Elderspeak, lenguaje para mayores. O sea, esa forma de dirigirse a
los mayores de forma supuestamente cariñosa, infantilizada, genérica,
impersonal.
Lo critica con dureza la colega Anna
Freixas en EL PAÍS (7/06/2020). No le falta algo de razón, aunque le sobra, a
mi juicio, acritud y perspectiva. Lo primero porque parte de una atribución de
desprecio y desconsideración a quienes lo utilizan que está lejos de ser
realidad. Y le falta perspectiva por ese empeño feminista en convertirlo todo
en problema de las mujeres, como si los hombres no pasaran (pasáramos) por ese
trance. Pero, con todo, resulta interesante reflexionar sobre ello. Yo prefiero
hacerlo a través del humor. Me parece más sano y menos dramático.
La verdad es que, efectivamente,
se requiere una progresiva adaptación al nuevo lenguaje que tus interlocutores
se ven como “obligados” a utilizar cuando se relacionan con personas mayores.
Uno se resiste a considerarse mayor pero tu entorno es menos misericorde y no
te da tregua. Y comienzan los diminutivos (a ver esos ojitos, echa la cabecita
para atrás, mueve el culete), las redundancias y explicaciones para facilitar
que oigas y entiendas correctamente lo que pretenden explicarte, los gestos de
ayuda para cosas simples (¿puedes levantarte?, ¿te ayudo?, ¿te sietes bien?).
Ya lo he contado en alguna otra
entrada lo sorprendido y perplejo ante esos gestos y ese formato de relación.
Aún me sentía yo en plena forma, aunque andaba metido en revisiones médicas por
problemillas cardíacos. En una de ellas, le tocó atenderme a una enfermera de
mediana edad que me pareció interesante. Mira qué mujer tan especial, pensaba
para mí. Y mi estima aún creció cuando ella empezó a tratarme de una forma
especialmente cariñosa: gestos amigables, algún “cariño” como guinda de lo que
me pedía o decía… en fin, se estaba bien con ella. Mi fantasía comenzó a
diluirse cuando aquello del “cariño” comenzó a hacerse bastante rutinario y
todas las frases se iniciaban o acababan con el consabido “cariño”. ¡Tate!,
pensé, no me lo dice a mí, se lo dice al paciente mayor que tiene delante. Y
bueno, las mariposas del estómago se evaporaron y volví a ponerme en modo “resignación”,
como es habitual en mí en todas las consultas médicas.
Pero no es solamente en el ámbito
médico. Recuerdo una vez en un aeropuerto brasileño donde habían llamado ya a
embarcar. Brasil aplica una notable consideración para las personas mayores y
facilita una fila especial preferente para los mayores de 60 años (los “idosos”,
es decir de mucha edad en portugués). Yo debía andar rondando esos años pero
claro, en comparación con las otras personas que ocupaban la fila me sentía un
chaval. En un momento se acercó un funcionario que estaba revisando las
filas. Vaya, pensé para mí, me va a
decir que no puedo estar en esta fila, que es para los mayores. Resignado, cogí
mi trol y ya me iba para otra fila cuando él me vio y dijo, “no, no, quédese,
quédese, está bien situado”. Casi me jodió más eso que si me hubiera mandado a
la fila de los jóvenes. “Otro que me ha debido ver mayorcísimo”, maldije.
Mi amiga chilena Ma. Victoria
Peralta, una gran educadora y especialista en Educación Infantil, nos contaba
un día que se sentía especialmente disgustada, con la moral por los suelos. Por
supuesto le pedimos que nos contará qué había pasado. Y nos contó que unos días
antes había visitado una escuela infantil, cosa que solía hacer con mucha
frecuencia. Eran visitas siempre muy agradables porque la relación con los
niños siempre le resultaba especialmente satisfactoria. En Chile, los niños
pequeños llaman a sus profesoras “tía”, y eso, el moverse entre tantos reclamos
de “tía”, a ella le encantaba. Lo que había pasado en esa última visita y le
había disgustado tanto era que, por primera vez, una niñita, en vez de “tía” le
había llamado “abuelita”. Y todo el encanto desapareció. También me había pasado a mí algo parecido en
otra visita, como las de ella, a una escuela infantil: uno de los niños, sin morderse
la lengua, me soltó “eres muy viejo”. “¡Que va, le dije yo, es que voy
disfrazado de Papá Noel!”. Pero duele, aunque quien lo diga sea un niño.
En definitiva, sí que existe ese
lenguaje edulcorado e impropio al referirse a los mayores o al comunicarse con
ellos. Desde luego, no me parece justo atribuir maldad o desprecio a quien lo
usa. Al contrario, creo que lo hacen para sentirse más cerca, para mostrarse
más atentos, para mostrarnos su cariño. Pero no es una buena opción. No sé si
las personas muy mayores agradecerán esa artificialización del lenguaje. Desde luego, en los 60-70, parece
innecesario. Aún estamos en perfectas condiciones intelectuales para entender
lo que nos quieran decir.
Anna Freixas se queja en su texto
de la expresión “nuestros mayores” que tanto se ha empleado durante estos meses
de pandemia. Die que ese “nuestros” marca una pertenencia y propiedad que ella
rechaza: no es propiedad de nadie. Y fiel a su argumentario feminista, lo
vincula con las permanentes batallas femeninas por liberarse del dominio
masculino. En fin, ella sabrá. A mí me encantan esas referencias a la
pertenencia comunitaria. Es un “nuestro”, efectivamente, cariñoso, de
afiliación. Y sí, he sentido al personal sanitario como “nuestros héroes”, y he
vivido con el natural dramatismo el sufrimiento de “nuestros enfermos”. No
tiene nada que ver con la propiedad, ¡qué exageración! Aún revivo de vez en
cuando, desde la memoria sentimental de mi juventud, la enorme frustración que me
provocó la bronca airada de una amiga cuando le llamé “mi chica”. Durante toda
mi infancia navarra, mi-chico y mi-chica había sido una expresión cariñosa que
solo se aplicaba en casos de gran aprecio cariño (algo parecido a “amor” de los
brasileños y cubanos), pero ella lo entendió como si fuera una declaración de
propiedad. Ni siquiera supe cómo reaccionar ante una interpretación tan literal
y fuera de lugar.
(Imágenes tomadas de companiontoageng.com y
sumandocanas.blogspot.com)
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