Pues sí, tal día como hoy, 14 de
abril de 1974, dimos el pistoletazo de salida a esta aventura que nos ha durado
46 años y esperemos que siga los que nos queden de vida. Las bodas de Nácar, les llaman. Cuando lo dices por
ahí, la gente, sobre todo si es más joven que nosotros, se extraña: “¿Sí. tantos?”,
te dicen, y ves en su mirada algo raro, como una mezcla extraña de sensaciones.
Uno no sabe si es admiración, extrañeza, compasión o simple sorpresa ante algo
raro. Así que casi te apetece no decirlo, o quitarte años como con la edad.
Pero esa es la verdad objetiva, hace hoy 46 años mi chica y yo ratificamos
nuestro compromiso de vivir juntos y construir una familia. Y lo hicimos en un
contexto simple, una pequeña iglesia de aldea, y rodeados solamente de nuestros
padres y los hermanos y sobrinos de ella. Eran otros tiempos, ciertamente, pero
no echamos de menos, ni entonces ni ahora al recordarla, ninguno de los otros
fastos que se han ido acumulando en las bodas.
No llevábamos mucho tiempo de
novios. Éramos compañeros de estudio en la carrera de Psicología de la
Complutense y amigos desde hacía un par de años, al socaire de la interacción
académica y de ocio entre nuestros colegios mayores (ella en el Isabel de
España y yo en el Pío XII de entonces). Intimamos más en el último curso de la
carrera y alargamos nuestra vida madrileña a través de proyectos comunes con el
Instituto de la Juventud y con los Hogares Promesa. Las leyendas urbanas no suelen
conceder buen pronóstico al salto de las relaciones de amistad y colegueo a
relaciones de noviazgo. Y lo mismo sucede con la transformación de confidentes
en enamorados. Sin embargo, nuestro caso debió ser una excepción, fuimos
compañeros de curso y amigos durante los tres años de psicología, ella fue mi
confidente cuando otras relaciones se torcían o no avanzaban y yo fui su amigo
de estudios, más chapón que ella y al que podía acudir para estudiar juntos. Al
final, sin saber muy bien cómo pasó, empezamos a mirarnos con otros ojos y a
atrevernos a sentir juntos emociones de otra naturaleza. Y allí, un buen día, tumbados
en la hierba de lo que entonces era el entorno del Mara y el Aquinas, viendo
pasar aviones de un desfile, aunque sin fijarnos mucho en ellos, se inició nuestro
proyecto de vida en común. Y hasta hoy
Como, a la postre, somos hijos
del 68 (en ese año comenzaron nuestros estudios universitarios) y aún nos tocó
correr alguna vez delante de la policía y esquivar a los “sociales” que
deambulaban de incógnito (eso creían ellos) por la Facultad, nuestro plan de
boda fue bien contestatario: noviazgo corto, idea de casarse de vaqueros y sin
invitados salvo padres y hermanos, boda en una pequeña parroquia de aldea (Orazo)
oficiada por el hermano de ella y un tío mío pasionista, con banquete en el comedor
de casa. Más simple imposible. En noviembre nos dijimos que, tal como estaban
las cosas, por qué no nos casábamos, en navidad se lo dijimos a la familia y planificamos
la boda para la Pascua de Abril
Como, de aquella, vivíamos en
Madrid atendiendo a los niños acogidos en nuestro Hogar Promesa, aprovechamos las
vacaciones de Semana Santa en que los niños iban a sus casas para viajar a
Galicia y casarnos. Antes yo pasé por Navarra a recoger a mis padres. Fue aquel un
viaje complicado en el Seat 127 marrón, nuestro primer coche que, ahora
cuando pienso en él, no consigo entender cómo hacíamos para caber dentro con
tantas cosas. Tampoco es que mis destrezas como conductor estuvieran sobradas.
De hecho, me salí de la carretera en una curva al poco de salir de Tafalla. Mi
padre, que no conducía, me miraba con cierta impaciencia, contento de ir a la
boda, pero con el susto en el cuerpo ante mi bisoñez como conductor y un viaje
tan largo que ya comenzaba mal. No era fácil viajar en aquellos años desde
Navarra a Galicia: en el mejor de los casos era un viaje para dos días.
