Cuando llevas ya casi cuatro días
de hospital, las cosas se van haciendo rutinarias. Más todavía, en mi caso,
porque los dos últimos había sido de simple espera a que llegara el jueves, el
gran día, el mal día. Cuando estás a martes aún lo ves lejos. La mañana del miércoles
también va pasando; la cosa se va poniendo cada vez más negra pero va pasado. La tarde
es ya de pura espera, ese estrés que te entra cuando esperas la salida del
vuelo, o el inicio de un viaje largo.
Las propias rutinas hospitalarias
van cambiando porque todas las enfermeras y asistentes saben que mañana te
toca. Aparece nuevamente el EN XAXÚN en la cabecera de tu cama. Te vuelven a
rapar las partes afectadas (en mi caso, fue la ingle, que ya había sido depilada
en urgencias, la que quedó como culito de bebé), te toman más veces la tensión
y la temperatura, en fin, te empiezas a sentir en capilla.
Y llegó la mañana del jueves. Acababan
de dar las siete y empezó el trajín. Vinieron las enfermeras para tomar los
últimos datos médicos. Vinieron las impiadoras para arreglar la cama y lavarme
a mí, pero como podía ducharme por mí mismo les agradecí la oferta y lo hice
por mi cuenta. La cama quedó perfecta, yo en perfecto estado de revista y con
el alma en vilo. Acojonado, quiero decir. Me metí en la cama como un buen chico
y me quedé a esperar. Ya había llegado Elvira, así que hube de sostenerme un
poco más varonil en los ánimos y dejar que la procesión fuera por dentro. La
primera prueba era de electrofisiología. Nuevamente, tenían que introducirme
unos catéter desde la ingle al corazón, pero esta vez sí entraban en el corazón
para provocar ellos una arritmia y así poder controlar cómo sucedían las cosas.
Cuando me hicieron el lunes el primer cateterismo me había dicho la médico, “bueno,
los fontaneros ya hemos actuado y todo va bien. Ahora tienen que venir los
electricistas”. Esa mañana me tocaba con los electricistas.
Aunque el tiempo se te hace
eterno y no sabes si alegrarte o desesperarte, al final las cosas llegan. Y allí
llegó la celadora que me debía bajar al quirófano. Muy jovencita ella. Tuvo
algún que otro problema para sacar la cama de la habitación, tarea no fácil
pues como estamos dos pacientes no es fácil hacerla girar. Pero su
inexperiencia quedó más patente después: nos perdimos en el hospital. La pobre
no sabía muy bien donde quedaba el quirófano al que íbamos y nos perdimos por
los pasillos. Hasta fue divertido y me relajó un poco. Tenía que preguntar, avanzaba y retrocedía,
teníamos que hacer alguna maniobra brusca para buscar conexiones entre
pasillos. Habíamos salido de la habitación en compañía de un enfermero que
había seguido por delante y el pobre andaba loco buscándonos. Al fin nos
encontró y, de su mano, llegamos a la pieza.
Era una sala grande y fría. Con
la música alta (música andaluza ese día, luego me enteré que era el día de Andalucía).Aquello
estaba lleno de monitores. Pude hacer yo mismo el tránsito de la cama a la mesa
de operaciones, otra vez estrechísima. Y comenzó el proceso. Te ponen
electrodos por todo el cuerpo (todo es todo, incluido el trasero, la espalda,
las piernas, el pecho, la cabeza). Estos eran, además, muy especiales, muy
grandes, como para cubrir grandes zonas. El enfermero que llevaba la voz
cantante y que ya se veía que sabía mucho de aquello, trataba de congratularse
conmigo. “nosotros como torturadores, no tendríamos precio”. Pasó por allí el
médico que llevaría a cabo la operación pero por las conversaciones colegí que
debía faltar alguien, otra doctora (quizás alguna residente) y eso le enfadaba
a él que decía que él tenía que comenzar. Había varias enfermeras de prácticas
porque les tenían que explicar todo lo que debían hacer. En fin, suficiente follón
como para estar bastante distraído en la preparación que lleva su tiempo. Ya me
habían puesto la telita verde con su agujerito en la ingle, aunque esta vez sin
taparme la cara. Se puso su bata el médico, sus guantes, preguntó si todo
estaba a punto, le dijeron que sí y allá nos fuimos. Llegó el momento tan
temido.
