lunes, mayo 11, 2020

EL PLACER DE ABURRIRSE



Lo oí en la radio y me llamó la atención. Estaban entrevistando a una colega psicóloga de vete a saber dónde. Ella explicaba que aburrirse es bueno y que nuestro cerebro lo necesita para recuperarse. Que la pandemia, dentro de todo lo malo, había traído algo bueno: la experiencia del aburrimiento, algo que mucha gente nunca había llegado a vivir. Sí, pensé para mí, yo mismo soy uno de esos: soy incapaz de soportar el aburrimiento. Y no digamos nada de ser capaz de disfrutarlo. No sé por qué, pero siento más culpabilidad que placer con la coña esta del aburrimiento. Y ando como puta por rastrojo buscando siempre qué hacer y cómo llenar cada minuto que queda libre. Así que me pareció muy oportuno lo de escuchar algo en favor del aburrimiento, a ver si de una puñetera vez le cojo gusto a esta inercia rutinaria a la que nos somete el encierro. Comencé la reclusión lleno de expectativas por la cantidad de tiempo que iba a tener para hacer cosas y poco a poco he ido entrando en un estado de letargo en el que todo se me hace cuesta arriba salvo las rutinas que implican hacer cosas: la bicicleta estática, los aplausos, hacer la comida, la siesta, el paseo vespertino, los ratos de tele. Cosas de hacer, en cualquier caso. Menos mal que me queda este blog que, al menos, me obliga a pensar un poco.
Pero volviendo a la radio, la entrevistada seguía hablando sobre las bondades del aburrimiento. Luego comenzó a citar algunos autores para señalar que ya se habían obtenido evidencias científicas sobre la importancia del aburrimiento. Y que todo eso tenía que ver con las ondas cerebrales. Curioso, pensé. No me son ajenas las neurociencias, campo al que ahora le damos mucha importancia al hablar de educación, pero nunca había entrado en la cuestión de vincular la actividad cerebral con el aburrimiento. Y allí fui.
Y sí. Existen 5 tipos de ondas cerebrales vinculados a otros tantos estados de la mente humana (y del organismo en general). Se recogen en los electros que a veces nos hacen. Son las ondas (de menor a mayor) Delta, Theta, Alfa, Beta y Gamma. Y sus efectos dependen tanto de la amplitud de onda como de su frecuencia. 

