Uno se levanta cada día como el
Will Murray de “atrapado en el tiempo”, esperando que se repitan, por enésima
vez, los mismos ritos y rutinas del día de la marmota. Todos días han venido
siendo iguales desde aquel lejano 14 de marzo en el que se decretó el “estado
de alarma”. Es como si no esperaras novedades y te faltara aquella excitación
mañanera de comenzar el día como si fuera una aventura o una batalla que
tendrías que librar: aseo, niños, colegios, trabajo, problemas, peleas,
encuentros, discusiones, más problemas. En fin, la agenda de cada día, siempre
distinta y con imprevistos que estimulaban la bilirrubina. El virus se ha cargado
toda esa emoción. Ahora tenemos un protocolo a seguir con un solo mandamiento:
quedarte en casa.
Afortunadamente parece que el
paso del tiempo y la mejora paulatina de la situación van humanizando la agenda.
El sábado pasado pudieron dar su paseíto los niños y hoy podremos hacerlo los
adultos, aunque cada quien en su franja horaria. Es un respiro, no cabe duda.
Ya veremos lo que da de sí.
Pero hoy, además, el locutor del
programa matutino que sigo estrenaba su jornada con una supuesta buena noticia.
Él se había comprometido a dar, al menos, una noticia positiva para comenzar el
día con ánimo. Cumpliendo su promesa, hoy comentaba que los últimos estudios
sobre el ruido han ofrecido datos absolutamente inesperados por positivos. De
los 60-65 decibelios habituales en las ciudades, el promedio ha descendido a
los 20-25. No hay ruido en las ciudades. ¿Quién se podría imaginar el obelisco de la ciudad de Buenos Aires siempre atestado de tráfico, sin coches? Sin tráfico, sin actividad comercial,
sin obras públicas eternizadas, el silencio se ha ido adueñando de los espacios
públicos. Muerto el perro, se acabó la rabia. Es verdad aquello de que “no hay
mal que por bien no venga”.
Es curioso que nuestra vida cotidiana
está pautada, sin darnos cuenta, por ciertos ruidos que se convierten en marcas
de tiempo que te indican el inicio o el final de un episodio dentro de las
rutinas cotidianas. Yo me despierto (me despertaba) al sonar de los coches en
la calle bajo mi ventana. La luz del día varía de una estación del año a otra.
Lo que no varía es el inicio del tráfico a las 7-7:30. Tengo amigos que se
despiertan con el sonido de la cafetera al subir el café o con la primera
descarga de la cisterna en su casa o en la de los vecinos. Los pasitos de los
niños por el pasillo es otro de esos ruidos cotidianos que anuncian el inicio
de la jornada. Y cómo se les echa en falta cuando no están. Al final, el no
ruido también es un ruido. Ya lo canta Bisbal en aquello de “no me siento feliz
cuando ella no está, si me falta el ruido”
Pues sí, ha descendido el ruido
(y la contaminación, y el agujero de ozono y diversas otras calamidades que
trae consigo esta vida compleja que llevamos) y eso es bueno. Acabo de escuchar
que según la OMS tan solo en Europa se pierden al año un millón de horas de
vida por los efectos nocivos del ruido. Algo de suma tiene que haber en esta
resta trágica que ha traído consigo la pandemia.
De todas formas, las ventajas en
salud de ese descenso del ruido exterior se han compensado con creces con los
efectos nocivos del “ruido interior” que ha crecido exponencialmente. El no
tener que soportar interferencias exteriores nos ha permitido estar más atentos
a nuestro interior y allí nos hemos encontrado un ruido insoportable. Todo el
follón exterior se nos ha metido dentro: el machacón traqueteo informativo de
datos y desventuras; los miedos incontrolables a todo y todos; la sospecha
permanente de que te engañan; las emociones contenidas; la permanente presencia
de la muerte como realidad (el recuento diario de muertos) o como posibilidad
(el saber que la tienes ahí al lado y que te puede tocar en cualquier momento y
hagas tú lo que hagas por evitarlo). Mis amigos psicoanalistas nos cuentan que
ha crecido mucho la angustia entre la gente que les consulta. No es de
extrañar. Ese ruido interior es incontrolable. Peor aún, cuando a ello se junta
el encierro. Encierro y angustia componen un cocktail peligroso y difícil de
domeñar. No tienes como matar tus demonios haciendo ejercicio, vaciándote en
actividades que te rescaten del bucle perverso de darles vuelta constantemente
a tus temores. Menos mal que a algunos nos queda el escribir.
Mucha culpa de todo eso lo tienen
las noticias que no paran de llegar. Todo el mundo opina, sean expertos o
legos. Todos tienen explicaciones o predicciones de cómo acabará esto. Ese es
otro ruido, eso que se ha llamado “ruido
semántico”. Tanto querer explicarlo todo en lenguaje experto, acaban
confundiéndonos. Tantas noticias y comentarios contrapuestos entre sí, acaban
haciéndote dudar de todo. Un amigo se preguntaba el otro día dónde estaba la “verdad
científica de todo esto” para acallar tantas variaciones y posturas
contrapuestas (sobre salir o no salir, sobre las mascarillas, sobre las
distancias, sobre los riesgos). Otros
amigos, y yo mismo, hemos buscado un poco de paz interior desenganchándonos de
los informativos y de las peroratas técnicas o políticas; buscando noticias
positivas; desarrollando estrategias para mantener el tipo en este braceo
enloquecido por mantenerse a flote y no sucumbir.
Bienvenido sea el silencio
exterior, aunque la cosa mejorará cuando comience a sentirse más el ruido de
las personas y de los niños por la calle. Y cuando vayan disminuyéndo los decibelios
de ese ruido interior que tanto perturba. Ya lo cantaba Sabina: “Mucho, mucho
ruido; Tanto, tanto ruido; Que al final llegó el final”. Justo, lo que no
queremos.
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