Viajamos por Vitoria a Bilbao y allí por Santander a Gijón donde hicimos noche
agotados. Y al día siguiente, víspera de la boda, de Gijón a Coruña. Llegamos
bien entrada la tarde. Mis padres no conocían nada de ese recorrido, así que
también se sentían contentos por poder conocer conmigo lugares como Santander,
Asturias y Galicia. Un viaje tan largo tuvo, también, sus ventajas y nos dio
oportunidad de hablar mucho entre los tres, cosa que no solíamos hacer al vivir
yo fuera del entorno familiar desde hacía muchos años. Recuerdo con simpatía la
insistencia de mi madre con el pijama. No recuerdo si es que me había olvidado
de meter el pijama en la maleta o que el que llevaba no le parecía digno de una
noche de bodas. Estaba empeñada en que debíamos parar en alguno de los pueblos
por los que pasábamos para comprar un pijama nuevo. Yo no sabía cómo decirle
que el pijama, precisamente el pijama, iba a ser algo bastante innecesario en
esas noches. Ya antes, en Tafalla, se había empeñado en que debía comprarme un
traje, que no podía casarme, aunque fuera en la intimidad, sin un traje. Y,
como era previsible, ella ganó la batalla.
…..
“¡Ojo, ojo!, me advierte por el
pinganillo mi otro yo, el angel saigós que coordina el blog, que lo que
celebras es el 46 aniversario de la boda, ¿no sería mejor hablar del hoy que
regodearte en un ayer tan lejano?”. Bueno, pues no sé, debe ser que resulta más
fácil acudir a la nostalgia del pasado que revisar el presente. Se dice que celebrar un aniversario requiere recuperar la
memoria del pasado, celebrar las alegrías del hoy y fantasear con las
esperanzas del futuro. Hablar del
pasado es una tarea simple, de mero narrador. Hablar del presente se hace más costoso
porque significa reflexionar sobre lo que te pasa ahora y darle un sentido,
cosa no siempre fácil sin revolver muchas emociones y sensaciones. Pero es un
reto interesante, aunque solo sea una aproximación superficial. Ir más al fondo
requiere la presencia de tu abogado, o de tu psicoanalista.
La verdad es que esto de estar
encerrado en casa con tantas horas por delante (aunque se pasan en un suspiro),
con tantos días, todos iguales, a tu disposición crea un entorno que da pie a
pensar y darle vueltas a tu cabeza. Esto es como hacer el Camino de Santiago,
los primeros días son atractivos y echas mano de todos tus recursos para
adaptarte a la situación, pero a medida que avanzas, que lo que tienes que
hacer es simplemente andar (como ahora es dejar que pase el día), lo que tienes
fuera va perdiendo novedad y atractivo, así que comienza el viaje interior y
vas dando vueltas a lo que vives y sientes, el diálogo con el entorno se
convierte en soliloquio contigo mismo.
Y así encaro yo este día de aniversario, como un soliloquio conmigo mismo y mis circunstancias. Después de un año de mierda (ese es otro aniversario que acabo de superar, en este caso sin celebraciones, desde luego) que comenzó con un grano insignificante en el cuello que picaba un poco de vez en cuando y para el que fui a pedir una pomadita que lo neutralizara pero que se convirtió en una sospecha de linfoma y me complicó la vida durante meses y meses con constantes pruebas, internamientos, visitas médicas y, sobre todo, con ese miedo intenso que provoca cualquier cáncer, que se te cuela en los huesos y te va minando la moral sin compasión. Y por si esa experiencia no fuera ya suficiente, luego llegó la agridulce jubilación y, ya en pleno derrumbe, hemos acabado con esta guinda del coronavirus de negras perspectivas. En resumen: un año de mierda.
Pero estamos en la cosa del
aniversario de boda. 46 años juntos, algo cada vez menos frecuente en este
mundo de transitoriedades y cambios permanentes. Seremos, probablemente, la
última generación capaz de alcanzar estas metas. A nosotros nos ha ido bien y
estamos contentos de haber llegado juntos hasta aquí, pero tampoco cabe suponer
que sea la mejor opción para todo el mundo. Así que, al menos yo, paso mucho de dar
consejos y de pensar que somos un modelo para otras parejas que empiezan su
aventura. Primero porque no creo que haya modelos para eso, estar casado es
algo demasiado particular, una experiencia sujeta a demasiadas variables y
condicionada más por el día a día que por la forma en que se inició. Desde
luego, cuenta mucho la voluntad de cada miembro de la pareja, de su esfuerzo por
salvar la convivencia y mantenerse juntos, pero, en ocasiones, ni siquiera el
hacerlo será suficiente o apropiado. El entorno cuenta mucho (las familias, el
trabajo, los hijos, la red de amigos) y también la suerte. A veces, cualquier
tontería (una sospecha, un malentendido, un error) se convierte en un problema
que se comporta como una bola de nieve que se autoalimenta y acaba
convirtiéndose en una montaña difícil de escalar.
