Cuando nos permitieron salir de
casa, tras semanas de encierro, lo hicimos cargados de ansiedad, como quien
busca algo que anhela y echaba mucho en falta, como si fuera el final de un
ramadán lleno de privaciones. ¡Cómo disfrutamos de aquellos paseos, aunque
estuvieran limitados en tiempo y distancia! Una sensación parecida he sentido
estos días con el inicio del cine, del cine de verdad, ése de pagar entrada, de
ir a la sala, de sentarte en tu butaca en un ambiente íntimo y con sonido
envolvente y dejarte llevar por la historia que te cuentan. Fantástico. Así fue
como me sentí inmerso en esa historia dramática que cuenta Bacurau.
La publicidad la presenta como un
film extraño, compendio de estilos diferentes (western, Thriller, cine
fantástico, cine político, etc.) y con una fuerza expresiva que le ha hecho
merecedor de diversos premios internacionales en Cannes, Sitges, La Habana,
etc. Pero, para ser sincero, para mí todo eso resultó secundario ante el hecho
de que se trataba de un film brasileño y que contaba una historia ubicada en Pernambuco.
Con eso era más que suficiente para excitar mi interés, pues son muchos los lazos
que me unen a colegas pernambucanos de Recife.
Bacurau es un film brasileño (en
realidad, una coproducción entre Brasil y Francia) de 2019, dirigida por Kleber
Mendonça (filho) y Juliano Dornelles. Como se trata de una obra coral, el
elenco de actores es muy amplio, aunque destacan los nombres de Udo Kier (el
malo del film) y Sonia Braga, una actriz muy conocida en Brasil, ella en la
parte buena.
La historia nos introduce en una “historia
posible” en la que los guionistas tratan de amalgamar cultura rural brasileña, naturaleza
(muy especial en esta zona del Pernambuco interior) y política (tanto la corrupción
política local como la voracidad destructiva de la globalización). El resultado
es ese film extraño del que habla la publicidad: intimista por momentos,
violento en otros, fantástico a veces y con toques de erotismo brasileño (esa
forma amable y desprejuiciada de relacionarse con el cuerpo y con el sexo).
Como en un juego de zoom infinito en google maps, la cámara comienza
enfocando el universo completo para ir llevándote, poco a poco, al Estado de
Pernambuco en Brasil. Al oeste del estado, dice la voz en off. Desconozco si
ese lugar (Serra Verde, Bacurau) existen o son solo ubicaciones imaginarias,
pero el lugar es creíble, seguro que hay lugares así en ese Estado y en otros
de Brasil. La que sí es auténtica es la gente con la que nos encontramos allí,
muchos de ellos no son actores.
Bacurau es una pequeña aldea en la mitad de
ninguna parte y con una población polifacética y muy variada. Tienen un problema
grave con el agua pues los políticos del municipio al que pertenecen están
aprovechándose de ella. Y descubren, de pronto, que su pueblo, Bacurau ha
desaparecido del mapa, ya no figura en él. Poco se imaginan ellos, en su vida
tranquila y costumbrista, que todo aquello forma parte de un plan diabólico
para hacerlos desaparecer realmente. Y esa es la historia, cómo los malvados se
pueden atrever a jugar con la vida de personas sencillas y buenas para su
disfrute perverso y/o sus intereses políticos. Y así, se van sucediendo los
muertos y las venganzas; el cinismo de unos y la voluntad por sobrevivir de los
otros; los individuos frente a la colectividad. Al final, Bacurau es como
Fuenteovejuna, la historia cordial y salvaje a la vez de una aldea que enfrenta
con la fuerza de su unión a quienes pretenden abusar de ellos.
Tres impresiones llevaba en mi mente cuando
concluyó la peli y salimos ordenadamente de la sala guardando las distancias.
La primera era que aquella era una historia muy brasileña. Lo era en la
coreografía y en el marco antropológico que se presenta: los personajes son muy
brasileños, sus casas rurales, su relación, su forma de hablar y de actuar te
lleva indefectiblemente a Brasil. No te imaginarías esa aldea en ningún otro
país del mundo. Extraña más el toque violento y, por momentos gore, en el que deriva la historia. Mi
experiencia en Brasil ha sido siempre de pensar en los brasileños como un
pueblo muy pacífico, muy hecho a gestionar las privaciones con resignación, a
disfrutar de todo lo que tienen sin pensar en exceso en lo que les falta. No
sé, quizás esté equivocado. O quizás suceda que sean motivos puramente fílmicos
los que han llevado a crear un contexto de violencia que hiciera más atractiva
la película. La segunda impresión era que también me parecía muy brasileño el
recurso a mezclar la descripción de contextos rurales con toques ecológicos y
con reivindicaciones que tienen mucho que ver con la conservación del ambiente.
En este caso está el agua como telón de fondo de la corrupción de los políticos
municipales. Y la tercera impresión, en este caso algo relacionado no solo con
Brasil sino con toda Iberoamérica, es el gusto por esa mezcla de lo imaginativo
y fantástico vinculándola con lo bueno, pero sobre todo, con lo malo por venir:
los malos espíritus, lo exotérico, los malos personajes, las insidias de los
poderosos, la conspiración internacional. Aquí, en Bacurau, los malos son americanos
que desean divertirse a costa de su vida. Y aparecen platillos volantes que son
drones, emboscadas, asaltos. Y, eso sí, disfrutan ya de mucha tecnología:
celulares, pantallas electrónicas, repetidores de señales, etc.
La fotografía del film es excelente. Con
colores vivos, con primeros planos fuertes para destacar los rasgos de los
diversos personajes y su personalidad. Planos generales interesantes y
clarificadores porque te hacen sentir muy bien la inmensidad de los paisajes
brasileños. El montaje siempre correcto y conduciendo la historia son
simplicidad. La música estupenda (recibió el premio a la mejor música en el
festival de La Habana). El ritmo muy ajustado a las escenas: lento y cansino
cuando avanza el camión del agua por las trochas de la meseta, frenético en los
momentos de frenesí criminal, inquietante en los momentos de suspense.
En definitiva, es fácil meterte en la historia
y sintonizar con lo que te van contando. Quizás son demasiado malos los malos y
eso te aleja de ellos, los hace poco creíbles, aunque puestos a imaginar,
también podríamos imaginarnos algo así. Hay escenas cargadas de emoción: el
desafío de los niños a ver quién es capaz de llegar más lejos en la obscuridad;
la tranquilidad parsimoniosa de Plinio (Wilson Rabelo) y las explosiones de
Sonia Braga. En fin, durante dos horas y pico me he sentido de nuevo en Brasil
y he disfrutado con ello. Y volver al cine ha merecido la pena.
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