sábado, mayo 02, 2020

EL RUIDO




Uno se levanta cada día como el Will Murray de “atrapado en el tiempo”, esperando que se repitan, por enésima vez, los mismos ritos y rutinas del día de la marmota. Todos días han venido siendo iguales desde aquel lejano 14 de marzo en el que se decretó el “estado de alarma”. Es como si no esperaras novedades y te faltara aquella excitación mañanera de comenzar el día como si fuera una aventura o una batalla que tendrías que librar: aseo, niños, colegios, trabajo, problemas, peleas, encuentros, discusiones, más problemas. En fin, la agenda de cada día, siempre distinta y con imprevistos que estimulaban la bilirrubina. El virus se ha cargado toda esa emoción. Ahora tenemos un protocolo a seguir con un solo mandamiento: quedarte en casa.

Afortunadamente parece que el paso del tiempo y la mejora paulatina de la situación van humanizando la agenda. El sábado pasado pudieron dar su paseíto los niños y hoy podremos hacerlo los adultos, aunque cada quien en su franja horaria. Es un respiro, no cabe duda. Ya veremos lo que da de sí.
Pero hoy, además, el locutor del programa matutino que sigo estrenaba su jornada con una supuesta buena noticia. Él se había comprometido a dar, al menos, una noticia positiva para comenzar el día con ánimo. Cumpliendo su promesa, hoy comentaba que los últimos estudios sobre el ruido han ofrecido datos absolutamente inesperados por positivos. De los 60-65 decibelios habituales en las ciudades, el promedio ha descendido a los 20-25. No hay ruido en las ciudades. ¿Quién se podría imaginar el obelisco de la ciudad de Buenos Aires siempre atestado de tráfico, sin coches? Sin tráfico, sin actividad comercial, sin obras públicas eternizadas, el silencio se ha ido adueñando de los espacios públicos. Muerto el perro, se acabó la rabia. Es verdad aquello de que “no hay mal que por bien no venga”.
Es curioso que nuestra vida cotidiana está pautada, sin darnos cuenta, por ciertos ruidos que se convierten en marcas de tiempo que te indican el inicio o el final de un episodio dentro de las rutinas cotidianas. Yo me despierto (me despertaba) al sonar de los coches en la calle bajo mi ventana. La luz del día varía de una estación del año a otra. Lo que no varía es el inicio del tráfico a las 7-7:30. Tengo amigos que se despiertan con el sonido de la cafetera al subir el café o con la primera descarga de la cisterna en su casa o en la de los vecinos. Los pasitos de los niños por el pasillo es otro de esos ruidos cotidianos que anuncian el inicio de la jornada. Y cómo se les echa en falta cuando no están. Al final, el no ruido también es un ruido. Ya lo canta Bisbal en aquello de “no me siento feliz cuando ella no está, si me falta el ruido”

Pues sí, ha descendido el ruido (y la contaminación, y el agujero de ozono y diversas otras calamidades que trae consigo esta vida compleja que llevamos) y eso es bueno. Acabo de escuchar que según la OMS tan solo en Europa se pierden al año un millón de horas de vida por los efectos nocivos del ruido. Algo de suma tiene que haber en esta resta trágica que ha traído consigo la pandemia.
De todas formas, las ventajas en salud de ese descenso del ruido exterior se han compensado con creces con los efectos nocivos del “ruido interior” que ha crecido exponencialmente. El no tener que soportar interferencias exteriores nos ha permitido estar más atentos a nuestro interior y allí nos hemos encontrado un ruido insoportable. Todo el follón exterior se nos ha metido dentro: el machacón traqueteo informativo de datos y desventuras; los miedos incontrolables a todo y todos; la sospecha permanente de que te engañan; las emociones contenidas; la permanente presencia de la muerte como realidad (el recuento diario de muertos) o como posibilidad (el saber que la tienes ahí al lado y que te puede tocar en cualquier momento y hagas tú lo que hagas por evitarlo). Mis amigos psicoanalistas nos cuentan que ha crecido mucho la angustia entre la gente que les consulta. No es de extrañar. Ese ruido interior es incontrolable. Peor aún, cuando a ello se junta el encierro. Encierro y angustia componen un cocktail peligroso y difícil de domeñar. No tienes como matar tus demonios haciendo ejercicio, vaciándote en actividades que te rescaten del bucle perverso de darles vuelta constantemente a tus temores. Menos mal que a algunos nos queda el escribir.

Mucha culpa de todo eso lo tienen las noticias que no paran de llegar. Todo el mundo opina, sean expertos o legos. Todos tienen explicaciones o predicciones de cómo acabará esto. Ese es otro ruido, eso  que se ha llamado “ruido semántico”. Tanto querer explicarlo todo en lenguaje experto, acaban confundiéndonos. Tantas noticias y comentarios contrapuestos entre sí, acaban haciéndote dudar de todo. Un amigo se preguntaba el otro día dónde estaba la “verdad científica de todo esto” para acallar tantas variaciones y posturas contrapuestas (sobre salir o no salir, sobre las mascarillas, sobre las distancias, sobre los riesgos).  Otros amigos, y yo mismo, hemos buscado un poco de paz interior desenganchándonos de los informativos y de las peroratas técnicas o políticas; buscando noticias positivas; desarrollando estrategias para mantener el tipo en este braceo enloquecido por mantenerse a flote y no sucumbir.
Bienvenido sea el silencio exterior, aunque la cosa mejorará cuando comience a sentirse más el ruido de las personas y de los niños por la calle. Y cuando vayan disminuyéndo los decibelios de ese ruido interior que tanto perturba. Ya lo cantaba Sabina: “Mucho, mucho ruido; Tanto, tanto ruido; Que al final llegó el final”. Justo, lo que no queremos.





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