Primero sentirá un pinchazo que
duele un poco. Es la anestesia. Siempre empieza así la cosa. Efectivamente
sientes que te clavan la aguja. Nada insoportable. Líquido que entra. Pas mal! Ratito de espera y, al poco,
movimientos enérgicos en la zona, más pinchazos que ya no duelen y vas
sintiendo cómo el médico aprieta fuerte donde te ha agujereado y va metiendo el
catéter por el orificio. A veces sientes que algo va caminando por tu interior
pero no molesta, no mucho. De todas formas la cosa se demora. En este caso más
que en el primer día. Luego supe que habían entrado no con un catéter sino con
dos, por dos puntos distintos de la vena. No sé si el médico avanzó con los dos
a la vez o primero lo hizo con uno y luego con el otro. Al rato les pregunté si
ya habían llegado al corazón y me dijo el enfermero que estaba a mi cabeza que
no, no, aún estaban lejos. Y siguieron adelante durante otro buen rato. Esta
vez si noté cuando entraron en el corazón: una especie de calor especial, de
movimientos extraños. El médico hablaba con alguien que estaba fuera de la sala
y no se entendían bien, así que a veces tenían que gritarse cosas. La música
por todo lo alto. Por lo que entendí, no siempre se veía bien o quizás no
encontraba lo que él estaba buscando con el catéter. A veces decía, “ahí esta´,
ahí está”. Bueno la cosa es que después de distintos movimientos (él seguía
apretándome fuerte en la zona de entrada de la ingle y moviendo allí sus dedos de un
lado para otro) parece que quedó satisfecho de donde había llegado y se puso a
comentárselo a alguien que debía estar con él. Como ya no me hacía nada y
seguía pasando el tiempo se me hizo raro. Pensé que era una descortesía,
tenerme a mí a sí y quedarse él charlando con otra persona. Después entendí que
su parte había acabado y ahora comenzaba la otra fase de la prueba. Se marchó
de la sala y desde fuera comenzaron a actuar. Eso me lo explicaba el enfermero
a mi lado. Empezaron a darme descargas eléctricas en el ventrículo que era lo
que yo tenía jodido según los electrocardiogramas. Yo sentía un calorcillo
especial pero agradable y golpeteos del corazón similares a los que suelo
sentir cuando estoy haciendo la digestión. Pasaron un tiempo así pero yo seguía
tranquilo. El enfermero me explicaba que otros pacientes con esas descargas ya
hacen arritmias fuertes. Tras la fase eléctrica iniciaron la fase química y le
iban dando instrucciones al enfermero a mi lado para que me fuera inyectando
los medicamentos que ellos le decían. Como ya los tenía preparados fue fácil
irlos metiendo por la vía que llebava puesta. “Esto es echar gasolina al fuego,
me explicaba el enfermero, lo que queremos es provocarte una arritmia fuerte
para poder estudiarla. Tú no te preocupes que nosotros estamos aquí preparados para
recuperarte si pasa algo”. Y qué harían si me da un infarto o se produce otro
síncope, le pregunté. Me sonrió y señaló algo que yo no veía detrás de mi cabeza:
ahí tenemos preparadas las planchas para darte un chispazo. Entonces entendí
que él y otra chica no se apartaran ni un momento de mi cabeza. Lo que me iban
inyectando no producía efectos y fueron aumentando la dosis. Cuando ya les pareció que aquello no daba
para más, dieron por finalizada la prueba. Sacaron los catéter y el enfermero
se quedó apretando el agujero de la herida para que no saliera sangre. Le
expliqué que yo solía andar mal de plaquetas y me prometió cinco minutos más de
apriete. Y vaya si apretaba, tanto que dejé de sentir la pierna porque se dormía. La
chica le avisó que no apretara tanto y lo
