lunes, junio 01, 2020

EL ODIO



A veces, los buenos debates comienzan así, con poca cosa. Un buen amigo me envía (en realidad, me reenvía) un pequeño vídeo de esos que te llegan a docenas cada día. Muchos de ellos se quedan en el limbo de los no vistos-no leídos. Pero, en este caso, lo leí. Era de Ángel Merkel (https://youtu.be/ogwnfYqKeEQ) y en él hablaba de la necesidad de rebajar la tensión en la vida política con argumentos interesantes y sensatos: la libertad de expresión tiene sus límites y esos límites los marcan los discursos que transmiten odio. Perfecto, lo esperable de Merkel. Resulta difícil estar en desacuerdo, aunque siempre habrá defensores puristas de la libertad de expresión. Pero lo interesante viene a continuación: esos discursos, discursos extremistas y de odio, son aquellos que violan la dignidad de las personas a las que se refieren. ¡Bien!.
Mi amigo no está de acuerdo con mi primer comentario de que resulta complicado distinguir los discursos de odio y me pone un ejemplo: “Eres un fascista/comunista de mierda que no mereces vivir aquí. ¡Fuera de mi país!”. Sí bueno…, le contesto yo,  como ejemplo vale, pero los discursos habituales (los de los políticos) suelen ir más maquillados. Unos y otros atribuyen a los contrarios voluntades específicas de hacer daño al colectivo, miseria moral, motivaciones retorcidas e, incluso, perversas. Todos desearías (algunos hasta lo hacen) crear cordones sanitarios que recluya a sus contrarios por razones que, con frecuencia, tienen que ver con el odio que los recluidos presuntamente expanden.
Nueva entrada del amigo, esta vez larga:
“La cuestión es: ¿quién tiene patente de demócrata y quién no? O, quién la tiene de Gallego, de Vasco, de Catalán o de Español? Y la respuesta es fácil: el que excluye no es demócrata. Y si lo hace con saña, vesania y violencia, menos. La solución la sabemos muchos: es necesaria una educación que sea cívica y ética. Y aquí no sirven equidistancias y relativismos. Está mal ser avaro, belicista, codicioso, despreciativo, egoísta, envidioso, falso, grosero, hipócrita, injurioso, manipulador, mentiroso, obseso, prepotente, rencoroso, taimado, violento, ...
A ver, jugué con las palabras que me venían de repente siguiendo el alfabeto; hay más, y las hay más críticas. Todas tienen su antónimo y lo que es mejor, su antítesis y antídoto. Hay que cultivar estas para vencer aquellas.
El problema está en un sistema que aplaude y encumbra al que se maneja con las primeras. Muchos de esos son los que hoy medran y se hacen con el poder distorsionándolo todo a su imagen y semejanza; corrompiéndolo, finalmente.
Contigo he debatido tanto al respecto porque te percibo tan condescendiente con todos ellos: con X, por ejemplo; una vez hasta defendías a Ángela Chaning ...”

Interesante, aunque el tema se aleja del odio para abrirse al ámbito de la mala educación, de la incorrección moral. “El que excluye no es demócrata”. Puede valer, aunque la propia Merkel señalaba que quienes defienden el odio deben ser excluidos. Y, efectivamente, yo creo que parte del problema deriva de esa indefinición de qué sea “expandir el odio”. Si  cada quien es libre de llamar odio a lo que le disgusta (todo ese abanico de adjetivos que recoge la respuesta de mi amigo y más) para luego aplicarle la regla excluyente del odio, entramos en un sindios en el que lo único que se consigue es que todos excluyan a todos. Algo parecido a lo que nos está pasando en la política nacional. Por eso, resulta pertinente la idea de Merkel: odio es violar la dignidad de la otra persona. Tampoco es algo fácil de interpretar, pero resulta fácil separar del odio conductas que nada tienen que ver con esa violación: estar en contra de algunas políticas migratorias no es odiar a los inmigrantes; no concordar con los postulados del feminismo no es odiar a las mujeres; defender el nacionalismo (o atacarlo, tanto da) no es odiar a quienes tienen una postura diferente. Y si he de respetar a todos (lo que son, no lo que dicen; o, incluso lo que dicen, aunque pudiera necesitar matizarse), tengo que aceptar su derecho a decirlo sin tener que atribuirles intenciones perversas.

Debería ser sencillo diferenciar el odio de la controversia, del debate político. El diccionario lo plantea con bastante nitidez: odio es ese “sentimiento profundo e intenso de repulsa hacia alguien que provoca el deseo de producirle daño o de que le ocurra alguna desgracia”. En el odio está siempre implícito el deseo de eliminar aquello que te produce esa aversión intensa. En la Wikipedia se insiste en ese estado de desequilibrio: “sentimiento de profunda antipatía, disgusto, aversión, enemistad o repulsión hacia una persona, cosa, o fenómeno, así como el deseo de evitar, limitar o destruir a su objetivo”.

La crispación política actual es un buen caldo de cultivo del odio. Lo curioso es que los políticos actuales han hipertrofiado su dimensión de actores públicos. Parece que se van a masacrar cuando hablan, pero lo hacen como actores que tienen que desempeñar un papel prediseñado por sus asesores. Acabada la función, se van a tomar un café juntos. O se saludan con el respeto que no han sabido mantener mientras hablaban. Te dejan a ti temblando en tu interior preguntándote cómo es posible que se digan esas cosas, pero ellos y ellas se relajan porque solo han ejecutado su papel.

