Nuestro segundo día amaneció pronto. Ya decía una amiga que “la vida del turista era bien dura”. Eso lo podríamos corroborar nosotros por milésima vez esa misma noche, pero estábamos en el desayuno y las cosas, todavía, estaban tranquilas. Todos habíamos dormido bien, incluido quienes habían tenido que compartir lecho matrimonial sin haberlo solicitado. Parece ser que las camas eran lo suficientemente amplias como para que los roces no pasaran a mayores.
Habíamos quedado con nuestro transporte
para la excursión del día, que nos llevaría a FEZ (a unos 200 Kms. de Rabat) a
las 8,30 de la mañana, así que apresuramos el desayuno para estar en perfecto
estado de revista a la hora marcada. El desayuno buffet estuvo bien con
opciones suficientes, incluida la señora que hacía las homelettes sin hablar ni
papa de castellano ni francés. Pero hay cosas para las que el lenguaje de señas
es suficiente. Todos coincidimos, sin embargo, en que el gran descubrimiento de
la oferta matutina era una especie de requesón que estaba buenísimo.
Sobre las 8 y media (tampoco es
que la puntualidad de los españoles dé para mucho) estábamos ya preparados,
pero aún no había llegado la furgoneta. Fue pasando el tiempo y ni flores. Allí
nadie sabía qué estaba pasando. Casi una hora después lograron contactar con él
para enterarse de que había habido un malentendido y que, según sus datos, la
excursión estaba planeada para el día siguiente. Pidió excusas y prometió que
estaría en el hotel en 20 minutos. Nuevo chute de realismo marroquí: aquí los
tiempos son flexibles. Da lo mismo si fueron 20 o 40 minutos los que tardó en
llegar, pero al final lo hizo. Sólo que, entonces, debíamos esperar a su jefe
(el del chofer) supongo que para que le diera las últimas instrucciones y algún
dinero para gasolina, autopistas y esas cosas. El jefe se tomó su tiempo en
aparecer y allá sobre las diez y pico de la mañana echamos a andar cara a nuestro
destino: dos horas y media de furgoneta nos separaban de él. A freír buñuelos
el plan de la mañana.
El viaje se hizo eterno aunque
tuvo la ventaja de que nos permitió admirar el paisaje: unas llanuras infinitas
y verdes. Y también las carreteras, una autopista estupenda. Nada que ver con
aquellas carreteras casi de tierra, con enormes socavones que nosotros habíamos
experimentado en los viajes anteriores. Nos pareció todo mucho más organizado,
más moderno. Se nota que las cosas en Marruecos, al menos en este triángulo de
las grandes ciudades (Fez, Casablanca, Rabat) van muy bien.
Llegamos sobre las 12 y bastante. El guía nos esperaba a las puertas del Palacio Real de Fez. Nos saludamos y enseguida nos comunicó que era viernes, (nuestro Viernes Santo), y que los viernes son los días del culto para los musulmanes. Pudimos admirar de cerca las puertas del Palacio (preciosas, hechas en bronce verde, el color del islam, y que se limpian con limón cada tres meses). Estaban cerradas así que ahí se acabó la visita (y eso que es un palacio que cuenta con 850 hectáreas, el más grande del mundo). El guía era un tipo enjuto e hierático de palabras justas y tono bajo, cubierto por una chilaba marrón, tipo hábito de franciscano. De hecho parecía un monje. Nos recordó que era viernes y, así, que al poco rato de estar con nosotros, el guía nos mandó a pasear un poco solos porque él se tenía que ir a la mezquita al rezo de la una. Nos encontraremos, señaló, al final del barrio judío, en una de las puertas de la Medina. Efectivamente, había muchos comercios cerrados. Recorrimos el barrio judío (cuya principal manifestación es que los balcones de madera de las casas, muy bonitos y trabajados, dan hacia la calle, mientras los de los árabes dan hacia los patios interiores) y, esta vez sí, a los 5 minutos, tal como había prometido, aparecieron el guía y la furgoneta en la puerta de marras.
