Lo primero que pensé es que estaba como una
cabra, que era una frase sin sentido. ¿Intimidad?, pero si la radio es
justamente hablar para otros, si tienen miles de oyentes (escuchantes, le
gustaba decir a Pepa Fernández) atentos a lo que dicen, ¿qué tontería es esa de
la intimidad? De todas formas, la idea quedó rondando mi cabeza porque el
locutor volvió a repetirla varias veces. Poco a poco, mi disonancia cognitiva
fue amainando. Bueno, acepté, algo de intimidad tiene si la comparamos, por
ejemplo, con la televisión o con el teatro. La televisión necesita el
espectáculo y eso mismo le sucede al teatro. En el teatro, se lo he escuchado
decir explícitamente a algunos actores en sus espectáculos: “esto sin ustedes
ahí, no sería lo mismo”. Y está visto que los programas de televisión también
necesitan de la presencia de espectadores. De hecho, muchos programas llenan de
gente el plató donde se desarrollan. Precisan del clima colectivo que genera el
tener gente allí. Y, a veces, también lo hacen los conductores de programas de
radio: se llevan gente que haga de público asistente para que los arrope y se
sientan sus risas, sus aplausos, su presencia. A eso no le podemos llamar
intimidad.
Pero, si dejamos eso aparte y
pensamos en el locutor o locutora solos delante de su micrófono (aunque al otro
lado de los cristales pueda entrever a los productores y técnicos), esa soledad
sí es capaz de generar un entorno de intimidad. El locutor se suelta, se
confía, se crece y comienza a escucharse a sí mismo. Entra en un bucle en el
que habla en alto y lo hace como si hablara para sí mismo. Lo que debía ser una
conversación con los oyentes se convierte en un diálogo consigo mismo. Y en ese
clima de recogimiento es cuando pueden aparecer confesiones personales, ideas
que en otro contexto no se atrevería a expresar, emociones no fácilmente
confesables. Es, efectivamente, la intimidad.
Entenderán (las dos o tres
personas que puedan llegar a leer esto) que la reflexión anterior me interesa
solo en la medida en que me conduce a mi propia situación en relación al blog. Ese
dilema entre lo público y lo íntimo lo he sentido desde el mismo inicio de este
blog. Allá por noviembre de 2006 escribí un post sobre este tema. Lo titulé “Un
confesionario o el Hide Park Corner”, tratando de analizar el sentido que tenía
el blog para mí: servía para expresar mis pensamientos e ideas sin otro
destinatario que yo mismo o se trataba de un ejercicio narrativo destinado a
quien me pudiera leer. Ya me di cuenta en aquel momento que, aunque pudiera
parecer lo contrario, no era una disyuntiva excluyente. Hablaba para mí, pero
siempre con el deseo-temor de que otros lo leyeran.
Es complejo esto de la intimidad. Me pasa como a los locutores.
Te sitúas tú solo ante el papel (la pantalla) y tratas de recuperar
sentimientos que son personales. Escribes en solitario y es como si escribieras
para ti, pero siempre está por detrás de ti el susurro de quienes te pueden
leer, cada uno poniéndote sus propias condiciones. Lo que hace que cualquier
cosa que escribas es siempre una conversación, un diálogo, a veces contigo
mismo y siempre con los que te puedan leer (y si esto lo lee fulanito o
menganito, o mi mujer, o mis hijos, o los colegas del trabajo qué van a pensar;
y si la persona de la que estoy hablando, aunque disimule quién es, se da
cuenta, cómo va a reaccionar).
A veces, pocas, te olvidas de esos posibles
lectores (afortunadamente, siempre pocos) y te sueltas más. Otras veces, la
audiencia (real o potencial) se te hace más presente y, entonces, el umbral de
alternativas disponibles se va reduciendo. No es tan fácil lograr el equilibrio
adecuado. Al final, no te queda más alternativa que ser tu propio censor,
contar solamente aquello que se pueda leer sin consecuencias personales o
grupales, eliminar los temas tabú (por supuesto, el sexo, la política, la familia,
la religión), buscar el lado positivo de los acontecimientos y las personas. Y, sobre todo, dar una buena imagen de ti mismo.
Así que, si lo piensas bien, la intimidad se va al carajo y lo que te queda son
los fuegos de artificio.
Ya lo decía mi madre, “y tú, ¿qué
necesidad tienes de escribir esas cosas?”. Pobre, si ella supiera…
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