Días hermosos estos que estamos
teniendo en Galicia: 25-28 grados y un sol estupendo. Entre eso y el ansia por
salir a pasear en la estrecha franja horaria que nos han habilitado a los
mayores, el paseo vespertino se ha convertido en una rutina imprescindible en
la agenda diaria de nuestra pandemia. Y da gusto ver cómo los espacios se van
adornando con gente. Y la gente es como las flores: adornan y enriquecen los
paisajes. Da gusto verlo todo con esa vida que otorgan las personas que hablan
y caminan. La primavera ya no está sola,
ya nos tiene ahí como admiradores y como personajes de su particular
policromía.
Estupendos los paseos, la verdad.
Y, a la vez, reveladores de lo que, en realidad, somos como personas y sujetos
sociales. El paseo es como un mirador de la temperatura social, un observatorio
de tendencias. De las que tienen que ver con aspectos superficiales como la forma
de vestirse, de caminar, de saludar, de moverse en la naturaleza, pero también
de otras tendencias más sustantivas como la forma de vivir la pandemia, la
forma de responder a los mandatos políticos, la forma de situarse en el propio
entorno natural y social. Bueno, supongo que decir esto y decirlo así es una
especie de deformación profesional. Eso me pasa a mí. Seguramente, el resto de
paseantes hace justamente eso, pasear y regodearse en el placer que el
movimiento y el esfuerzo les proporcionan después de un día encerrados en casa.
Andar fijándose en las cosas es manía de voiyeurs.
Y en el pecado tenemos la penitencia.
Pues fruto de esa curiosidad,
ayer pude constatar que esto del confinamiento se va acabando. El poder
conminatorio de las normas (y del temor inducido sobre el que se basan) está
decayendo ante la fuerza expansiva de la necesidad y deseo de la gente (sobre
todo los jóvenes) de salir y encontrarse con otros. Nuestro paseo de ayer, pese
a lo recóndito de los senderos por los que transitábamos (a orillas del Sarela,
un riachuelo precioso que rodea la parte noroeste de la ciudad y que en su día
mantenía activos numerosos molinos, hoy ya derruidos y abandonados), estaba
saturado de grupos de adolescentes que buscaban, supongo, lo recóndito del
lugar para organizar su encuentro y, posiblemente, su botellón vespertino. No
era su franja horaria, por supuesto, pero allí estaban a buen recaudo de la
vigilancia policial.
La primera impresión fue
positiva. Bueno, querer sujetar en casa durante tanto tiempo a estos chavales
es como querer poner puertas al campo. Está claro que ellos y ellas van a
buscar cualquier rendija por la que escapar de las cadenas. No se les veía en
absoluto preocupados, más bien al contrario, hacían gala de su seguridad, de
que ellos eran invulnerables a esta pandemia. Seguros de sí mismos, además, en
lo que estaban haciendo. Nada preocupados por ocultarse (tampoco podrían porque
eran muchos) y, eso sí, algo recelosos de ver que la mayor parte de la gente
que transitaba por aquel sendero éramos gente mayor (era nuestra franja
horaria). En la ida, fue una simple constatación de su presencia: había muchos
jóvenes juntos en esa zona escondida de la ciudad.
Al regreso, no solo el grupo
había aumentado, sino que observé algo que me llamó mucho la atención: un chico
sostenía de pie a una chica que parecía mareada o desmayada mientras otra le
subía los pantalones. Quizás haya bebido mucho y esté borracha, pensé. O quizás
hayan tomado alguna droga y esté mareada. Por supuesto, no puedes quedarte
mirando porque no procede. Y tampoco puedes ofrecer tu ayuda porque te mandarán
a la mierda y te insultarán como viejo entrometido. Y siguió nuestro paseo.
Yo caminaba, pero en mi cabeza se
había instalado el típico bucle de la disonancia cognitiva: ¿qué hago?, ¿qué se
hace en una situación así?, ¿avisas a la policía de que hay un grupo de jóvenes
en la orilla del río?, ¿y por qué tienes tú que meterte en ese berenjenal moralista?,
¿qué es en realidad lo que me está preocupando, los jóvenes reunidos o la chica
mareada? Si fuera solo eso, la reunión de jóvenes, yo ya tenía claro que no
haría nada. Pero estaba también el caso de la chica que me pareció que estaba
mal, y ahí ya no estaba tan seguro: de pasarle algo los chavales no tendrían fácil
sacarla de allí para llegar al hospital. Pero podrían llamar ellos a la policía
o a una ambulancia, me contestaba a mí mismo. ¿Y si no se atreven?
Bueno, no hace falta decir que,
al final no hice nada. Y que me quedó esa preocupación. No sé si es bueno eso
de preocuparse por los demás haciendo de Big Brother. La gente no necesita ese
tipo de ayuda y, los que menos, los jóvenes que es, justamente, de lo que
desean librarse. Y necesitan hacerse responsables de sus comportamientos, me
contesto yo mismo para tranquilizarme. Quizás ni siquiera fue real lo que vi y
ellos estaban simplemente jugando. Pero uno no se queda tranquilo. Hasta soñé
con ellos.
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