relajó un poco. Cuando acabó, me pusieron una cura presionante para que
no saliera sangre. Bueno, más que cura fue un corsé que me cogía desde el
estómago a media pierna y, efectivamente, con una presión enorme sobre el lugar
de los pinchazos. Luego comenzó el suplicio chino de quitarme los electrodos
que es un proceso de depilación a la brava. Más doloroso que toda la operación
anterior. Las enfermeras, en lugar de ponértelos en zonas que ya ven depiladas
de otros electrodos anteriores, lo que hacen es buscar lugares vírgenes y
llenos de pelos. Quizás, para ir igualando la zona. Y cada quita y pon se
convierte en un suplicio. Como no podía moverme para evitar los hematomas y la hemorragia, el paso de la mesa
de operaciones a la cama, fue mucho más divertido. Se han inventado una especie
de tobogán por el que deslizan tu cuerpo. Pero en fin, la primera operación
del día había acabado. Podía sentirme contento porque no se había producido
arritmia pese a las provocaciones sobre el corazón, aunque eso alejara un poco
más la posibilidad de tener un diagnóstico claro para mi síncope. Y volvimos
para la habitación. Esta vez el camino se hizo más corto y llegamos bien. La
fase más temida de aquel día penoso había acabado. Y sin especial sufrimiento.Aún no sabía yo cuánto me había equivocado con respecto a las pruebas de ese día.
Luego la mañana siguió su
proceso. Y la espera de la segunda prueba siguió manteniendo el alto nivel de
estrés, aunque esta vez, al tratarse de una resonancia magnética donde ya no
había pinchazos, me parecía menos agobiante. Tardaron mucho en llegar a
buscarme. Estaba programada para las 12, pero pasó la una y allí seguía yo. Lo
malo de eso es que en cualquier momento pueden suspender la prueba si surge
otra cosa urgente. Pero, al final, casi a las dos vinieron a buscarme. Tampoco
fue fácil llegar esta vez. Van a tener que poner GPS en las camillas. Ya me
estaban esperando y como el protocolo se parece de unos lugares a otros, yo ya podía anticipar con facilidad
lo que venía después. Lo que sucede es que, en esta ocasión yo no me podía mover
porque tenía la pierna derecha inmovilizada por la prueba anterior, así que
tuve que dejar que hicieran ellas y ellos todo. También tiene su encanto que te
muevan con la sábana de una cama a la otra.
Yo estaba tranquilo con la
resonancia. Ya la había hecho alguna otra vez y recuerdo que en una ocasión
hasta me dormí dentro del tubo al que te meten. Esta vez me alarmé un poco más
a la vista de los preparativos que hicieron conmigo. Me ataron a la plataforma
de una manera terrible, sobre todo el estómago: le pusieron algo que parecía
una tabla encima, pasaron las cinchas por debajo del cuerpo y la ataron como si
fuera un arnés al caballo. Yo que andaba con una costilla jodida por la caída
me quedé templando entre la opresión y el dolor. Cómo será la cosa que hasta te
preguntan si puedes respirar. Yo podía respirar, pero justito. Supongo que es
para que no hagamos respiraciones abdominales sino torácicas pero la verdad es
que agobia mucho. Por supuesto, otra vez infinidad de electrodos. Me sentía tan
atado que les dije: de aquí no se les habrá escapado nadie, ¿no? No, hasta
ahora no, me dijo la médico que tenía a mi lado. Y me advirtió, mire, esta
prueba tiene dos cosas: mucho tiempo y que yo le iré diciendo que tome aire,
que lo expulse y que se quede sin respirar. Y se lo diré unas treinta veces. Me
parecieron muchas, pero bueno, ni me imaginaba lo que aquello iba a ser. Te
ponen unos cascos para comunicarse contigo y te ponen en la mano una especie de
botón para que lo aprietes si te sientes mal.
