lo que la otra mitad de italianos tendrá
que hacer. Algo parecido nos pasa aquí, pero aun peor; son solo unos pocos los
que se emplean a fondo para decidir lo que los demás no podremos hacer o lo que
nos permitirán hacer poco a poco y con condiciones.
…………….
Bueno, hasta aquí, las emociones.
Lo que uno siente va por ahí. Duele cada nueva prohibición, desespera la política
basada en órdenes constantes marcando lo que hacer y lo que no hacer, el que te
traten como si te estuvieran perdonando la vida, reduciendo tu condición de
sujeto a la de sufridor paciente de las decisiones ajenas.
Pero, siendo eso verdad, no me
gusta dejar así esta entrada porque parece decir más de lo que dice. Habría que
complementarla con otra que aceptara el valor de las normas para orientar la
vida social de las personas. No quiero parecer ácrata o insubordinado, más que
nada porque soy todo lo contrario a eso. De pecar, peco más de integrado y poco
crítico. He trabajado toda mi vida en el ámbito profesional de la Didáctica,
que es en sí mismo un espacio normativo, esto es, destinado a proponer caminos
a seguir para hacer bien las cosas educativas. Pero, incluso en nuestro ámbito,
siempre he llevado mal las recetas y los protocolos. Prefiero confiar en el
buen sentido de la gente y en su deseo natural a hacer las cosas bien. Siempre
habrá gente que se desmanda, pero aun así merece la pena confiar en el
colectivo. Y si confías, todo se hace más amable y colaborativo. Confías tanto
en el juicio de los demás como en el tuyo, no conviertes las orientaciones en
normas, ni las reglas en prohibiciones.
Vamos, hombre, ¡un poquito de por favor!
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