Lo oí en la radio y me llamó la
atención. Estaban entrevistando a una colega psicóloga de vete a saber dónde.
Ella explicaba que aburrirse es bueno y que nuestro cerebro lo necesita para
recuperarse. Que la pandemia, dentro de todo lo malo, había traído algo bueno:
la experiencia del aburrimiento, algo que mucha gente nunca había llegado a
vivir. Sí, pensé para mí, yo mismo soy uno de esos: soy incapaz de soportar el
aburrimiento. Y no digamos nada de ser capaz de disfrutarlo. No sé por qué,
pero siento más culpabilidad que placer con la coña esta del aburrimiento. Y
ando como puta por rastrojo buscando siempre qué hacer y cómo llenar cada
minuto que queda libre. Así que me pareció muy oportuno lo de escuchar algo en
favor del aburrimiento, a ver si de una puñetera vez le cojo gusto a esta
inercia rutinaria a la que nos somete el encierro. Comencé la reclusión lleno de
expectativas por la cantidad de tiempo que iba a tener para hacer cosas y poco
a poco he ido entrando en un estado de letargo en el que todo se me hace cuesta
arriba salvo las rutinas que implican hacer cosas: la bicicleta estática, los
aplausos, hacer la comida, la siesta, el paseo vespertino, los ratos de tele. Cosas
de hacer, en cualquier caso. Menos mal que me queda este blog que, al menos, me
obliga a pensar un poco.
Pero volviendo a la radio, la
entrevistada seguía hablando sobre las bondades del aburrimiento. Luego comenzó
a citar algunos autores para señalar que ya se habían obtenido evidencias
científicas sobre la importancia del aburrimiento. Y que todo eso tenía que ver
con las ondas cerebrales. Curioso, pensé. No me son ajenas las neurociencias,
campo al que ahora le damos mucha importancia al hablar de educación, pero
nunca había entrado en la cuestión de vincular la actividad cerebral con el
aburrimiento. Y allí fui.
Y sí. Existen 5 tipos de ondas
cerebrales vinculados a otros tantos estados de la mente humana (y del organismo
en general). Se recogen en los electros que a veces nos hacen. Son las ondas
(de menor a mayor) Delta, Theta, Alfa, Beta
y Gamma. Y sus efectos dependen tanto de la amplitud de onda como de su
frecuencia.
En el nivel más bajo están las
ondas Delta (1-3 Hz, si estuvieran en
0 sería muerte cerebral) son las de
mayor amplitud y menor frecuencia, las más suaves. Las produce nuestro cerebro
cuando estamos en un sueño profundo en el que ni siquiera soñamos. Permiten que
sigan adelante las funciones básicas del organismo, respirar, hacer la
digestión, latidos del corazón. Permiten que el propio cerebro se recupere y
afectan de manera importante al equilibrio del sistema inmune. Por eso es tan
importante poder dormir bien.
Pasamos de las ondas delta a las
ondas Theta (3,5-8 Hz), o sea, menos amplitud de onda y más
frecuencia, esto es cuando de dormir profundamente pasamos a esa entrevela en
la que soñamos y fantaseamos mucho. Es un estado de calma profunda. Se
corresponde, también, con todo ese conjunto de actividades que realizamos automáticamente
(andar, conducir, escuchar) permitiendo que nuestra cabeza divague, reflexione,
se deje estar. Son estados de relajación o atolondramiento tras un ejercicio
intenso que nos produce endorfinas y nos deja entre nubes. Un estado “teta”,
vamos. Los picos altos y duraderos de estas ondas pueden expresar falta de atención
y concentración, estados pre-depresivos. La ausencia duradera de ondas Theta
significa ansiedad y estrés, dificultad para relajarse, inseguridad.
Las siguientes en este orden
ascendente son las ondas Alfa (8-12
Hz.). Representan esos estados intermedios entre la relajación theta y la
intensidad Beta. El cerebro está activo y concentrado pero relajado: sucede cuando se medita, cuando se hace
deporte (no competitivo), cuando se camina, cuando se escucha música, cuando se
ve cine o un programa televisivo (sin dormirse, claro, porque eso nos llevaría
ya al estado theta). También cuando haces cosas aburridas: asistes o estás en
algo, pero tu cerebro anda en otras cosas. Un nivel elevado de estas ondas
expresa dificultad para centrar la atención, dispersión de pensamiento. Un nivel
bajo persistente refleja ansiedad, estrés, insomnio, ese tipo de aceleración
que no sabes de donde viene pero que te impide centrarte en las cosas que
tienes o deseas hacer.