Pese a lo atado y apretado que
estaba a la tabla, aún tuvieron que apretarme más para que todo el bulto que yo
llevaba en la barriga cupiera por el tubo. Y allí fui. Al principio fue fácil
pero tampoco pasaba nada. Me dediqué a relajarme y eché de menos no saber
meditar pues hubiera sido una actividad cojonuda para ese momento. Había pasado
ya mucho tiempo cuando oí, por primera vez, la orden, “Miguel, tome aire…
échelo… quédese sin respirar nada, nada”. Eso hice. Se alargó un poco la fase
de no respirar mientras se oían ruidos inclasificables en la máquina pero como
estaba fresco lo conseguí bien. Enseguida el “respire normal, respire normal…”.
Bueno, esto no es difícil, pensé pero, a la vez, comencé a preocuparme porque,
decía para mí, como vayan a este ritmo, las 30 veces que me dijo la médico que
habría de hacerlo se van a alargar muchísimo. Y así fue. Hacían lapsos enormes
entre cada coger-echar-no respirar. Y mientras tanto yo iba buscando temas en los que pensar sin
agobiarme por la claustrofobia. Pensé en dar un repaso a mi vida, pero me
pareció demasiado pretencioso. Creí que sería bueno pensar, sobre todo en
situaciones agradables que me hubieran pasado, pero exigía demasiado pesado el
esfuerzo de discriminar. ¿Pensar en mujeres?, me sugerí. Me parecióun tema interesante pero sobre el que yo que tenía
poco material para hacerlo (si fuera mi amigo Jesús, ése podría ser un buen
tema para mantener la mente ocupada, pensé con envidia). Pero mi mente se iba
de unos lugares a otros, sin sistematicidad. Los temas se me acababan pronto y
el tiempo se alargaba sin que yo fuera cubriendo el catálogo de las treinta
voces que me tenían que dar los médicos. El tiempo iba pasando y solo de ven en
cuando aparecían las instrucciones. Esperaba ansioso que comenzara algún ruido
de la máquina pues eso presagiaba que tendría que coger aire, echarlo y
quedarme sin respirar. En algún caso, los periodos de no respiración fueron tan
largos que no conseguía llegar al final. Y el tiempo pasaba. Yo conseguía estar
con los ojos cerrados pero, de vez en cuando, necesitaba abrirlos y me
encontraba con el tubo amenazante a dos dedos de la cara. Los cerraba rápido y
comenzaba la nueva pelea por buscar temas en los que pensar, pero era difícil
controlar el pensamiento que se iba y venía. Yo quería evitar a toda costa en
pensar en que estaba encerrado en un tubo y atado (lo único que podía mover
eran los dedos de los pies y los de las manos), con la costilla machacada y los
nervios a flor de piel. De vez en cuando sentía calor en la muñeca y en el
pecho; pensé que me estaban inyectando algún tipo de contraste para que se
viera mejor. El tiempo se alargaba, se me iba haciendo eterno. De vez en cuando
llegaban las instrucciones, pero a cuentagotas. Para dármelas, el médico que lo
hacía encendía el micro; entonces yo podía oír sus conversaciones en esas
décimas de segundo. En una de ellas oí a una médica que decía la palabra
cáncer. Me asustó. Enseguida quise tranquilizarme pensando que estarían
hablando de otras cosas y que no podía referirse a mí, que no hay cáncer de
corazón. De todas formas, la puñetera palabra quedó ahí como una mosca cojonera
que daba vueltas cada vez que yo quería pensar en otra cosa. El tiempo, a esa
altura se me estaba haciendo eterno. Sentía calor y noté que empezaba a sudar y
al sudar, sentía, a la vez, un frío enorme. Vaya, pensé, seguro que me están
inyectando alguna cosa que va excitando al corazón. Notaba cómo me caían los
chorretes de sudor por la cara y por la
calva y cómo se iba encharcando lo que tuviera debajo de mi cuerpo, pero no
podía moverme lo más mínimo, así que “eche o que hai”, me decía a mí mismo.
También me sentía cada vez más cansado. Me costaba más seguir las instrucciones
de tomar-echar aire y no respirar. “¿Qué tal está, Miguel?”, me dijeron por el altavoz.