Y así, superando o driblando los baches, se va sobreviviendo y celebrando con alegría cada nuevo aniversario, como si nosotros mismos estuviéramos sorprendidos de haberlo conseguido. Lo están, desde luego, nuestros hijos que, conociendo bien hasta qué punto somos diferentes, se alegran de que sigamos juntos después de tantos años y nos otorgan un gran mérito por haberlo logrado.Y sí, algún mérito tenemos. No somos una pareja perfecta, no lo hemos sido nunca. Cuando estos días pasados, anticipándonos a la fiesta de hoy, rememorábamos juntos nuestros inicios, identificábamos como una de nuestras características el que siempre habíamos discutido mucho. Éramos tan distintos que nada hacía presagiar que lo nuestro iría adelante. Y, desde luego, pasamos por momentos difíciles por razones diversas, pero las fuimos superando, más que nada echando tierra y tiempo sobre ellas porque la verdad, a día de hoy, seguimos siendo igual de diferentes entre nosotros que cuando comenzamos nuestro itinerario común. Lo que, probablemente, ha pasado es que hemos ido aceptando esas diferencias y las hemos ido situando en zonas menos centrales de la relación, van dejando de ser líneas rojas para suavizar sus tonos y quedarse en ocres suaves. Siguen haciendo daño, pero ya tenemos anticuerpos para superarlas o, cuando menos, hemos aprendido a no hurgar demasiado en ellas. Alguien ha dicho que los aniversarios de matrimonio sirven para celebrar el amor, la confianza, el compañerismo, la tolerancia y la tenacidad de los miembros de la pareja, pero que el orden de esos factores varía cada año que pasa. Estoy completamente de acuerdo.
Por otro lado, la edad va cambiando el espectro de condiciones que la relación nos impone y, también, las herramientas con que trabajamos para que la concordia y cariño se mantengan. Y a ello se añade que la jubilación te aboca a muchas horas de quedarte en casa y a una relación más intensa compartiendo tiempos, espacios y tareas domésticas. A una conciliación forzada. Y a una mayor dependencia mutua. Y las reglas del juego común se van alterando en todos sus componentes. Entras en un juego de ambivalencias entre el querer y el poder, entre el deseo y la capacidad, entre el bienestar y la salud, entre tu salud y la salud de tu pareja, entre el estar solo y el buscar compañía. Eres más débil y debes aprender a reajustar tus expectativas y compromisos. Todo resulta un poco más incierto y el futuro da menos juego como aliciente energético. ¡Uff, todo esto suena a condición fatal y estado depresivo! Pero tampoco es así, en absoluto. Estamos bien; muy bien, incluso, dadas las circunstancias.
Por ejemplo, nos hemos adaptado
perfectamente al encierro. Si por nosotros fuera, ni siquiera saldríamos a la
compra. Hemos casi prescindido de la prensa porque bastante agobio tenemos ya
con los telediarios. No nos cuesta llenar el día con actividades diversas (cada
uno las suyas por supuesto), tenemos cada uno su rincón en la casa para disfrutar
de nuestro espacio personal y, a la vez, compartimos los momentos dulces del
día. Procuramos no discutir más allá de las pequeñas chuminadas del día a día. Además es algo que se va aprendiendo. Ya saben aquello que dicen de que en las discusiones de un matrimonio siempre hay una parte que tiene razón. La otra es el marido. Pues eso, los dos nos hemos ido adaptando y se agradece mucho ver como ambos hacemos esfuerzos por no discutir, por buscar consensos y puntos intermedios; incluso por ceder. Eso hace la convivencia mucho más suave y llevadera. Ya ni siquiera echamos de menos a la persona
que venía cada día a casa un par de horas para hacer la comida y limpiar algo.
O sea que, dadas las circunstancias, estamos estupendamente. Y, por ahora,
salvándonos del virus que es lo importante.
La pena es que hoy que nos mereceríamos un marisquito y un buen champán para celebrarlo con nuestros amigos, pero eso vamos a tener que aplazarlo para momentos mejores. En fin, ya ni siquiera eso nos preocupa…si hemos llegado hasta aquí, ¿qué problema hay en aplazar la celebración un poco?
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