Tenía ganas, muchas ganas, de
escribir sobre esto. No me será fácil, me temo, pero estamos mediando mayo y
éste es, dicen, el mes de las madres y de las flores. Y de eso va la descarga
de emociones que tengo arracimadas en torno a la maternidad. Emociones de
hombre, claro, porque resulta obvio que en esto sí que hay diferencias de
género. No creo que podamos entender lo que significa tener un hijo (no el
tener de la pertenencia o la convivencia sino el tener de concebir, llevar en
tus entrañas, parir, amamantar). No tenemos decodificadores para deletrear esas
vivencias, para aproximarnos a lo que todo ese proceso supone en la vida y las
aspiraciones, en el imaginario de una mujer. Supongo que eso está en el ADN de
todas las mujeres, pero yo no quiero hablar de las mujeres en general, hablo
solo de algunas mujeres. De algunas de
las mujeres que yo he ido conociendo y cuyos esfuerzos y sacrificios por ser
madres me han dejado una huella profunda.
Para ser sincero, he conocido
mujeres que se situaban con igual empeño tanto a un lado como al otro en la
opción de la maternidad. Las que de modo alguno querían ser madres y las que
darían media vida (y de hecho la dieron) por alcanzar esa meta. También entre
los hombres se encuentran esas posiciones dicotómicas del Sí y el No.
La posición en el No, no es muy
diferente entre hombres y mujeres. Ambos manejan razones muy similares: que ya hay mucha gente en el mundo; que la
sustentabilidad del bienestar global requiere contención y se beneficia más de
las adopciones que de los nuevos nacimientos, que la situación económica hace
imposible criar bien a un hijo, que tiene prioridad el propio desarrollo personal
y profesional que el tener nuevos hijos, que no se ven razones para poner en el
mundo nuevos sujetos destinados a ser infelices y esclavizados por el sistema.
Cualquiera de esas razones puede servir para evitar los hijos propios. Todo
ello o, simplemente, que esa opción no está entre las alternativas que ella (o
ambos, si se vive en pareja) se plantean de momento. Algunas de mis amigas
vivían esta posición de una manera bastante racional. La razonaban con
tranquilidad y se notaba que era un convencimiento obtenido tras una
concienzuda consideración de los pros y los contras. En otros casos, la
negación era más emocional y visceral. Era como si hubieran llegado a ella tras
una intensa batalla interior entre deseos contrapuestos. A mí, que soy un
ingenuo integral, lo que más me ha ido llamando la atención es cómo esta opción
del No ha ido creciendo con el paso de los años. Todas las parejas (nosotros los hombres solo
como espectadores y concernidos, claro) hemos vivido ese agobio por los
retrasos en la regla y los posibles embarazos cuando éstos se producían en
momentos inconvenientes. En realidad, ése era un No coyuntural a la espera de
que el Sí fuera posible. Pero lo relevante son los No permanentes, los de
convicción, los que marcan el proyecto de vida de las personas.
Con todo el respeto a aquellas mujeres que
renuncian a la maternidad o que no optan por ella, las que a mí me han
emocionado durante estos años han sido las que han optado por el Sí y se han
dedicado a conseguirlo con tal coraje que no cabe otra cosa que rendirles el
tributo de la admiración y el reconocimiento de un mérito infinito. En su caso,
el tener hijos no es solo el dejar funcionar su condición de hembra a la que la
naturaleza ha dotado del poder de concebir nuevos seres. No es tampoco el dejar
que las cosas sigan su ciclo normal y los hijos vayan viniendo al socaire de los
ritmos que marque el azar o los que planifique la pareja. Esas situaciones
también tienen su mérito en función del compromiso de por vida que las madres
adquieren con sus hijos e hijas, pero entra dentro de la normalidad de los
procesos. Emociona por lo que tiene de misterio y de milagro la maternidad,
pero forma parte de la vida normal. Lo que desborda el ciclo normal de las
cosas es cuando esas rutinas de la procreación se alteran y lo que empieza a
contar es la voluntad y el coraje de la mujer, su deseo de convertirse en
madre.
