Primer domingo de Mayo: día de la
madre. Día triste para quienes la hemos perdido. Día de recuerdos, de nostalgia, de miradas al
vacío como queriendo encontrarla en algún lugar indefinido donde, probablemente,
también ellas estarán pensando en nosotros, en sus hijos. ¡Ay, las madres!
Como los últimos meses y años de
su vida fueron los que más nos marcaron antes de perderlas, ésa es la imagen
que más reaparece en nuestros recuerdos. Y, por eso, son recuerdos agridulces, entreverados
de pesar por sus sufrimientos; aún estaban con nosotros, pero ya sin estar del
todo, sin ser como ellas eran. Por eso, hoy me gustaría recordarla como ella
era de joven, cuando estaba en plenitud de facultades, cuando era capaz de
llevar adelante una familia numerosa y superar todas las carencias que la
posguerra había dejado en herencia. ¡Qué tiempos aquellos!
A ella le gustaba mucho recordarlos.
Era la parte heroica de su maternidad. Se casó joven, con veintipocos años. Su
primer hijo murió a los pocos meses de nacer, aunque de eso supimos poco
porque, curiosamente, era un tema tabú y nadie nos habló nunca con precisión
del asunto o, al menos, yo no recuerdo
que lo hicieran. Poco después llegué yo y me pusieron el mismo nombre que al hijo
que perdieron, así llenaban el vacío que él les había dejado. Y cada dos años, con
pocas excepciones, fueron llegando los otros hermanos. Hasta 7, que unido al
primero, hacíamos 8. Siete chicos y una chica. 8 hijos, hoy nos cuesta hasta
imaginarlo.
Tiempos aquellos poco propicios
para la lírica, pero según contaban, tanto ella como papá, se casaron muy
enamorados. Ella servía en una casa de amos ricos (“servía”, que palabra tan triste
en nuestro lenguaje de hoy, pero tan realista para describir la situación en la
que, por entonces, tantas chicas comenzaban su vida activa para salir de la
casa paterna e iniciar su propia aventura personal. Le oí contar sin resquemor
que no la trataban muy bien, prácticamente su contrato era “lo comido por lo servido”. Trabajaba muchas horas diarias por la comida
y por el alojamiento. Ella venía de una familia de labradores en Los Arcos,
segunda hija de entre 5 hermanos (3 chicas y 2 chicos). No eran ricos, pero
tampoco pobres: casa propia, campos, ganado, aperos de labranza, etc. Pero las
chicas tenían que buscarse la vida o quedarse a ayudar en casa. Mamá prefirió
irse, o quizás la animaron a que lo hiciera, no lo sé. El caso es que acabó en
Pamplona, sirviendo a una familia bien situada y que podía permitírselo. Era
una chica joven, con lo cual se suponía que en su servicio era, sobre todo, un
aprendizaje (vamos, como los actuales subcontratos de prácticas). Y por lo que
ella contaba, no fue un mal periodo en su vida: se soltó de su familia, aprendió
mucho y aprovechó los pocos ratos de asueto y descanso que le concedían para
enamorar a Javier, un soldadico despistado que se cruzó por su camino.
Y ahí comenzó su historia de madre.
Una historia que, a la larga, fue nuestra historia, la de sus hijos. Nunca
entraron en detalles (o yo no los escuché) de cómo fue el noviazgo, de las
fiestas a las que fueron, de los chocolates con churros que se tomaron juntos
(algunos caerían pues el novio acabó trabajando de camarero en un bar), los
enfados intermedios, las miradas despistadas a otros u otras jóvenes y los celos,
los planes de futuro, la preparación de la boda y los cálculos para pagarla,
los líos de los invitados y con quien sentarlos, el conocer a la familia del
otro, etc. En fin, todos esos líos que hay que resolver para pasar del tú y yo
al nosotros. Pero lo consiguieron. Y no les fue mal, hasta donde nosotros
sabemos.
La cosa es que, con esa cadencia
de los dos años, fuimos viniendo al mundo los hijos. Muchos en el mes de Mayo,
lo que nos permitía meternos con ellos y preguntarles qué carajo sucedía en el
mes de Agosto para que 9 meses después apareciera puntualmente un nuevo
vástago. Las fiestas de los pueblos donde vivíamos, solían respondernos. Por lo
visto, vivían a fondo esas fechas de relajo colectivo. Los tres primeros (4 si
contamos al primero) nacimos en Pamplona (esa es la foto que encabeza este
post), el siguiente en Larrasoaña y el resto ya en Saigós. Controlar a esa troupe de hijos sucesivos no debió ser
nada fácil. Supongo que tendrían que ser
estrictos en la disciplina. Entonces había menos prevenciones que ahora y algún
sopapo nos debían dar de vez en cuando. Mamá era más partidaria, por lo que
recuerdo entre nebulosas, de la zapatilla. Y luego estaban los castigos. A mí,
que debía ser bastante glotón (un día me contó ella que en las comidas eran
frecuente que mis hermanos se quejaran amargamente “mamá, Miguel Angel se ha
comido mi pan”), había uno que me traumatizó para siempre: el que me castigaran
sin cenar. Aún hoy soy incapaz de irme a la cama sin cenar, aunque me encuentre
empachado o me sienta fatal por cualquier motivo. No cenar no es nunca una
opción. La cena es un rito imprescindible para poder dormir. Debe ser la herida
que me quedó de crío.
