El sábado pasado (2/05/2020) fue
nuestro primer día de lo que se ha dado en llamar la desescalada de la
pandemia. Los niños ya habían tenido el suyo hace unos días; y ahora llegó el
pistoletazo de salida para los mayores. Desescalada, es decir, primero vino la
escalada hacia la cima (cada semana nos iban avisando que estábamos cerca, pero
que aún no habíamos llegado al pico), luego alcanzamos el pico que, en realidad,
no era un pico sino una meseta (y mira que jode que, cuando piensas que ya has
llegado, vaya y resulte que no has llegado, que la meta no es un punto sino una
línea plana que aún has de recorrer). En recorrer esa puñetera meseta nos
demoramos otro par de semanitas de encierro. Y al final llegó la cuesta abajo,
la desescalada hacia el valle (ahora denominado “nueva normalidad”). Y fue así
que, al final, pudimos salir a dar un paseo. Cada uno en su franja horaria,
pero paseo en libertad, al fin y al cabo. Un respiro.
Fue estupendo. Por lo que pudimos
ver en la tele, hubo lugares donde se acumuló mucha gente. Y la distancia
social se fue a tomar por saco. En Santiago no. Tenemos muchas zonas verdes y
la cosa se hizo fácil. Nosotros nos fuimos por el Campus. Había algunas
parejas, pero se andaba bien. La temperatura magnífica y el paisaje acogedor
como siempre. Puede resultar un poco heavy
que la primera salida libre que uno pueda hacer, coja y se vaya a su lugar de
trabajo, pero así de conformada es mi vida: la primera salida fue a la
Facultad, el mismo camino que hago cada día del curso para ir a trabajar. Un
poco patético sí que es. Y los días siguientes hemos seguido haciendo nuestros
paseos de hora completa. Suficiente.
La cosa es que caminamos con
tranquilidad. Una hora (el tiempo que nuestros amados líderes nos habían
concedido de recreo vespertino a los mayores) no da para mucho, pero fue
suficiente. Nos tropezamos con algunos otros viandantes e intercambiamos con
ellos algunas palabras de saludo. Y fue en esos intercambios cuando me dio en
pensar la forma en que cada uno comentaba la experiencia vivida en estas
semanas de encierro: el relato. Cómo cuenta cada quien lo que está pasando, lo
que le está pasando. Una diferencia
importante radica en el eje central desde el que se construye ese relato:
algunos lo centran en la enfermedad y
te preguntan por si estás bien, si todos en la familia están bien; otros lo
sitúan en el encierro y las
cuestiones que plantean tienen que ver con cómo estás llevando lo de quedarte
en casa, cómo vas como pareja, cómo os las arregláis para la compra y demás;
nosotros no nos hemos encontrado con nadie que lo haga (están en otro turno de
salida), pero calculo que hay mucha gente preocupada por la economía, como
patrones o como empleados, y sus preguntas tendrían más que ver con cómo nos
habían afectado los ERTEs, si seguíamos trabajando o estábamos en paro. Vamos, que al final, cada
uno construye una historia diferente y lo cuenta en función de ello.
La mejor demostración de esa
variedad de miradas es escuchar a nuestros políticos, o a los locutores de
radio, o a los expertos de todas las especialidades. Aunque, supuestamente,
todos están hablando de lo mismo, parecería que cada uno está a lo suyo como en
uno de esos diálogos de besugos que se ridiculizaban en los TBOs antiguos.
Podía ser uno de esos juegos simpáticos para entretener los paseos: adivinar
por la expresión de la cara y por la postura corporal y los andares, cuál es la
versión de la pandemia que nos haría de la gente con la que nos vamos cruzando.
Y aleatoriamente hasta podemos pararnos a cruzar unas palabras con ellos y
contrastar nuestra hipótesis.
De todas maneras, los que lo
tenemos peor somos los hipocondríacos. Si ya lo pasamos mal todo el tiempo, en
estos tiempos de alarma sanitaria es un sinvivir. Los malestares se multiplican,
los síntomas van y vienen a sus anchas y nunca sabes si esa tos, esa fatiga injustificada
o ese tirón muscular es algo pasajero o llegó con el virus para jorobarte la vida. Ayer contaba
EL PAÍS (https://elpais.com/tecnologia/2020-05-05/ansiedad-gestion-del-duelo-y-problemas-de-pareja-las-consultas-mas-habituales-en-las-apps-de-terapia-durante-el-confinamiento.html)
que se han multiplicado las llamadas de auxilio a los psicólogos y que los
colegios profesionales han comenzado a organizar sistemas electrónicos de
consulta con robots. Creo que también el Siri de los iPhone ha ampliado sus
competencias en el ámbito de la ayuda personal. Uno pertenece a las viejas
escuelas psicológicas que valoraban el encuentro personal y la persuasión
individualizada. Se nos escapan un poco estas aventuras asistenciales. Pero
algo hay que hacer. Me ha hecho gracia el anuncio de la Sociedad de Psiquiatría
brasileña que, para evitar la avalancha de llamadas de auxilio psicológico, ha
hecho un anuncio en el que avisa que en situaciones prolongadas de aislamiento
y tensión es natural hablar a las plantas y a los animales. Que eso no debe
preocupar. Que llamen al teléfono de ayuda únicamente en el caso de que unas u
otros les respondan. Es gracioso, pero por lo que vamos sabiendo, la cosa no
está para demasiadas bromas. Ya hemos ido viendo que el virus se viene arriba
cuando siente que no se le toma en serio. Pasamos mucho tiempo diciendo que no
era nada, que no era nada, una gripe del montón y eso hizo que, al final, él
aprovechara nuestra desidia para colarse como un “caballo de Troya” en nuestras
vidas para ponerlo todo patas arriba y acojonarnos. Al final nos va a pasar como a aquel mejicano (hipocondríaco,
claro) que harto de que todo el mundo le dijera que lo suyo no era nada, mandó
poner en su tumba: “¡No, que no, cabrones!”.
Y como el miedo es libre, cada uno
lo va integrando como puede que, en el fondo, suele ser a medida de los
circuitos de ansiedad que cada uno de nosotros lleva dentro. Y no cabe duda de
que esta experiencia nos está dejando una fuerte huella. Escuché esta semana a
Alsina que hablaba de la “sociedad asustada” en que nos estamos convirtiendo. O
sea, una pandemia de hipocondría. La verdad, llama la atención cómo la gente ve
de lejos que te acercas por la acera por la que caminan y se cambia de acera, o
se desvían introduciéndose en el jardín anexo. O apartan a los niños poniendo
como héroes su cuerpo como parapeto para que los virus que probablemente llevas
contigo choquen contra ellos en lugar de tocar a sus hijos. Estamos asustados.
Y todavía los hay que están peor. Después de tantos días recluidos en casa y almacenando susto, han acumulado tanto vértigo a la "normalidad" que, ahora que pueden, no quieren salir. El "síndrome de la cabaña", le han llamado. Vamos a pasar unas semanas desescalando de la pandemia pero en plena cuesta
arriba de hipocondría colectiva.
Pero estábamos con los relatos y
la forma en que cada uno reconstruimos la realidad para ajustarla a nuestras
percepciones, o sensaciones, o intenciones. O sea, que al final, todas las
historias son, en el fondo, versiones parciales y, probablemente, interesadas.
La realidad existe pero la verdad no, solo nuestra verdad, o sea la postverdad esa. Sigue en pie aquel
viejo dicho de Campoamor: “En este mundo
traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se
mira”.
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