jueves, mayo 07, 2020

HIPOCONDRÍA Y RELATO.



El sábado pasado (2/05/2020) fue nuestro primer día de lo que se ha dado en llamar la desescalada de la pandemia. Los niños ya habían tenido el suyo hace unos días; y ahora llegó el pistoletazo de salida para los mayores. Desescalada, es decir, primero vino la escalada hacia la cima (cada semana nos iban avisando que estábamos cerca, pero que aún no habíamos llegado al pico), luego alcanzamos el pico que, en realidad, no era un pico sino una meseta (y mira que jode que, cuando piensas que ya has llegado, vaya y resulte que no has llegado, que la meta no es un punto sino una línea plana que aún has de recorrer). En recorrer esa puñetera meseta nos demoramos otro par de semanitas de encierro. Y al final llegó la cuesta abajo, la desescalada hacia el valle (ahora denominado “nueva normalidad”). Y fue así que, al final, pudimos salir a dar un paseo. Cada uno en su franja horaria, pero paseo en libertad, al fin y al cabo. Un respiro.
Fue estupendo. Por lo que pudimos ver en la tele, hubo lugares donde se acumuló mucha gente. Y la distancia social se fue a tomar por saco. En Santiago no. Tenemos muchas zonas verdes y la cosa se hizo fácil. Nosotros nos fuimos por el Campus. Había algunas parejas, pero se andaba bien. La temperatura magnífica y el paisaje acogedor como siempre. Puede resultar un poco heavy que la primera salida libre que uno pueda hacer, coja y se vaya a su lugar de trabajo, pero así de conformada es mi vida: la primera salida fue a la Facultad, el mismo camino que hago cada día del curso para ir a trabajar. Un poco patético sí que es. Y los días siguientes hemos seguido haciendo nuestros paseos de hora completa. Suficiente.

La cosa es que caminamos con tranquilidad. Una hora (el tiempo que nuestros amados líderes nos habían concedido de recreo vespertino a los mayores) no da para mucho, pero fue suficiente. Nos tropezamos con algunos otros viandantes e intercambiamos con ellos algunas palabras de saludo. Y fue en esos intercambios cuando me dio en pensar la forma en que cada uno comentaba la experiencia vivida en estas semanas de encierro: el relato. Cómo cuenta cada quien lo que está pasando, lo que le está pasando.  Una diferencia importante radica en el eje central desde el que se construye ese relato: algunos lo centran en la enfermedad y te preguntan por si estás bien, si todos en la familia están bien; otros lo sitúan en el encierro y las cuestiones que plantean tienen que ver con cómo estás llevando lo de quedarte en casa, cómo vas como pareja, cómo os las arregláis para la compra y demás; nosotros no nos hemos encontrado con nadie que lo haga (están en otro turno de salida), pero calculo que hay mucha gente preocupada por la economía, como patrones o como empleados, y sus preguntas tendrían más que ver con cómo nos habían afectado los ERTEs, si seguíamos trabajando o  estábamos en paro. Vamos, que al final, cada uno construye una historia diferente y lo cuenta en función de ello.
La mejor demostración de esa variedad de miradas es escuchar a nuestros políticos, o a los locutores de radio, o a los expertos de todas las especialidades. Aunque, supuestamente, todos están hablando de lo mismo, parecería que cada uno está a lo suyo como en uno de esos diálogos de besugos que se ridiculizaban en los TBOs antiguos. Podía ser uno de esos juegos simpáticos para entretener los paseos: adivinar por la expresión de la cara y por la postura corporal y los andares, cuál es la versión de la pandemia que nos haría de la gente con la que nos vamos cruzando. Y aleatoriamente hasta podemos pararnos a cruzar unas palabras con ellos y contrastar nuestra hipótesis.

De todas maneras, los que lo tenemos peor somos los hipocondríacos. Si ya lo pasamos mal todo el tiempo, en estos tiempos de alarma sanitaria es un sinvivir. Los malestares se multiplican, los síntomas van y vienen a sus anchas y nunca sabes si esa tos, esa fatiga injustificada o ese tirón muscular es algo pasajero o llegó con el virus para jorobarte la vida. Ayer contaba EL PAÍS (https://elpais.com/tecnologia/2020-05-05/ansiedad-gestion-del-duelo-y-problemas-de-pareja-las-consultas-mas-habituales-en-las-apps-de-terapia-durante-el-confinamiento.html) que se han multiplicado las llamadas de auxilio a los psicólogos y que los colegios profesionales han comenzado a organizar sistemas electrónicos de consulta con robots. Creo que también el Siri de los iPhone ha ampliado sus competencias en el ámbito de la ayuda personal. Uno pertenece a las viejas escuelas psicológicas que valoraban el encuentro personal y la persuasión individualizada. Se nos escapan un poco estas aventuras asistenciales. Pero algo hay que hacer. Me ha hecho gracia el anuncio de la Sociedad de Psiquiatría brasileña que, para evitar la avalancha de llamadas de auxilio psicológico, ha hecho un anuncio en el que avisa que en situaciones prolongadas de aislamiento y tensión es natural hablar a las plantas y a los animales. Que eso no debe preocupar. Que llamen al teléfono de ayuda únicamente en el caso de que unas u otros les respondan. Es gracioso, pero por lo que vamos sabiendo, la cosa no está para demasiadas bromas. Ya hemos ido viendo que el virus se viene arriba cuando siente que no se le toma en serio. Pasamos mucho tiempo diciendo que no era nada, que no era nada, una gripe del montón y eso hizo que, al final, él aprovechara nuestra desidia para colarse como un “caballo de Troya” en nuestras vidas para ponerlo todo patas arriba y acojonarnos.  Al final nos va a pasar como a aquel mejicano (hipocondríaco, claro) que harto de que todo el mundo le dijera que lo suyo no era nada, mandó poner en su tumba: “¡No, que no, cabrones!”.
Y como el miedo es libre, cada uno lo va integrando como puede que, en el fondo, suele ser a medida de los circuitos de ansiedad que cada uno de nosotros lleva dentro. Y no cabe duda de que esta experiencia nos está dejando una fuerte huella. Escuché esta semana a Alsina que hablaba de la “sociedad asustada” en que nos estamos convirtiendo. O sea, una pandemia de hipocondría. La verdad, llama la atención cómo la gente ve de lejos que te acercas por la acera por la que caminan y se cambia de acera, o se desvían introduciéndose en el jardín anexo. O apartan a los niños poniendo como héroes su cuerpo como parapeto para que los virus que probablemente llevas contigo choquen contra ellos en lugar de tocar a sus hijos. Estamos asustados. Y todavía los hay que están peor. Después de tantos días recluidos en casa y almacenando susto, han acumulado tanto vértigo a la "normalidad" que, ahora que pueden, no quieren salir. El "síndrome de la cabaña", le han llamado. Vamos a pasar unas semanas desescalando de la pandemia pero en plena cuesta arriba de hipocondría colectiva.
Pero estábamos con los relatos y la forma en que cada uno reconstruimos la realidad para ajustarla a nuestras percepciones, o sensaciones, o intenciones. O sea, que al final, todas las historias son, en el fondo, versiones parciales y, probablemente, interesadas. La realidad existe pero la verdad no, solo nuestra verdad, o sea la postverdad esa. Sigue en pie aquel viejo dicho de Campoamor: “En este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.

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