7 semanas de confinamiento y una
de las cosas que más echamos de menos es el cine. A estas alturas habríamos
visto un mínimo de 10-12 películas nuevas. Es un déficit preocupante que va
consumiendo poco a poco tus reservas de cinéfilo y corres el riesgo de entrar
en una fase de síndrome de abstinencia. No es que no veamos cosas, sobre todo
gracias a San Netflix, pero te falta esa cosica de la butaca del cine, de las
pantallas enormes, de los sonidos envolventes, de las irritantes palomitas.
Falta el espectáculo. Y, sobre todo, echas de menos la novedad de las
películas. Las cadenas de televisión ofrecen muy poco cine y lo que pasan son,
salvo excepciones, cosas intragables. Y, en cualquier caso, y esto se refiere
también a NETFLIX, son películas que ya has visto.
Así que vamos viendo cada día alguna
cosa aceptable que pongan en Netflix.
Ayer escogimos ME CASÉ CON UN BOLUDO, un film argentino de 2016 dirigido
por Juan Taratuto y protagonizado por Adrián Suar y Valeria Bertolucci. Por
supuesto, ya la había visto (creo que en un avión), pero era novedad en Netflix
y la 5ª más vista ayer. Además, era argentina. Suficiente para animarnos a
repetirla.
La película, sin ser excelente,
tiene sus cosas interesantes. Una pareja especial, argentina, que se casa de
forma precipitada para descubrir después que su vinculación respondía más a los
personajes que ambos desempeñaban que a coincidencias y afinidades sobre lo que
realmente son como personas. Es un tema
excelente, como todos los que se refieren a las relaciones de pareja. Y más aún en estos tiempos de encierro
domiciliario.
La historia que cuenta Taratuto
va avanzando siguiendo los patrones clásicos en él. Pareja peculiar que inicia
(me casé con un boludo) o concluye (un novio para mi mujer) su vida en común y
que somete a revisión lo que esa experiencia significa para ellos. Ambas entran
en la categoría de comedias románticas, lo que supone que tratan el tema con
superficialidad suficiente como para que pierda dramatismo y haga gracia. Y al
final, con happy end. Pero lo interesante en ellas, más que la trama y los gangs, es el guion, como es habitual en
las películas argentinas.
La historia, por tanto, se
plantea en torno a lo que vemos en nuestras parejas, en el engaño que todo
noviazgo supone. El film convierte en protagonistas a dos actores, lo que le
permite exagerar más la obvia contradicción entre persona y personaje, pero ese
dilema es igual en cualquier pareja sea cual sea el rol que cada uno
desarrolle. Por eso es habitual la queja de quienes se desenamoran: es que me
enamoré de alguien que luego comprobé que no era; es que ha cambiado mucho; es
que ya no es como era. De las etapas de la vida en las que uno necesita
vender su mejor imagen y, por tanto, fingir hasta donde sea necesario, la del
noviazgo (o como quiera que se llame la fase de aproximación y seducción de la
pareja) es la más importante. De hecho, lo es en todas las especies: en todas,
cada individuo de la especie debe desarrollar técnicas de cortejo y seducción.
Le va en ello media vida. Por eso, resulta conmovedor en la película cuando él
reconoce que todos mentimos un poco en nuestras relaciones porque necesitamos gustar
al otro y adaptarnos a lo que él/ella espera. Es así que la pareja funciona. Es
decir, necesitamos jugar bien el personaje. Lo cual es una verdad como una
casa. Otra cosa es que ese personaje se aleje en exceso de la persona que
somos. Entonces, como le pasa a ella, acabaremos con problemas de salud.
Pero este actuar el personaje, más
que valorarlo como engaño punible habría que considerarlo como un acto de amor,
como una parte esencial del proceso de seducción. Recuerdo al Jack Nicholson fóbico
de “Mejor imposible” construyendo con ansiedad su mejor piropo para Helen Hunt,
“tú consigues, le dijo, sacar lo mejor de mí mismo”. “Es el mejor piropo que me
han dicho nunca”, le contestó ella. Pero no era tan original; de hecho, esa es
la constante básica de cualquier cortejo: mostrar la mejor versión de uno
mismo. Y lo que dicen los estudiosos es que ese disfraz del personaje dura poco
(4-5 años), que poco a poco la “mentira estratégica” se va diluyendo en el roce
diario con la vida cotidiana y cada uno vuelve a su ser real. Leí que una
diputada radical italiana llevó al paramento una propuesta de ley en la que se
convertía el matrimonio en un compromiso temporal por 5 años, transcurridos los
cuales los cónyuges serían libres de continuar o no. Caso de querer continuar,
volverían a ratificar su compromiso. No salió adelante. De todas formas, en
algunos casos, la vestimenta del personaje ni siquiera dura tanto: conozco
casos en que la separación se produjo al volver del viaje de novios.
Más allá del toque esperpéntico
que la película da a la historia que cuenta (forma parte de la conversión de la
relación en espectáculo), la transformación que en ambos se produce es plausible.
La generosidad y empatía de uno se transforma en egocentrismo y divismo; la
baja autoestima y dependencia de la otra va mejorando y ganando en seguridad en
sí misma. Está claro que él juega al personaje tanto en el inicio de la
relación como cuando pretende reconstruirla. Cuesta creer que la primera versión
de ella sea su yo auténtico y que solo después esté jugando al personaje.
Probablemente, ambos juegan al personaje todo el tiempo, solo que escogen mal
los matices del suyo y los convierten en incompatibles.
Al final, lo que la psicología
nos señala es que nuestra identidad no es una sino un conjunto variado y
polícromo de identidades. Es lo que Meijers y Hermans describen como diversas “posiciones
del yo” (The dialogical Self Theory).
Es decir, no tenemos una identidad única y estable, somos muchos yo que
conviven en nuestro interior y que dialogan entre sí. Mi yo de adulto es
diferente de mi yo de padre y de mi yo de esposo y de mi yo de profesor. Y así
sucesivamente. Yo lo sé bien porque tengo a mis yo peleándose constantemente. De hecho, nos asombramos mucho de la forma distinta de pensar y
actuar cuando somos uno o somos otro de nuestros yo, de los diferentes
personajes por los que vamos transitando a lo largo de nuestra vida. Y el cine
lo ha puesto de manifiesto presentándonos personajes crueles hasta lo indecible
cuando actúan como dictadores o jefes mafiosos y cariñosos cuando están con sus
hijos pequeños. Quizás todos nuestros yo tienen algo en común y están unidos
por líneas transversales que los conectan, pero siguen siendo distintos.
Ahora que estamos en tiempos de
virus, ya nos han advertido que también nuestro odiado coronavirus está mutando
periódicamente, lo que hace más difícil que puedan actuar contra él. No es de
extrañar, por tanto, que la gente mute de novio a esposo, o de una época de
triunfos a otra de olvidos, de trabajador a jubilado, de lunes a sábado. Está
en la condición humana. Y llegados a este punto ya no sé si estoy hablando del virus,
del protagonista de la película o del tipo que escribe esto.
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