A veces, los buenos debates
comienzan así, con poca cosa. Un buen amigo me envía (en realidad, me reenvía) un
pequeño vídeo de esos que te llegan a docenas cada día. Muchos de ellos se
quedan en el limbo de los no vistos-no leídos. Pero, en este caso, lo leí. Era
de Ángel Merkel (https://youtu.be/ogwnfYqKeEQ)
y en él hablaba de la necesidad de rebajar la tensión en la vida política con
argumentos interesantes y sensatos: la
libertad de expresión tiene sus límites y esos límites los marcan los discursos
que transmiten odio. Perfecto, lo esperable de Merkel. Resulta difícil
estar en desacuerdo, aunque siempre habrá defensores puristas de la libertad de
expresión. Pero lo interesante viene a continuación: esos discursos, discursos
extremistas y de odio, son aquellos que
violan la dignidad de las personas a las que se refieren. ¡Bien!.
Mi amigo no está de acuerdo con
mi primer comentario de que resulta complicado distinguir los discursos de odio
y me pone un ejemplo: “Eres un fascista/comunista
de mierda que no mereces vivir aquí. ¡Fuera de mi país!”. Sí bueno…, le
contesto yo, como ejemplo vale, pero los
discursos habituales (los de los políticos) suelen ir más maquillados. Unos y
otros atribuyen a los contrarios voluntades específicas de hacer daño al
colectivo, miseria moral, motivaciones retorcidas e, incluso, perversas. Todos
desearías (algunos hasta lo hacen) crear cordones sanitarios que recluya a sus
contrarios por razones que, con frecuencia, tienen que ver con el odio que los
recluidos presuntamente expanden.
Nueva entrada del amigo, esta vez
larga:
“La cuestión
es: ¿quién tiene patente de demócrata y quién no? O, quién la tiene de Gallego,
de Vasco, de Catalán o de Español? Y la respuesta es fácil: el que excluye no
es demócrata. Y si lo hace con saña, vesania y violencia, menos. La solución la
sabemos muchos: es necesaria una educación que sea cívica y ética. Y aquí no
sirven equidistancias y relativismos. Está mal ser avaro, belicista, codicioso,
despreciativo, egoísta, envidioso, falso, grosero, hipócrita, injurioso,
manipulador, mentiroso, obseso, prepotente, rencoroso, taimado, violento, ...
A ver, jugué
con las palabras que me venían de repente siguiendo el alfabeto; hay más, y las
hay más críticas. Todas tienen su antónimo y lo que es mejor, su antítesis y
antídoto. Hay que cultivar estas para vencer aquellas.
El problema
está en un sistema que aplaude y encumbra al que se maneja con las primeras. Muchos
de esos son los que hoy medran y se hacen con el poder distorsionándolo todo a
su imagen y semejanza; corrompiéndolo, finalmente.
Contigo he
debatido tanto al respecto porque te percibo tan condescendiente con todos
ellos: con X, por ejemplo; una vez hasta defendías a Ángela Chaning ...”
Interesante, aunque el tema se aleja del odio para
abrirse al ámbito de la mala educación, de la incorrección moral. “El que excluye no es demócrata”. Puede
valer, aunque la propia Merkel señalaba que quienes defienden el odio deben ser
excluidos. Y, efectivamente, yo creo que parte del problema deriva de esa
indefinición de qué sea “expandir el odio”. Si
cada quien es libre de llamar odio a lo que le disgusta (todo ese
abanico de adjetivos que recoge la respuesta de mi amigo y más) para luego
aplicarle la regla excluyente del odio, entramos en un sindios en el que lo
único que se consigue es que todos excluyan a todos. Algo parecido a lo que nos
está pasando en la política nacional. Por
eso, resulta pertinente la idea de Merkel: odio
es violar la dignidad de la otra persona. Tampoco es algo fácil de
interpretar, pero resulta fácil separar del odio conductas que nada tienen que
ver con esa violación: estar en contra de algunas políticas migratorias no es
odiar a los inmigrantes; no concordar con los postulados del feminismo no es
odiar a las mujeres; defender el nacionalismo (o atacarlo, tanto da) no es
odiar a quienes tienen una postura diferente. Y si he de respetar a todos (lo
que son, no lo que dicen; o, incluso lo que dicen, aunque pudiera necesitar
matizarse), tengo que aceptar su derecho a decirlo sin tener que atribuirles
intenciones perversas.
Debería ser sencillo diferenciar el odio de la
controversia, del debate político. El diccionario lo plantea con bastante
nitidez: odio es ese “sentimiento
profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle
daño o de que le ocurra alguna desgracia”. En el odio está siempre implícito
el deseo de eliminar aquello que te produce esa aversión intensa. En la
Wikipedia se insiste en ese estado de desequilibrio: “sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o
repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar,
limitar o destruir a su objetivo”.
La crispación política actual es un buen caldo de
cultivo del odio. Lo curioso es que los políticos actuales han hipertrofiado su
dimensión de actores públicos. Parece que se van a masacrar cuando hablan, pero
lo hacen como actores que tienen que desempeñar un papel prediseñado por sus
asesores. Acabada la función, se van a tomar un café juntos. O se saludan con
el respeto que no han sabido mantener mientras hablaban. Te dejan a ti
temblando en tu interior preguntándote cómo es posible que se digan esas cosas,
pero ellos y ellas se relajan porque solo han ejecutado su papel.