Llegamos sobre las 12 y bastante. El guía nos esperaba a las puertas del Palacio Real de Fez. Nos saludamos y enseguida nos comunicó que era viernes, (nuestro Viernes Santo), y que los viernes son los días del culto para los musulmanes. Pudimos admirar de cerca las puertas del Palacio (preciosas, hechas en bronce verde, el color del islam, y que se limpian con limón cada tres meses). Estaban cerradas así que ahí se acabó la visita (y eso que es un palacio que cuenta con 850 hectáreas, el más grande del mundo). El guía era un tipo enjuto e hierático de palabras justas y tono bajo, cubierto por una chilaba marrón, tipo hábito de franciscano. De hecho parecía un monje. Nos recordó que era viernes y, así, que al poco rato de estar con nosotros, el guía nos mandó a pasear un poco solos porque él se tenía que ir a la mezquita al rezo de la una. Nos encontraremos, señaló, al final del barrio judío, en una de las puertas de la Medina. Efectivamente, había muchos comercios cerrados. Recorrimos el barrio judío (cuya principal manifestación es que los balcones de madera de las casas, muy bonitos y trabajados, dan hacia la calle, mientras los de los árabes dan hacia los patios interiores) y, esta vez sí, a los 5 minutos, tal como había prometido, aparecieron el guía y la furgoneta en la puerta de marras.
Como se había hecho tarde (aquí
comen a las 12 y ya estábamos en las 13 y pico), nos dijo que primero iríamos a
un castillo elevado desde donde se tiene una visión completa de la Medina y
después nos iríamos a comer. La excursión por la Medina, la haríamos después de
comer. Y eso hicimos. Fez es una ciudad de unos dos millones de habitantes con
dos partes bien diferenciadas: la Medina amurallada que es la ciudad antigua y
los distintos barrios que componen las
construcciones modernas. El castillo (una construcción militar elevada) ofrece
una visión perfecta dela Medina de Fez. Y allí nos fue desgranando el guía los
grandes datos de aquel enorme revoltijo de casas que nosotros veíamos desde el
castillo: medio millón de habitantes viven en la Medina; hay 15.000 calles, la
mitad de ellas sin salida con lo que todo el conjunto constituye un inmenso
laberinto; está dividida en 450 barrios cada uno de ellos con su escuela
coránica y su mezquita (lo que significa que se ven 450 minaretes desde los que
los muecín llaman a la oración cinco veces al día: debe ser un guirigay aquello
en las horas clave). Y lo más llamativo, la nube de antenas parabólicas que se
ve coronando cada casa. Infinitas. Debe ser un buen negocio en Marruecos.
Con esa visión macro en la retina
nos fuimos al restaurante. Debía ser un lugar ya preparado para este tipo de situaciones. Espectacular. Entras en una
especie de comedor restaurante convencional, pero lo atraviesas y sigues
adelante y tras varios pasos intermedios llegas a un espacio absolutamente
alucinante: luces bajas, mesas de anticuario, colores ocres, una cúpula inmensa
con puntitos de luz que crean como una especie de cielo plagado de estrellas,
sofás bajos rodeando mesas bajas, luces difusas tipo velas. Podría ser el
espacio interior de una secta o el lugar preparado con esmero para un encuentro
romántico. Pero ese tránsito entre la enorme claridad exterior a esta
semioscuridad interior te produce un cambio de coordenadas radical, propicio a
la entrada en éxtasis. Supongo que parte del encanto del lugar se perdió en
cuanto nos sentamos nosotros, gritones por naturaleza y bastante heterodoxos en
las formas y conversaciones. Pero lo pasamos bien: la consabida ensalada (esta
vez compuesta por platillos de diversas viandas), pinchitos morunos de dos
clases (de lo que no nos enteramos hasta el final cuando ya algunos habían
apurado sus opciones), cuscús de carne (que teóricamente deberíamos comer con
las manos, pero a lo que nadie estuvo dispuesto) y fruta. Suficiente.
La tarde se la dedicamos a la
Medina. Medina significa en árabe ciudad vieja y amurallada. Ambas circunstancias
se daban de forma plena en Fez. La Medina es vieja de vieja, de estar cayéndose.
Al menos las calles por las que nos hizo transitar el guía. Las murallas la
cierran totalmente. Eso sí tiene 15 puertas para evitar la claustrofobia. Y fuera
de cada puerta un cementerio, no sé si por razones religiosas o pragmáticas (el
guía explicó que como los coches no pueden entrar en la medina pues las calles
son muy estrechas, ponen los cementerios justo a la salida de cada puerta para
poder llevar allí a los muertos). En fin, sea la razón que sea, es apabullante
ver que sales de la Medina por cualquiera de las puertas y te das de bruces con
un cementerio con miles de lápidas blancas, todas mirando al oriente, a la
Meca.