Más arriba están las ondas Beta (12-33 Hz.) que nos permiten llevar
a cabo actividades intensas que exigen concentración y esfuerzo. Son las que
nos mantienen alerta, las que nos permiten estar tan concentrados que podemos
atender a varias cosas a la vez (conducir concentrados, resolver problemas,
coordinar una reunión, atender a alguien que habla en una lengua distinta a la
propia, etc. Un nivel elevado y persistente de estas ondas suele estar
vinculado al estrés y al agotamiento mental. Un nivel bajo lleva a formas de
depresión y laxitud (esa incapacidad para hacer cualquier cosa que exija pensar
o resolver problemas).
Hay otro tipo de ondas menos
conocidas que son las ondas Gamma (25-100
Hz.) cuya longitud de onda y frecuencia es bastante superior a las beta. Surgen
del tálamo y recorren el cerebro, de atrás adelante, a mucha velocidad.
Siguiendo la progresión a la que nos venimos refiriendo, éstas son las ondas que
nos permiten un alto rendimiento intelectual: somos capaces de combinan tareas
complejas; la capacidad perceptiva y la sensibilidad se incrementan; se aprende
con facilidad. Es esa sobreexcitación que, en momentos puntuales, nos permite
hacer cosas que normalmente no seríamos capaces de hacer. Son momentos en los
que se juntan una fuerte activación neuro-eléctrica y con emociones intensas.
Todo este rollo sobre las ondas
es para poder situar el aburrimiento en el apartado de las ondas Alfa, fundamentales para mantener el
equilibrio entre los estados de actividad y descanso cerebral. Es por eso que
cuantos más momentos de actividad intensa desarrollamos (ondas Beta o Gamma),
más precisamos de los otros tipos de estados cerebrales: dormir, entrevelas,
aburrimiento. Cuando el equilibrio se rompe (excesiva intensidad o frecuencia
de algunas de las ondas), las cosas comienzan a desestructurarse en nuestro
organismo y la salud (sobre todo mental) se resiente. O nos pasamos o no
llegamos. Por eso, el aburrimiento juega ese papel de termostato que permite
descargar tensión cuando nuestro cerebro ha pasado por una fase de excitación
o, por el contrario, imaginar alternativas de acción nuevas cuando el cerebro
se ha quedado sin fuelle, en plan Theta.
Pero lo más interesante es que el
aburrimiento puede llegar a ser un arte que podemos aprender a disfrutar. Sandi
Mann ha escrito un libro al respecto: “El arte de saber aburrirse”. Lo que los
investigadores han dicho es que eso de aburrirse no es hereditario ni viene en
nuestro ADN. Solo se trata de una adaptación particular de nuestro cerebro a
los estímulos externos y que la forma en que se vive el aburrimiento depende
mucho de las experiencias de cada sujeto. Hay una investigación clásica en la
Psicología Social que se denomina la “complacencia inducida” que pretende
analizar cómo reaccionan los sujetos a tareas aburridas. Se seleccionó una
tarea superaburrida: girar hacia un lado y hacia otro un gran número de clavijas
incrustadas en otros tantos huecos dispuestos en una tabla. Los sujetos debían
dar primero media vuelta a la derecha a cada una de las clavijas. Acabada la
operación, debían darles otra media vuelta hacia la izquierda. Y así una y otra
vez durante 20 minutos. Al acabar, se
les decía que ya había acabado la primera fase de la prueba y que comenzaba la
segunda que, en realidad, era volver a hacer lo mismo. Agobia ya solo pensarlo.
Efectivamente, resulta difícil pensar algo más aburrido. La zona frontal
derecha del cerebro era la que participaba de forma más incidente en la
producción de aburrimiento: a menor actividad en esa zona, mayor aburrimiento.
Y algo muy curioso, los que menos se
aburrieron fueron aquellos sujetos que mientras hacían esas actividades
superaburridas ocupaban su cerebro en otras cosas (cantando, pensando en otras
cosas) o introducían variaciones en la forma de llevar a cabo la actividad (con
ritmos variados, alterando las posturas, hablando con las clavijas, etc.).
Más interesante, todavía. Una de
las ventajas del aburrimiento (y de las ondas alfa) es que, al relajar las zonas del cerebro vinculadas a la
atención y la actividad fáctica, facilitan la aparición de otros procesos
mentales vinculados a la elucubración, la fantasía, la introspección y la
memoria autobiográfica. Es decir, nos permite surfear entre diversos tipos de
pensamiento y darle vueltas a la cabeza pensando en ti mismo y en las muchas
cosas e imágenes que llevas guardadas en la memoria de tu pasado. En realidad,
eso es lo que hacemos en esos estados semi-narcóticos en los que estás en algo,
pero no estás.
En fin, que no es tan malo
aburrirse. Potencia la creatividad, el que pienses más en ti mismo, el que dejes
de preocuparte por estar siempre ocupado. Lo que sucede es que, si le buscamos
utilidad al aburrimiento, lo vamos a jorobar y el estrés nos va a venir por el
esfuerzo por hacer que incluso el aburrirnos lo hagamos bien para que dé sus
frutos. ¡Qué agobio!
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