En el nivel más bajo están las ondas Delta (1-3 Hz, si estuvieran en 0 sería muerte cerebral) son las de mayor amplitud y menor frecuencia, las más suaves. Las produce nuestro cerebro cuando estamos en un sueño profundo en el que ni siquiera soñamos. Permiten que sigan adelante las funciones básicas del organismo, respirar, hacer la digestión, latidos del corazón. Permiten que el propio cerebro se recupere y afectan de manera importante al equilibrio del sistema inmune. Por eso es tan importante poder dormir bien.
Pasamos de las ondas delta a las ondas Theta (3,5-8 Hz), o sea, menos amplitud de onda y más frecuencia, esto es cuando de dormir profundamente pasamos a esa entrevela en la que soñamos y fantaseamos mucho. Es un estado de calma profunda. Se corresponde, también, con todo ese conjunto de actividades que realizamos automáticamente (andar, conducir, escuchar) permitiendo que nuestra cabeza divague, reflexione, se deje estar. Son estados de relajación o atolondramiento tras un ejercicio intenso que nos produce endorfinas y nos deja entre nubes. Un estado “teta”, vamos. Los picos altos y duraderos de estas ondas pueden expresar falta de atención y concentración, estados pre-depresivos. La ausencia duradera de ondas Theta significa ansiedad y estrés, dificultad para relajarse, inseguridad.
Las siguientes en este orden ascendente son las ondas Alfa (8-12 Hz.). Representan esos estados intermedios entre la relajación theta y la intensidad Beta. El cerebro está activo y concentrado pero relajado:  sucede cuando se medita, cuando se hace deporte (no competitivo), cuando se camina, cuando se escucha música, cuando se ve cine o un programa televisivo (sin dormirse, claro, porque eso nos llevaría ya al estado theta). También cuando haces cosas aburridas: asistes o estás en algo, pero tu cerebro anda en otras cosas. Un nivel elevado de estas ondas expresa dificultad para centrar la atención, dispersión de pensamiento. Un nivel bajo persistente refleja ansiedad, estrés, insomnio, ese tipo de aceleración que no sabes de donde viene pero que te impide centrarte en las cosas que tienes o deseas hacer.
Más arriba están las ondas Beta (12-33 Hz.) que nos permiten llevar a cabo actividades intensas que exigen concentración y esfuerzo. Son las que nos mantienen alerta, las que nos permiten estar tan concentrados que podemos atender a varias cosas a la vez (conducir concentrados, resolver problemas, coordinar una reunión, atender a alguien que habla en una lengua distinta a la propia, etc. Un nivel elevado y persistente de estas ondas suele estar vinculado al estrés y al agotamiento mental. Un nivel bajo lleva a formas de depresión y laxitud (esa incapacidad para hacer cualquier cosa que exija pensar o resolver problemas).
Hay otro tipo de ondas menos conocidas que son las ondas Gamma (25-100 Hz.) cuya longitud de onda y frecuencia es bastante superior a las beta. Surgen del tálamo y recorren el cerebro, de atrás adelante, a mucha velocidad. Siguiendo la progresión a la que nos venimos refiriendo, éstas son las ondas que nos permiten un alto rendimiento intelectual: somos capaces de combinan tareas complejas; la capacidad perceptiva y la sensibilidad se incrementan; se aprende con facilidad. Es esa sobreexcitación que, en momentos puntuales, nos permite hacer cosas que normalmente no seríamos capaces de hacer. Son momentos en los que se juntan una fuerte activación neuro-eléctrica y con emociones intensas.
Todo este rollo sobre las ondas es para poder situar el aburrimiento en el apartado de las ondas Alfa, fundamentales para mantener el equilibrio entre los estados de actividad y descanso cerebral. Es por eso que cuantos más momentos de actividad intensa desarrollamos (ondas Beta  o Gamma), más precisamos de los otros tipos de estados cerebrales: dormir, entrevelas, aburrimiento. Cuando el equilibrio se rompe (excesiva intensidad o frecuencia de algunas de las ondas), las cosas comienzan a desestructurarse en nuestro organismo y la salud (sobre todo mental) se resiente. O nos pasamos o no llegamos. Por eso, el aburrimiento juega ese papel de termostato que permite descargar tensión cuando nuestro cerebro ha pasado por una fase de excitación o, por el contrario, imaginar alternativas de acción nuevas cuando el cerebro se ha quedado sin fuelle, en plan Theta.
Pero lo más interesante es que el aburrimiento puede llegar a ser un arte que podemos aprender a disfrutar. Sandi Mann ha escrito un libro al respecto: “El arte de saber aburrirse”. Lo que los investigadores han dicho es que eso de aburrirse no es hereditario ni viene en nuestro ADN. Solo se trata de una adaptación particular de nuestro cerebro a los estímulos externos y que la forma en que se vive el aburrimiento depende mucho de las experiencias de cada sujeto. Hay una investigación clásica en la Psicología Social que se denomina la “complacencia inducida” que pretende analizar cómo reaccionan los sujetos a tareas aburridas. Se seleccionó una tarea superaburrida: girar hacia un lado y hacia otro un gran número de clavijas incrustadas en otros tantos huecos dispuestos en una tabla. Los sujetos debían dar primero media vuelta a la derecha a cada una de las clavijas. Acabada la operación, debían darles otra media vuelta hacia la izquierda. Y así una y otra vez durante 20 minutos. Al  acabar, se les decía que ya había acabado la primera fase de la prueba y que comenzaba la segunda que, en realidad, era volver a hacer lo mismo. Agobia ya solo pensarlo. Efectivamente, resulta difícil pensar algo más aburrido. La zona frontal derecha del cerebro era la que participaba de forma más incidente en la producción de aburrimiento: a menor actividad en esa zona, mayor aburrimiento. Y algo  muy curioso, los que menos se aburrieron fueron aquellos sujetos que mientras hacían esas actividades superaburridas ocupaban su cerebro en otras cosas (cantando, pensando en otras cosas) o introducían variaciones en la forma de llevar a cabo la actividad (con ritmos variados, alterando las posturas, hablando con las clavijas, etc.).
Más interesante, todavía. Una de las ventajas del aburrimiento (y de las ondas alfa) es que, al relajar las zonas del cerebro vinculadas a la atención y la actividad fáctica, facilitan la aparición de otros procesos mentales vinculados a la elucubración, la fantasía, la introspección y la memoria autobiográfica. Es decir, nos permite surfear entre diversos tipos de pensamiento y darle vueltas a la cabeza pensando en ti mismo y en las muchas cosas e imágenes que llevas guardadas en la memoria de tu pasado. En realidad, eso es lo que hacemos en esos estados semi-narcóticos en los que estás en algo, pero no estás.
En fin, que no es tan malo aburrirse. Potencia la creatividad, el que pienses más en ti mismo, el que dejes de preocuparte por estar siempre ocupado. Lo que sucede es que, si le buscamos utilidad al aburrimiento, lo vamos a jorobar y el estrés nos va a venir por el esfuerzo por hacer que incluso el aburrirnos lo hagamos bien para que dé sus frutos. ¡Qué agobio!

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