Los expertos en la materia suelen
afirmar que los presos acaban teniendo problemas de vista porque sus ojos se
acostumbran a los espacios cortos de las celdas y eso les hace perder
sensibilidad con respecto a los espacios grandes. Una especie de miopía sobrevenida
ocasionada por su adaptación a las condiciones ambientales en las que han
vivido durante mucho tiempo. Algo de eso, en sus debidas proporciones, ha
debido pasarnos a nosotros a causa del encierro prolongado a que nos ha
sometido la pandemia. Acabas acomodándote a las dimensiones reducidas de tu
casa, te mueves de tabique a tabique y todo queda encogido, hasta el ánimo.
Cambian tus tareas, tus rutinas, tus intereses y, a lo que se ve, también tu
vista. Quizás por eso, resultaba tan placentero asomarte a la ventana, da lo
mismo que lo que pudieras ver fuera un patio interior, una calle vacía de
coches y gente, o simplemente, la casa de enfrente con su ropa tendida.
Afortunadamente, el poder salir a
pasear en tu franja horaria nos vino como agua de mayo (y nunca mejor dicho
porque en ese mes comenzó nuestra liberación a plazos). Fuimos readaptando
nuestra vista a espacios más amplios y menos urbanos. Para nosotros fue un
placer caminar por la orilla de los ríos: nuevos paisajes, nuevos sonidos,
movimientos más amplios y duraderos. Una aproximación a la “nueva normalidad
que nos prometen”.
Pero la guinda de esa
recuperación visual vino ayer, con mi primer paseo por el Paseo Marítimo de La
Coruña. El mar es otra cosa, es un mundo sin límites, un paraíso para la vista.
Te atrapa, te seduce, te llama, te habla, te acaricia. A veces, incluso, te
atrae de forma irresistible (como dicen que hacían antes las sirenas) y sientes
la tentación de arrojarte en sus brazos, de hundirte en el agua como si fuera
un colo acogedor. Ya sabes que es una tentación traicionera, pero el mar lo
intenta y emplea en ello todos sus recursos de seducción. ¡Ay el mar…!
Supongo que este irresistible
atractivo del mar es más notorio cuando uno ha nacido tierra adentro, como es
mi caso. Probablemente, quienes nacieron junto al mar, la convivencia con las
playas y la presencia permanente del mundo marino han colmado suficientemente
la necesidad de vivir y sentir el agua. Para mí, esa carencia innata ha
generado una ansiedad que solo se puede apagar cuando uno se satura de estar,
ver y sentir el mar. Aún recuerdo cuando, en nuestros primeros años de
matrimonio y con los niños pequeños, veníamos de Madrid donde vivíamos a pasar
las vacaciones a Coruña con los abuelos. Era un viaje terrible de día largo
completo: salir temprano de Madrid para llegar, cayendo la noche a Coruña. Nuestro hijo dormía bien hasta Medina del
Campo y luego comenzaba el calvario del “¿cuánto falta?”, los juegos del
“choche amarillo, animal de cuatro patas y señor con gorro”, las canciones a
varias voces incompatibles, las conversaciones didácticas, las paradas para
hacer pis. Y mis juramentos a media voz para ciscarme en mi mala suerte porque
todos aquellos camiones que había logrado adelantar en la última hora, se había
puesto delante nuestro de nuevo por la puñetera parada anterior. En fin, un
viaje duro y agotador. Llegar a Coruña era como volver despertar de un sueño. Y
una vez allí, descargábamos las cosas, daba un beso a mis suegros, e
inmediatamente cogía al peque y nos íbamos al Orzán a ver el mar. La casa
estaba junto a la Plaza de Pontevedra, así que el mar nos quedaba a 50 metros.
En la playa de Orzán había entonces todo un muro de grandes bloques de piedra
que servían de frontera entre la playa y la carretera y la ciudad. Nuestro gran
placer era saltar de piedra en piedra, aún a riesgo de partirnos la crisma
(Michel tenía aún 2 años). Saltar las piedras y ver el mar. No había mejor
premio tras un viaje tan sufrido.
En fin, la maravilla del mar. Te
abre los ojos, te permite sentir eso que se llama “la inmensidad” del mar. La
pena es la mascarilla. La visión del mar marida bien con el rumor tranquilo de
las olas (hoy el mar está tranquilo y hermoso) y con ese olor característico
que mezcla el salitre con la humedad. Con la mascarilla se rompe la trilogía
sensorial que orla la experiencia del mar. Pero así y todo, es una experiencia
fantástica.
Estupendo mar el de Coruña. Mejor
aún, cuando llegas a él con tantas ganas de mar, de luz, de horizonte. Y es en
esa especie de climax cuando en tu interior aquella musiquilla contagiosa que
tanto place a los coruñeses (https://youtu.be/MXHb1XmZgis):
“¿Qué más se puede
pedir?,
¿Qué más se puede se
puede pedir?
Que vivir en la Coruña,
mi bien,
¡qué más se puede
pedir!”
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