En mis tiempos juveniles fui asiduo participante en
grupos de dinámica de grupo y de psicomotricidad relacional. Tuvieron un
impacto notable en mi forma de ser. En uno de ellos, hicimos un ejercicio en el
que debíamos ponernos delante de cada uno de los miembros del grupo, mirarle
fijamente y sin hablar durante un par de minutos y decirle, después, todo lo
que su presencia nos hacía sentir. Obviamente, era un ejercicio a dos: primero
era el turno de uno/a y después el turno del otro/a. Y había turnos para decir
lo positivo y otro para decir lo negativo. Algo parecido se sigue haciendo en
las terapias de pareja. Es algo que echo mucho de menos en las actuales
conversaciones políticas: yo pondría a los diferentes portavoces uno delante
del contrario para decirse mutuamente en dos minutos cosas positivas. Tener que
reducir las intervenciones a lo negativo (así es como se ha interpretado el
hacer oposición) o a lo positivo (y esa parece ser la consigna para las
coaliciones) resta libertad a los intervinientes. No ser capaces de identificar
lo positivo de los otros o lo negativo de los propios resta credibilidad.
Pensar que cuanto peor sean ellos (o peor digamos que son), mejor seremos
nosotros es un error. Quizás sea un acierto estratégico (supongo que por algo
lo hacen, han debido sacar la conclusión de que destruir al contrario reporta
réditos a los propios), pero genera un clima insoportable.
Dicho todo lo anterior, mi principal problema con
el odio es la carga de distorsión moral que conlleva. Solo es capaz de odiar
aquel que se siente superior a los que rechaza e intenta eliminar. Para poder
odiar uno necesita alimentar la indignidad moral de aquellos a quienes pretende
odiar. Odiar se convierte así en un gesto de superioridad moral: nosotros somos
los buenos y ellos son los malos;
nosotros los que defendemos el bien (la dignidad, la democracia, la salud, la
libertad) y ellos quienes la atacan. Por eso merecen ser eliminados. Nuestra
verdad, nuestra estatura moral es muy superior a la suya por eso podemos
(tenemos el derecho; tenemos, incluso, la obligación) de eliminarlos o crear un
cordón sanitario que evite su contagio.
Lo contrario al odio no es el amor. Es el respeto.
El amor se da, no se reclama. El respeto sí. Respeto a todos, incluso a quienes
se sitúan en el polo opuesto al que nosotros defendemos, a los que están en las
antípodas de nuestra verdad. Lo que me extraña es que eso esté resultando tan
difícil para tanta gente. Es algo habitual en la ciencia e, incluso en el
Derecho, pero nos parece difícil incorporarlo a la vida cotidiana. Cierto que
esa posibilidad solo se alcanza desde un cierto relativismo, desde la
aceptación de que mi verdad, incluso mi verdad, es una versión de la verdad. Desde luego, la mejor de las
versiones (salvo que yo mismo sea un cínico que, sabiendo que hay otras
versiones tan buenas o mejores que la mía, defienda solo ésta por conveniencia).
Se requiere aceptar que una convicción no puede reducirse a un eslogan, a una
sentencia, a un dogma. Y cuántos hemos tenido últimamente. Cuántos desatinos se han producido por
convertir una convicción en un dogma, en un eslogan. Lo peor de los dogmas, de
las frases hechas es que te alejan de los matices. Ya no precisas pensar, ya
tienes una frase redonda para apoyarte en ella. Ya, ni siquiera, tienes que
molestarte en analizar lo que propone el contrario puesto que, con seguridad,
estará equivocado, seguirá en sus trece de querer intoxicarlo todo, de querer
expandir el odio, que es lo único que saben hacer. Alguien decía que “odiamos
a algunas personas porque no las conocemos; y no las conoceremos porque las odiamos”. Y
de ahí, abusando de mis certezas acabo construyendo el odio. Por eso, como
sabiamente decía Maya Angelou, “el odio
ha causado muchos problemas en el mundo, pero no ha ayudado a solucionar
ninguno”.
En fin, de Ángela Merkel a la Wikipedia, no sé si
ha sido un tránsito demasiado largo, para tan poca conclusión. Quizás debiera
pedir disculpas a mi amigo por haber aprovechado la conversación con él para
desahogarme. Y, desde luego agradecerle el provocarme. Es un juego amable que nos traemos desde siempre. Total para decir y defender ambos más o menos lo mismo, aunque él suele hacerlo con más énfasis. Pero volviendo a mi soliloquio, la verdad es que he llegado a odiar tanta insistencia sobre el
odio. Estoy apartándome de la información política por salud personal. En el
tema de la pandemia soy población de riesgo y tengo que cuidarme, pero en el
tema del odio me siento aún más vulnerable. No porque me pueda contaminar (¡dios,
toco madera!) sino porque me desasosiega mucho cada vez que escucho o leo esos
lenguajes virulentos y descalificadores. Sueño con ellos. Me consumen una
energía que necesito para cosas más positivas. Y, sobre todo, veo que este
clima de crispación es como una mancha de aceite que se va extendiendo a cada
vez más ámbitos de la vida social. Estamos adentrándonos en un mundo muy
bipolar: o estás conmigo o estás contra todos. Y eso es un desastre.
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