jueves, abril 09, 2020

25º DÍA DE ENCIERRO: sobrevivir en pareja.



Y van 25 días. Parece mentira cómo pasa el tiempo de rápido. Parecía que el aislamiento se nos iba a hacer eterno y ha pasado casi un mes sin darnos cuenta. Supongo que es la edad y que nos resulta más fácil adaptarnos bien, aquí en casita, nosotros solos. Ya me imagino que, de haber tenido a los nietos en casa, la situación hubiera sido mucho más dramática. Uno no sabe si reír o llorar con esa niñita de dos o tres años que grita desde su terraza “¡¡¡Socorro, que alguien me ayude; quiero ir al parque y mi padre no me deja…!!!

Pues eso, estamos bien, aunque a nuestros hijos les preocupe la soledad y sus efectos. De vez en cuando convierten su preocupación en un cuestionamiento disimulado: “Bueno, y qué tal? Con tanto encierro, ¿la vida en pareja va bien?”. Pobriños, ¿acaso dudan de que, después de 46 años casados, no habremos generado los suficientes anticuerpos como para sobrevivir amigablemente unas pocas semanas? La experiencia enseña mucho y también eso se va aprendiendo. Poco a poco generas estrategias para evitar choques. Digamos que aprendes a otear el peligro. Es un gesto, una forma de mirar, un tono de voz, una postura, algo que anuncia tormenta. En los primeros años de matrimonio, cuando aún no tenías experiencia, las broncas aparecían cuando menos te lo esperabas y sin aviso alguno. Afortunadamente, tampoco era grave porque un buen polvo aliviaba las heridas y permitía pasar página. Pero con el tiempo ese remedio se hizo menos efectivo y las cosas ya no se resuelven tan fácilmente. Así que no te queda otra que ir aprendiendo a prevenir los conflictos. No siempre los puedes evitar del todo, pero vas ampliando tus mañas preventivas. La principal es huir de la situación, dejar pasar el momento, callarte, surfear el tema conflictivo.  Y si no te queda otra que entrar al envite, pues buscas no decir nada de lo que te puedas arrepentir o que te haga muy difícil la reconciliación. Y esa es otra, también vas aprendiendo estrategias de reconciliación. Tras un tiempito de silencio para hacer patente que tampoco te chupas el dedo, te vuelves más servicial, enfocas la conversación en cuestiones prácticas o en temas de interés común (los hijos, los padres, las cosas de la vida cotidiana), prodigas alguna sonrisa, en fin, buscas el lado amable de las situaciones, que se note que quieres pasar página. El otro día contaba Pablo Motos, el del Hormiguero, que había tenido el primer enfado con su mujer desde que comenzó el enclaustramiento. Y que cuando se cruzaron por el pasillo se miraron y ambos soltaron una enorme carcajada (supongo que al verse uno al otro tan compungidos), y ahí acabó todo. Pues eso, tienes herramientas para ir tirando.
Supongo que todo eso hace menos intensa la relación, pero la hace más amigable y tranquila. No es la “luna de miel” con la que uno soñaría de joven (tanto tiempo juntos y solos), pero es un tiempo muy vivible y agradable. Claro que no puedes controlarlo todo y el contexto también influye mucho. Creo que fue Borges el que, cuando le preguntaron cómo era que su matrimonio había durado tanto, respondió que porque tenían una casa grande. Esa es otra.  Es más fácil llevarse bien cuando tienes condiciones para aislarte, para no tener que negociar y consensuar cada momento del día. En nuestro caso tenemos dos televisiones y eso nos parece una condición esencial. Si me viera obligado a ver la 6ª que es la que prefiere mi mujer, seguro que la cosa acabaría mal. Cada uno tiene sus manías, sus momentos de estar solo y pensar o hacer lo que quiera. Por eso es tan importante el espacio. Y el tiempo, claro. Saber distribuir los tiempos en común y los tiempos individuales también tiene su mandanga. Si dejamos fuera las 8 horas de dormir juntos, lo que tiene sus defensores y sus detractores, según los decibelios de los ronquidos (lo de tu pareja, claro, que los tuyos propios no los oyes), el resto podría repartirse al 50% entre tiempo tuyo y tiempo compartido. Y luego ya se va ajustando en función de las necesidades y circunstancias de cada pareja. En todo caso, no es tanto la cantidad de tiempo (aunque también) cuanto la forma de compartirlo. También se puede padecer soledad estando juntos, cada uno envuelto en sus pensamientos o en sus conversaciones o sus mensajes.

Y así, sin darte cuenta, van pasando los días de forma relajada y agradable. Cierto es que, de mayor, uno tiende a quedarse más en casa y, quizás, a ir queriendo más los espacios en que transcurre su vida doméstica. Te sientes bien en ellos, los conoces, los manejas con eficacia, los vas connotando con afectos y resonancias personales que permiten sentirse seguro. La casa de uno es un poco como tu propia cama: te vas haciendo tu hueco, vas conformando el colchón y la almohada a tus dimensiones y movimientos particulares. Haces tuya esa parte de la cama y la echas de menos cuando estás de viaje. Aprendes a querer más tus espacios vitales y sus condiciones como si fuera un entrenamiento para lo que llegará con los años. Quizás por eso, no llevamos tan mal eso de “quedarte en casa”. Al contrario, nos gusta estar en casa y estar con nuestra pareja. Los jóvenes han puesto de moda eso de las parejas LAT (living apart together) porque les gusta vivir en pareja, pero en casas diferentes. Ahora estarán jodidos, pero en el pecado tienen la penitencia. En cualquier caso, esas modernidades, no van con nosotros, aunque vete a saber, quizás cuando seamos viudos…

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