En mis tiempos juveniles fui asiduo participante en grupos de dinámica de grupo y de psicomotricidad relacional. Tuvieron un impacto notable en mi forma de ser. En uno de ellos, hicimos un ejercicio en el que debíamos ponernos delante de cada uno de los miembros del grupo, mirarle fijamente y sin hablar durante un par de minutos y decirle, después, todo lo que su presencia nos hacía sentir. Obviamente, era un ejercicio a dos: primero era el turno de uno/a y después el turno del otro/a. Y había turnos para decir lo positivo y otro para decir lo negativo. Algo parecido se sigue haciendo en las terapias de pareja. Es algo que echo mucho de menos en las actuales conversaciones políticas: yo pondría a los diferentes portavoces uno delante del contrario para decirse mutuamente en dos minutos cosas positivas. Tener que reducir las intervenciones a lo negativo (así es como se ha interpretado el hacer oposición) o a lo positivo (y esa parece ser la consigna para las coaliciones) resta libertad a los intervinientes. No ser capaces de identificar lo positivo de los otros o lo negativo de los propios resta credibilidad. Pensar que cuanto peor sean ellos (o peor digamos que son), mejor seremos nosotros es un error. Quizás sea un acierto estratégico (supongo que por algo lo hacen, han debido sacar la conclusión de que destruir al contrario reporta réditos a los propios), pero genera un clima insoportable.

Dicho todo lo anterior, mi principal problema con el odio es la carga de distorsión moral que conlleva. Solo es capaz de odiar aquel que se siente superior a los que rechaza e intenta eliminar. Para poder odiar uno necesita alimentar la indignidad moral de aquellos a quienes pretende odiar. Odiar se convierte así en un gesto de superioridad moral: nosotros somos los buenos  y ellos son los malos; nosotros los que defendemos el bien (la dignidad, la democracia, la salud, la libertad) y ellos quienes la atacan. Por eso merecen ser eliminados. Nuestra verdad, nuestra estatura moral es muy superior a la suya por eso podemos (tenemos el derecho; tenemos, incluso, la obligación) de eliminarlos o crear un cordón sanitario que evite su contagio. 

Lo contrario al odio no es el amor. Es el respeto. El amor se da, no se reclama. El respeto sí. Respeto a todos, incluso a quienes se sitúan en el polo opuesto al que nosotros defendemos, a los que están en las antípodas de nuestra verdad. Lo que me extraña es que eso esté resultando tan difícil para tanta gente. Es algo habitual en la ciencia e, incluso en el Derecho, pero nos parece difícil incorporarlo a la vida cotidiana. Cierto que esa posibilidad solo se alcanza desde un cierto relativismo, desde la aceptación de que mi verdad, incluso mi verdad, es una versión de la  verdad. Desde luego, la mejor de las versiones (salvo que yo mismo sea un cínico que, sabiendo que hay otras versiones tan buenas o mejores que la mía, defienda solo ésta por conveniencia). Se requiere aceptar que una convicción no puede reducirse a un eslogan, a una sentencia, a un dogma. Y cuántos hemos tenido últimamente.  Cuántos desatinos se han producido por convertir una convicción en un dogma, en un eslogan. Lo peor de los dogmas, de las frases hechas es que te alejan de los matices. Ya no precisas pensar, ya tienes una frase redonda para apoyarte en ella. Ya, ni siquiera, tienes que molestarte en analizar lo que propone el contrario puesto que, con seguridad, estará equivocado, seguirá en sus trece de querer intoxicarlo todo, de querer expandir el odio, que es lo único que saben hacer. Alguien decía que “odiamos a algunas personas porque no las conocemos; y no las conoceremos porque las odiamos”. Y de ahí, abusando de mis certezas acabo construyendo el odio. Por eso, como sabiamente decía Maya Angelou, “el odio ha causado muchos problemas en el mundo, pero no ha ayudado a solucionar ninguno”.

En fin, de Ángela Merkel a la Wikipedia, no sé si ha sido un tránsito demasiado largo, para tan poca conclusión. Quizás debiera pedir disculpas a mi amigo por haber aprovechado la conversación con él para desahogarme. Y, desde luego agradecerle el provocarme. Es un juego amable que nos traemos desde siempre. Total para decir y defender ambos más o menos lo mismo, aunque él suele hacerlo con más énfasis. Pero volviendo a mi soliloquio, la verdad es que he llegado a odiar tanta insistencia sobre el odio. Estoy apartándome de la información política por salud personal. En el tema de la pandemia soy población de riesgo y tengo que cuidarme, pero en el tema del odio me siento aún más vulnerable. No porque me pueda contaminar (¡dios, toco madera!) sino porque me desasosiega mucho cada vez que escucho o leo esos lenguajes virulentos y descalificadores. Sueño con ellos. Me consumen una energía que necesito para cosas más positivas. Y, sobre todo, veo que este clima de crispación es como una mancha de aceite que se va extendiendo a cada vez más ámbitos de la vida social. Estamos adentrándonos en un mundo muy bipolar: o estás conmigo o estás contra todos. Y eso es un desastre.

No hay comentarios: