Poco a poco vamos recuperando el
tono habitual. El tono y sus rutinas, las buenas y las malas. Es curioso cómo
los momentos de crisis, sobre todo si son crisis sanitarias (que son las que
nos llegan más directamente al alma) borran lo secundario para poner el acento
en lo importante. En esos momentos, somos capaces de olvidar lo que nos separa
y abrir una tregua que nos permita unir fuerzas que nos ayuden a salir adelante
juntos. Nos ayudan a rescatar lo mejor de nosotros mismos. Y eso sucedió en el
atentado de Atocha, en las numerosas inundaciones que se han producido, en
incendios devastadores, en terremotos… y es lo que hemos vivido, también
durante la pandemia. Mucha gente se ha sentido llamada a esa misión de rescate
y supervivencia desde su propio trabajo. Ha sido más llamativo en el personal
sanitario (y eso porque la salud tiene ese sentido dramático de lo definitivo,
de pelea entre la vida y la muerte, entre el ser o no ser), pero, en alguna
medida, ha afectado a muchos otros colectivos profesionales: gentes del comercio,
de la agricultura, de los transportes, de las fuerzas de seguridad, de a
protección civil, etc. Incluso la llamada a quedarse recluido en casa ha estado
llena de lírica, vinculando ese no hacer nada a una misión salvadora del
colectivo, al beneficio público, a nuestra alta responsabilidad como ciudadanos.
Todos nos hemos convertido en héroes.
La desescalada está trayendo
consigo no solo un retorno a la normalidad, sino una progresiva pérdida de ese
estado de santidad (o, al menos, de beatitud) que nos habíamos auto-otorgado.
Volvemos a ser los villanos de siempre: exigentes de lo nuestro, egoístas,
interesados, parciales. Los de siempre, vamos. A tomar por el saco toda aquella
parafernalia del bien común, del aplazamiento de las diferencias, del elogio a
la generosidad colectiva. Ese halo de dignidad, de disposición al sacrificio personal
y al esfuerzo por los demás del que nos gustaba hacer gala se va diluyendo en
las nuevas dinámicas a las que nos incorporamos. Como solía decirse en mi
juventud: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Es decir, cada uno a lo suyo, a
lo de siempre.
Durante estos meses de
confinamiento nos solíamos preguntar: ¿qué tal, cómo lo llevas? Se entendía,
obviamente, que el problema era estar encerrado, sentir tan cerca el peligro
del contagio. Y sí, imposible no sentir la angustia de una situación en la que
un enemigo invisible nos mandaba cada día mensajes terribles de contagios y
muertes. Y, sin embargo, aquel peligro nos hacía mejores, más misericordiosos,
más empáticos, más solidarios. Teníamos nuestros héroes a los que bendecíamos
con nuestros aplausos cada día a las 8 de la tarde. Y su entrega nos hacía a
todos más generosos, mejores personas. O eso parecía. Siempre con excepciones, claro,
porque al final somos humanos e imperfectos. Pero aquella preocupación, aquel “¿cómo
estás, cómo lo llevas?” debería continuar en la desescalada. Volver a lo de
siempre puede llegar a ser tan descorazonador como padecer la pandemia. No hay
muertes, es verdad y eso cambia absolutamente la perspectiva, pero vuelven los
mismos fantasmas y el mismo desencanto que nos hacían sufrir antes de que
llegara el virus.
Para mí, ha sido especialmente frustrante
ver cómo miembros del personal sanitario, a los que habíamos subido a los
altares de nuestra adoración, se han bajado de la peana para recuperar sus
viejos rituales de personas de partido abanderadas de intereses parciales. Lo
peor es que no lo dicen, intentan hablar orlados con la corona de santidad que
les habíamos otorgado, pero ya se ve enseguida que sus palabras no son las de
alguien que profesara una entrega plena y desinteresada a los pacientes, sino
el discurso de quien defiende los intereses profesionales o ideológicos de un partido
o un grupo de presión y, por tanto, necesariamente parciales. Todo el valor que
les reconocimos solo sirve para que se arroguen una legitimidad y una autoridad
moral que refuerce sus argumentos en la controversia con quienes, igual que
ellos, lucharon codo con codo contra la pandemia. No digo, por supuesto, que no
puedan hacerlo, pero causa frustración a quienes los apreciamos por otros
motivos menos terrenales.
Lo que estamos comenzando a ver
es que, en esta fase postpandemia, cada quien buscar sacar rédito del
sufrimiento colectivo por el que hemos pasado. Los sanitarios piden más
recursos para la sanidad, los transportistas para el transporte, el profesorado
para la educación, el mundo de la cultura para su cultivo, los empresarios para
la economía, los sindicatos para los trabajadores, la sociedad para quienes no
tienen recursos y todos para reforzar la informatización global de la vida.
Adiós a la mística del voluntariado, del sobre-esfuerzo por el bien ajeno. Al final, todo se sustancia en más dinero y
mejores condiciones. Cada quien repitiendo aquello de “ya lo decíamos nosotros…
que así no se podía seguir”.
Y ya veremos en qué acaba todo
esto. Pero, en cualquier caso, es poco probable que esa fantasía-sueño-deseo de
algunos de que la pandemia nos pueda hacer mejores personas, más solidarias, más
dispuestas a hacer un sobreesfuerzo personal en favor del bienestar de los
demás, no se va a producir. Cada quien seguirá haciendo y proclamando lo mismo
que antes. Y así hasta que llegue la siguiente crisis y despierte de nuevo, (¡ojalá!),
nuestro mejor yo. La desescalada debe ser eso, ir descendiendo de la mística al
contrato, del sueño de ser héroes a la realidad de los tipos normales y
contaminados, aunque no sea de coronavirus.
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