El paseo por la Medina lo tienen
muy ritualizado los guías. Siempre te llevan por las mismas calles y te hacen
entrar en los mismos comercios (supongo que ellos se llevarán alguna propina
por ello). Indefectiblemente (como ya nos había pasado a nosotros en los viajes
anteriores) te pasan por un inmenso comercio de alfombras, donde el personal
(muchísimos, debe ser que o ganan muy poco, o todos son de la familia, o las
cosas les van muy bien) te va sacando, inmisericordes, alfombras de todo tipo. Da
lo mismo que no muestres demasiado interés en comprar nada, ellos van a lo suyo.
Y pobre de ti como se te ocurra preguntar por el precio de alguna y, más aún,
si cometes el error de dar una cifra que estarías dispuesto a pagar. Entonces te conviertes en objetivo
del acoso y puedes dar gracias a Dios (o a Alá) si logras salir de allí sin
haber comprado algo. En cualquier caso, con nuestro grupo tuvieron poco éxito y
tras casi una hora allí nos fuimos con las manos vacías. Después de las
alfombras viene la orfebrería. Otro buen rato escuchando cómo hacen las piezas
de oro y plata y el mérito que tienen. Pero tampoco nadie compró nada, aunque a
punto estuvo una de las compañeras de caer en la tentación de la tetera bañada
en oro. No lo hizo y luego le penó.
La tercera visita obligada es a los curtidores y los tintes. Es una visita espectacular pero como la repites en cada ciudad a la que vas y en cada viaje se hace ya rutinaria. A la entrada te dan tu ramito de hierbabuena para que no te asfixies por los olores y subes al piso superior desde donde ves todos los tarros con los tintes. Y al bajar no te queda más remedio que ir pasando por las distintas piezas donde exponen bolsos, maletas, abrigos y demás productos de piel. Tampoco vi que nadie comprara nada. Tras los malos olores, los buenos y allá fuimos a un comercio de productos cosméticos derivados del argan, una planta milagrosa según el tipo que nos la vendía y que sirve tanto para u roto como para un descosido. Y ahí si caímos casi todos (todas, mejor dicho, pues fueron ellas las lanzadas). Aún nos faltaba ir al telar, pero ya nos negamos.
La tercera visita obligada es a los curtidores y los tintes. Es una visita espectacular pero como la repites en cada ciudad a la que vas y en cada viaje se hace ya rutinaria. A la entrada te dan tu ramito de hierbabuena para que no te asfixies por los olores y subes al piso superior desde donde ves todos los tarros con los tintes. Y al bajar no te queda más remedio que ir pasando por las distintas piezas donde exponen bolsos, maletas, abrigos y demás productos de piel. Tampoco vi que nadie comprara nada. Tras los malos olores, los buenos y allá fuimos a un comercio de productos cosméticos derivados del argan, una planta milagrosa según el tipo que nos la vendía y que sirve tanto para u roto como para un descosido. Y ahí si caímos casi todos (todas, mejor dicho, pues fueron ellas las lanzadas). Aún nos faltaba ir al telar, pero ya nos negamos.
Entre comercio y comercio aún dio
tiempo a ver algunas cosas interesantes. Pocas, la verdad. Entre ellas la mayor y la más famosa mezquita del mundo: Al Karaouine. Fundada en el 650, se
convirtió en una de las universidades más prestigiosas del mundo con una
biblioteca espectacular de más de 300.000 volúmenes que atrajo a estudiosos e
investigadores de todo el mundo. Entre ellos Averroes y un papa cuyo nombre ya
no recuerdo. Nos decía el guía (aunque nos atrevimos a dudarlo) que en las horas de oración se reunen allí más de 22.000 fieles.
Fez ya no dio para más. Nosotros
estábamos agotados (habíamos andado más de 5 kilómetros callejeando por la
Medina) y pedimos papas. Así que pese a los intentos del guía por llevarnos al
telar, preferimos la furgoneta y regresar a casa. Nos esperaban otras dos horas
y media de viaje. Mortal de necesidad. Cada uno se lo tomó lo mejor que pudo
pero los silencios se alargaban (seguramente porque quien podía cerraba los
ojos y trataba de dormir). Y ver el hotel fue como llegar al oasis. La cena
suave y la sobremesa agradable, pero lo que todo el mundo estaba deseando era
tumbarse como Dios manda y sobar hasta la mañana siguiente que nos tocaba
Rabat. Y la boda.
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