Supongo que se llega a esa
posición por motivos muy variados. Y resulta obvio que tienen que ser motivos,
sensaciones y expectativas muy fuertes, muy enraizados y firmes en su espíritu porque
el sendero en el que se meten es agónico (en su sentido más literal de algo que
exige mucho esfuerzo y coraje, algo no exento de riesgos). Tuve una colega, joven y hermosa, que
comentaba con frecuencia su deseo de tener un hijo. No tenía pareja. Ella
comentaba que cuando lo decía en su pandilla de amigos, enseguida aparecían
muchos voluntarios para ofrecerle sus servicios masculinos y que pudiera
cumplir su deseo. Pero no era ése el camino que ella prefería. A final se
decidió por un embarazo asistido. Y comenzó su calvario. La medicación de
hormonas a las que debía someterse comenzó a hacer mella en su organismo y fue
alterando su figura. Los primeros intentos de implantación o óvulos no dieron
fruto y los ciclos se sucedieron en una cadencia cada vez más desesperante.
Todo ese trajín le provocó problemas de tiroides que hubo de enfrentar a base
de más medicación. Fueron varios años de tratamiento y medicación, su imagen
cambió totalmente, se le notaba exhausta físicamente, pero ella no perdió ni un
ápice de aquel convencimiento por alcanzar la meta. El último intento (ya no
podría seguir adelante ni por edad ni por condiciones físicas) resultó positivo
y finalmente ella tuvo un hijo precioso. Poco a poco, fue recuperando su figura
y hoy se le ve feliz y renacida tanto en lo personal como en lo profesional. A
mí me tuvo admirado todo el proceso seguido. La veía caer y desmoralizarse por
momentos, pero enseguida volvía a renacer; se intentaba convencer de que aquel
intento sería el último, pero pese a que salía mal y eso la desesperaba, al poco
comenzaba a pensar en el siguiente. Una especie de resiliencia, pero orientada
no hacia sí misma sino hacía aquel personajillo que aún sin existir la tenía
cautivada.
No ha sido el único caso que me
ha dejado una huella profunda. La saga de mujeres dispuestas a superar cualquier
obstáculo para ser madres debe ser enorme. Una de ellas, otra, está viviendo
una epopeya dramática en ese proceso por alcanzar la maternidad. También ha
tenido que someterse a tratamiento médico para alcanzar el embarazo. Pero el
propio tratamiento ha alterado su salud hasta tal punto que ha puesto en riesgo
su vida. Internamientos hospitalarios de urgencia, hemorragias difíciles de
controlar, consultas médicas repetidas…todo lo que llevaría a una persona
sensata a renunciar. Pues no, a trancas y barrancas, con esa cadencia de
momentos altos y bajos intensos, como si se moviera en una montaña rusa, ha ido
superando la frustración de los sucesivos intentos negativos. Y, al final, ha
logrado que el último intento saliera bien, aunque la desazón y el malestar
sigan ahí dando la lata cada poco y obligándola a constantes idas y venidas al hospital
y a las consultas médicas. Y, pese a tanta desventura, ahí la tenemos luciendo
su embarazo de alto riesgo, con esa satisfacción contenida e insegura de toda
embarazada, esperando ansiosa que todo acabe bien. Pero se la ve feliz y
hermosa, como si fuera una deportista que, tras una complicada carrera en la
que pasó por momentos de desaliento y pensó en retirarse, está a punto de
concluir su maratón y alcanzar la meta. Una meta que, en estos casos, no es un
premio ni un reconocimiento, es un hijo.
Es difícil entender de dónde sale
tanto valor y energía, qué hace que una mujer pueda desear tanto algo que, para
conseguirlo, esté dispuesta a poner en riesgo su propia salud, su imagen, su
futuro personal. ¿Es ser madre lo que se busca o es poder compartir la vida con
esa nueva persona que nacerá? Debe ser todo eso, pero, en cualquier caso, esto
es como cuando uno se encuentra ante un paisaje que te desborda por su
hermosura, solo cabe callar y maravillarse.
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