miércoles, junio 10, 2020

ELDERSPEAK




Elderspeak, lenguaje para mayores. O sea, esa forma de dirigirse a los mayores de forma supuestamente cariñosa, infantilizada, genérica, impersonal.
Lo critica con dureza la colega Anna Freixas en EL PAÍS (7/06/2020). No le falta algo de razón, aunque le sobra, a mi juicio, acritud y perspectiva. Lo primero porque parte de una atribución de desprecio y desconsideración a quienes lo utilizan que está lejos de ser realidad. Y le falta perspectiva por ese empeño feminista en convertirlo todo en problema de las mujeres, como si los hombres no pasaran (pasáramos) por ese trance. Pero, con todo, resulta interesante reflexionar sobre ello. Yo prefiero hacerlo a través del humor. Me parece más sano y menos dramático.
La verdad es que, efectivamente, se requiere una progresiva adaptación al nuevo lenguaje que tus interlocutores se ven como “obligados” a utilizar cuando se relacionan con personas mayores. Uno se resiste a considerarse mayor pero tu entorno es menos misericorde y no te da tregua. Y comienzan los diminutivos (a ver esos ojitos, echa la cabecita para atrás, mueve el culete), las redundancias y explicaciones para facilitar que oigas y entiendas correctamente lo que pretenden explicarte, los gestos de ayuda para cosas simples (¿puedes levantarte?, ¿te ayudo?, ¿te sietes bien?).
Ya lo he contado en alguna otra entrada lo sorprendido y perplejo ante esos gestos y ese formato de relación. Aún me sentía yo en plena forma, aunque andaba metido en revisiones médicas por problemillas cardíacos. En una de ellas, le tocó atenderme a una enfermera de mediana edad que me pareció interesante. Mira qué mujer tan especial, pensaba para mí. Y mi estima aún creció cuando ella empezó a tratarme de una forma especialmente cariñosa: gestos amigables, algún “cariño” como guinda de lo que me pedía o decía… en fin, se estaba bien con ella. Mi fantasía comenzó a diluirse cuando aquello del “cariño” comenzó a hacerse bastante rutinario y todas las frases se iniciaban o acababan con el consabido “cariño”. ¡Tate!, pensé, no me lo dice a mí, se lo dice al paciente mayor que tiene delante. Y bueno, las mariposas del estómago se evaporaron y volví a ponerme en modo “resignación”, como es habitual en mí en todas las consultas médicas.
Pero no es solamente en el ámbito médico. Recuerdo una vez en un aeropuerto brasileño donde habían llamado ya a embarcar. Brasil aplica una notable consideración para las personas mayores y facilita una fila especial preferente para los mayores de 60 años (los “idosos”, es decir de mucha edad en portugués). Yo debía andar rondando esos años pero claro, en comparación con las otras personas que ocupaban la fila me sentía un chaval. En un momento se acercó un funcionario que estaba revisando las filas.  Vaya, pensé para mí, me va a decir que no puedo estar en esta fila, que es para los mayores. Resignado, cogí mi trol y ya me iba para otra fila cuando él me vio y dijo, “no, no, quédese, quédese, está bien situado”. Casi me jodió más eso que si me hubiera mandado a la fila de los jóvenes. “Otro que me ha debido ver mayorcísimo”, maldije.
Mi amiga chilena Ma. Victoria Peralta, una gran educadora y especialista en Educación Infantil, nos contaba un día que se sentía especialmente disgustada, con la moral por los suelos. Por supuesto le pedimos que nos contará qué había pasado. Y nos contó que unos días antes había visitado una escuela infantil, cosa que solía hacer con mucha frecuencia. Eran visitas siempre muy agradables porque la relación con los niños siempre le resultaba especialmente satisfactoria. En Chile, los niños pequeños llaman a sus profesoras “tía”, y eso, el moverse entre tantos reclamos de “tía”, a ella le encantaba. Lo que había pasado en esa última visita y le había disgustado tanto era que, por primera vez, una niñita, en vez de “tía” le había llamado “abuelita”. Y todo el encanto desapareció.  También me había pasado a mí algo parecido en otra visita, como las de ella, a una escuela infantil: uno de los niños, sin morderse la lengua, me soltó “eres muy viejo”. “¡Que va, le dije yo, es que voy disfrazado de Papá Noel!”. Pero duele, aunque quien lo diga sea un niño.

En definitiva, sí que existe ese lenguaje edulcorado e impropio al referirse a los mayores o al comunicarse con ellos. Desde luego, no me parece justo atribuir maldad o desprecio a quien lo usa. Al contrario, creo que lo hacen para sentirse más cerca, para mostrarse más atentos, para mostrarnos su cariño. Pero no es una buena opción. No sé si las personas muy mayores agradecerán esa artificialización del lenguaje.  Desde luego, en los 60-70, parece innecesario. Aún estamos en perfectas condiciones intelectuales para entender lo que nos quieran decir.
Anna Freixas se queja en su texto de la expresión “nuestros mayores” que tanto se ha empleado durante estos meses de pandemia. Die que ese “nuestros” marca una pertenencia y propiedad que ella rechaza: no es propiedad de nadie. Y fiel a su argumentario feminista, lo vincula con las permanentes batallas femeninas por liberarse del dominio masculino. En fin, ella sabrá. A mí me encantan esas referencias a la pertenencia comunitaria. Es un “nuestro”, efectivamente, cariñoso, de afiliación. Y sí, he sentido al personal sanitario como “nuestros héroes”, y he vivido con el natural dramatismo el sufrimiento de “nuestros enfermos”. No tiene nada que ver con la propiedad, ¡qué exageración! Aún revivo de vez en cuando, desde la memoria sentimental de mi juventud, la enorme frustración que me provocó la bronca airada de una amiga cuando le llamé “mi chica”. Durante toda mi infancia navarra, mi-chico y mi-chica había sido una expresión cariñosa que solo se aplicaba en casos de gran aprecio cariño (algo parecido a “amor” de los brasileños y cubanos), pero ella lo entendió como si fuera una declaración de propiedad. Ni siquiera supe cómo reaccionar ante una interpretación tan literal y fuera de lugar.
(Imágenes tomadas de companiontoageng.com y sumandocanas.blogspot.com)

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