Estoy sudando mucho, les dije. Pero todo siguió adelante. Ahora era una médica
la que me daba las instrucciones. Al
rato entró alguien en la sala y por la parte de atrás del tubo, por donde
tenía la cabeza, comenzó a secarme un poco la cabeza. Poco podía hacer, de
todas maneras porque todo estaba muy ajustado. No falta mucho me dijo. Y
marchó. La cosa siguió adelante. Nuevas instrucciones, más periodos de no
respirar, más ruidos inclasificables de la máquina, mayor esfuerzo por mi parte
por mantenerme relajado. Casi ya no lo conseguía. Me empezó a preocupar que el
corazón latía cada vez más fuerte, que yo sudaba cada vez más y que estaba
helado, que no había como sacarme de la cabeza que aquello no iba bien. Aguanté
otros diez minutos pero ya en proceso de incipiente angustia y no pude más. Toqué
el timbre. Me preguntaron si estaba bien y les dije que sudaba mucho y tenía
mucho frío. Me dijeron que ya faltaba poco. Traté de tranquilizarme y seguimos
con el ritmo cansino de tome aire-échelo-no respire nada, nada. Yo ya me sentía
mal. Creí que me daba un infarto allí dentro. Me consolaba diciendo que ellos
debían notar cómo iba mi corazón pues para eso tenía los electrodos puestos.
Además el orgullo me impedía quejarme. No puede ser “llegar a la orilla y
ahogar”, me decía. Y de nuevo tome aire- échelo- no respire… Y el tiempo
seguía. Al final, ellos mismos trataban deanimarme. “Sólo un minutiño, Miguel”.
No fue un minuto, pero se lo agradecí. El tiempo siguió y allá cuando ya tenía
perdida cualquier esperanza de que aquello acabara alguna vez oí que decían “ya
hemos acabado”. Estaba tan agotado que ni me alegré. Hasta hubiera vuelto a
tomar aire- echar y dejar de respirar. Aún tardaron un rato en entrar en la sala
y algo más en que la tabla sobre la que yo estaba comenzara a deslizarse hacia
afuera. Cuando abrí los ojos, vi a los
médicos: “¿Cómo está?”, me preguntó uno de ellos. Agotado, le dije, y helado,
pónganme una manta por encima les supliqué. Había pasado una hora y media
dentro de aquel tuvo. Me pareció una eternidad y fue, sin duda, la prueba más
dura que yo he hecho en mi vida. “Ha estado usted magnífico, dijo para
animarme, se ha portado de maravilla”. Bueno, pensé para mí, escaparme, que era
lo que me hubiera apetecido al final, no era fácil, así que no tengo tanto
mérito”.
Me fueron liberando de los
arneses. Me volvieron a hacer ver las estrellas al sacarme los electrodos. Me
cambiaron a la cama con ese ingenioso sistema rodante que ya había probado por
la mañana y volvimos a la habitación. Esta vez con un camillero que se
estrenaba en el hospital. Ni puta idea de adonde debíamos ir. Le dijeron que al
salir del ascensor a la izquierda, pero en el laberinto del hospital esa es una
información poco eficaz porque a la izquierda hay todo un laberinto de puertas
y pasillos por el que, obviamente, nos perdimos. Yo tampoco podía orientarle
mucho, así que el pobre tenía que ir preguntando. Al final fue otro camillero que
pasaba por allí el que al verle tan despistado le preguntó dónde iba y le
indicó el camino correcto. Al final llegamos a la habitación. Por lo que me
cuentan, llegué blanco leche y con el tono vital bajísimo. Como eran ya las
4:30 de la tarde apenas había personal de limpieza, así que tuve que resignarme
a quedarme chirriao como estaba.
Bueno, mal que bien había acabado
ese día nefasto de las dos pruebas. Lo hicieron por mi bien, para que no se
demoraran mucho en el tiempo pero, creo que es demasiado para el cuerpo y para
el corazón. Por la mañana lo castigaron duramente para ver si reaccionaba y
poco después ese agobio de sonares y angustias de encierro. Mi pobre patata no
sé si está para esos trotes, aunque hoy se ha portado muy bien.
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