Su mérito educativo aún es más
remarcable porque todos llevábamos la semilla del diablo en el cuerpo. Fuimos
críos muy movidos e inquietos. Juguetones, creativos, incontrolables. Y eso
hacía que los accidentes se sucedieran: cuando no era uno que se había subido a
un lugar imposible, era otro que se había caído y abierto una brecha, o el de
más allá que se había roto la pierna o el brazo jugando; cuando no era el
maestro o la maestra que les mandaba alguna queja o nos dejaba castigados, era
algún vecino o el cura que nos ponía a parir por pelearnos o no obedecerles. ¡La
guerra que debimos darles!. Y si fuimos difíciles de niños, de adolescentes no
quiero ni pensarlo.
Buenos y malos tiempos aquellos.
Como todas las familias de entonces, supongo. Llegábamos justitos a final de
mes. Había que hacer muchos cálculos para que las cuentas salieran. Vivíamos
todos del salario de mi padre, empleado de la Diputación como caminero. Un
trabajo duro y con salarios poco generosos. Debíamos generar nuestros propios
medios de subsistencia: la huerta con patatas, hortalizas y verduras; los animales
de casa gallinas, cerdo, conejos; la leña para el fuego que cortábamos en la
madera que nos correspondía del monte; las obras internas que eran siempre de bricolaje
propio; y así todo. Se hacían compras para mucho tiempo: habas, garbanzos. Y se
hacían milagros de sustentabilidad y recuperación de sobras y desperdicios. Y
toda esta parte, o mucha de ella, era obra de mamá. Y luego, aún quedaban las
enormes tareas de mantenimiento de la vida cotidiana: las coladas con la ropa
de todos (que había que ir a lavar al río o al lavadero del pueblo), la comida
de cada día (y tenía su mérito alimentar a aquella jauría de chavales
hambrientos a los que acostumbraron a comer lo que había, sin mucha
consideración a los caprichos o repugnancias personales: la regla general era
que no se podía dejar nada en el plato, que había mucha gente que pasaba hambre
y que al papá le había costado mucho trabajo ganar lo que costaba la comida),
la limpieza de la casa, en fin, ese millón de tareas que se acumulan en el
cotidiano de una familia supernumerosa.
Nosotros le ayudábamos, claro,
pero ella era la que estaba al frente, la que sabía cómo se hacía, la que
disponía de los recursos. Ella era, por derecho propio, la etxekoandre, el ama de casa (ama en todo el sentido del término: dueña,
ama, gobernanta). Por eso choca con mi experiencia cuando ahora hablan de las
mujeres como ninguneadas en sus casas, como figuras secundarias y necesitadas
de protección. No era así, desde luego, en Navarra. Recuerdo a mi padre, entregarle a mi madre
disciplinadamente su sueldo al principio de cada mes y poniéndole cara de bueno
para que le diera la paga para cada semana y que él pudiera tomarse algún
respiro en la taberna jugando al mus o tomando un chiquito con los amigos.
La vida era dura, pero, salvo los
colapsos puntuales (enfermedades, nacimientos, momentos de presión en el
trabajo, etc.) yo creo que fueron felices. También nosotros lo pasamos bien. Sin
comodidades, por supuesto, pero mejorando poquito a poco. Cuando se pudo, papá
compró su bicicleta para poder ir a trabajar. Con algunos ahorros que no sé
cómo conseguían reunir, compraron su primera radio. Y mucho más adelante, la
televisión. Y se iba así, paso a paso. Me ha recordado mucho aquel momento mi
último viaje a Cuba. Allí las familias están igual que nosotros entonces, van
progresando en la medida que pueden. Si solo pueden llegar a una moto, tienen
moto; si después de mucho trabajo pueden llegar al coche pues comprarnsu coche
de la mano que sea y se aferran a él y lo conservan como oro en paño. Y así,
poco a poco, va mejorando su situación. Así era en nuestra casa, partido a
partido, día a día. Si se podía, se podía y si no pues había que esperar a que
se pudiera.
Como yo salí de casa pronto solo
tengo recuerdos parciales: de mis primeros años, de las vacaciones de navidad y
verano cuando volvía de vacaciones, de lo que se ha ido comentando en casa desde
entonces. Pero al final, todos crecimos bien, vivimos con intensidad aquellos
años y recordamos con mucho cariño nuestros primeros años. Y en el centro de
todos ellos, allí está mamá: las veinticuatro horas del día, de todos los días.
Siempre estaba allí, unas veces con buen humor, otras con menos ganas, pero sin
desanimarse mucho. Ni siquiera en los malos momentos que ella misma tuvo que
pasar por enfermedades propias y de la familia. Siempre al pie del cañón.
Bueno, cuando hemos tenido la
suerte de que nuestras madres nos acompañaran hasta edades avanzadas, tendemos
a recordarlas siempre en esas etapas finales de su vida, de madres-abuelas.
Pero ellas también fueron jóvenes, también dejaron a sus padres e iniciaron su
propio camino, también pasaron por esos periodos difíciles y gustosos del
enamorarse, casarse, disfrutar de su pareja, tener sus primeros hijos e ir
construyendo el entorno familiar que después controlarían con mayor o menor
acierto, pero siempre con inmenso cariño. También se merecen que las recordemos
guapas, llenas de vitalidad, ilusionadas con lo que les quedaba por vivir. Yo
tengo delante de mi mesa de despacho esa hermosa fotografía tuya, mamá,
paseándonos a tus hijos mayores. Y me gusta muchísimo. Me gusta porque yo
mismo, el mayor, me veo como un niño muy guapo y muy zabalza con mi pañuelico
de fiestas al cuello. También está guapa la Blanqui con esa mirada intensa a
algo o alguien que le llamaba la atención. Y, lo mismo se puede decir de Santi,
el pequeñajo de entonces que también está encandilado mirando el mundo que le
viene por delante. Pero me gusta, sobre todo, porque ahí estás tú, joven,
fuerte, animosa y encantada de lucirnos a los primeros de la saga. Igual que
harías después con todos los demás.
¡Un beso nostálgico, mami!
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