Y van 25 días. Parece mentira
cómo pasa el tiempo de rápido. Parecía que el aislamiento se nos iba a hacer
eterno y ha pasado casi un mes sin darnos cuenta. Supongo que es la edad y que
nos resulta más fácil adaptarnos bien, aquí en casita, nosotros solos. Ya me imagino
que, de haber tenido a los nietos en casa, la situación hubiera sido mucho más
dramática. Uno no sabe si reír o llorar con esa niñita de dos o tres años que
grita desde su terraza “¡¡¡Socorro, que
alguien me ayude; quiero ir al parque y mi padre no me deja…!!!
Pues eso, estamos bien, aunque a
nuestros hijos les preocupe la soledad y sus efectos. De vez en cuando
convierten su preocupación en un cuestionamiento disimulado: “Bueno, y qué tal? Con tanto encierro, ¿la
vida en pareja va bien?”. Pobriños, ¿acaso dudan de que, después de 46 años
casados, no habremos generado los suficientes anticuerpos como para sobrevivir
amigablemente unas pocas semanas? La experiencia enseña mucho y también eso se
va aprendiendo. Poco a poco generas estrategias para evitar choques. Digamos
que aprendes a otear el peligro. Es un gesto, una forma de mirar, un tono de
voz, una postura, algo que anuncia tormenta. En los primeros años de matrimonio,
cuando aún no tenías experiencia, las broncas aparecían cuando menos te lo
esperabas y sin aviso alguno. Afortunadamente, tampoco era grave porque un buen
polvo aliviaba las heridas y permitía pasar página. Pero con el tiempo ese
remedio se hizo menos efectivo y las cosas ya no se resuelven tan fácilmente.
Así que no te queda otra que ir aprendiendo a prevenir los conflictos. No siempre los puedes
evitar del todo, pero vas ampliando tus mañas preventivas. La principal es huir
de la situación, dejar pasar el momento, callarte, surfear el tema
conflictivo. Y si no te queda otra que
entrar al envite, pues buscas no decir nada de lo que te puedas arrepentir o que
te haga muy difícil la reconciliación. Y esa es otra, también vas aprendiendo
estrategias de reconciliación. Tras un tiempito de silencio para hacer patente
que tampoco te chupas el dedo, te vuelves más servicial, enfocas la
conversación en cuestiones prácticas o en temas de interés común (los hijos,
los padres, las cosas de la vida cotidiana), prodigas alguna sonrisa, en fin,
buscas el lado amable de las situaciones, que se note que quieres pasar página.
El otro día contaba Pablo Motos, el del Hormiguero, que había tenido el primer
enfado con su mujer desde que comenzó el enclaustramiento. Y que cuando se
cruzaron por el pasillo se miraron y ambos soltaron una enorme carcajada
(supongo que al verse uno al otro tan compungidos), y ahí acabó todo. Pues eso,
tienes herramientas para ir tirando.
Supongo que todo eso hace menos
intensa la relación, pero la hace más amigable y tranquila. No es la “luna de
miel” con la que uno soñaría de joven (tanto tiempo juntos y solos), pero es un
tiempo muy vivible y agradable. Claro que no puedes controlarlo todo y el
contexto también influye mucho. Creo que fue Borges el que, cuando le
preguntaron cómo era que su matrimonio había durado tanto, respondió que porque
tenían una casa grande. Esa es otra. Es
más fácil llevarse bien cuando tienes condiciones para aislarte, para no tener
que negociar y consensuar cada momento del día. En nuestro caso tenemos dos
televisiones y eso nos parece una condición esencial. Si me viera obligado a ver la 6ª
que es la que prefiere mi mujer, seguro que la cosa acabaría mal. Cada uno
tiene sus manías, sus momentos de estar solo y pensar o hacer lo que quiera. Por
eso es tan importante el espacio. Y el tiempo, claro. Saber distribuir los
tiempos en común y los tiempos individuales también tiene su mandanga. Si
dejamos fuera las 8 horas de dormir juntos, lo que tiene sus defensores y sus
detractores, según los decibelios de los ronquidos (lo de tu pareja, claro, que
los tuyos propios no los oyes), el resto podría repartirse al 50% entre tiempo
tuyo y tiempo compartido. Y luego ya se va ajustando en función de las
necesidades y circunstancias de cada pareja. En todo caso, no es tanto la
cantidad de tiempo (aunque también) cuanto la forma de compartirlo. También se
puede padecer soledad estando juntos, cada uno envuelto en sus pensamientos o en
sus conversaciones o sus mensajes.
Y así, sin darte cuenta, van
pasando los días de forma relajada y agradable. Cierto es que, de mayor, uno
tiende a quedarse más en casa y, quizás, a ir queriendo más los espacios en que
transcurre su vida doméstica. Te sientes bien en ellos, los conoces, los
manejas con eficacia, los vas connotando con afectos y resonancias personales que
permiten sentirse seguro. La casa de uno es un poco como tu propia cama: te vas
haciendo tu hueco, vas conformando el colchón y la almohada a tus dimensiones y
movimientos particulares. Haces tuya esa parte de la cama y la echas de menos
cuando estás de viaje. Aprendes a querer más tus espacios vitales y sus
condiciones como si fuera un entrenamiento para lo que llegará con los años.
Quizás por eso, no llevamos tan mal eso de “quedarte en casa”. Al contrario, nos
gusta estar en casa y estar con nuestra pareja. Los jóvenes han puesto de moda
eso de las parejas LAT (living apart
together) porque les gusta vivir en pareja, pero en casas diferentes. Ahora
estarán jodidos, pero en el pecado tienen la penitencia. En cualquier caso,
esas modernidades, no van con nosotros, aunque vete a saber, quizás cuando
seamos viudos…
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