Los compromisos sociales tienen,
a veces, estas cosas buenas: te obligan a viajar a lugares apetecibles o,
cuando menos, poco frecuentes. En este caso a Rabat para asistir a la boda del
hijo de una amiga con una chica marroquí, de origen bereber según nos contaron.
Las bodas musulmanas (como las indias) despiertan no poca curiosidad entre los
europeos por el carácter festivo y especial de las mismas. Todos los amigos a
los que les comentaba que me iba a una boda a Marruecos me miraban con envidia.
Eso también tenía su puntito de morbo.
Pues nada, allá nos fuimos la
mañana del Jueves Santo. Fueron gentiles con los gentiles y, aunque para ellos
la Semana Santa no es nada, nos pusieron la boda en esos días en que nosotros
podemos viajar aprovechando las vacaciones. Nosotros ya conocíamos Marruecos.
Lo habíamos recorrido de punta a punta (entramos
por Ceuta y salimos por Melilla) de recién casados, allá por el año 1975, en un
Renault 5 con dos amigos. Fue una auténtica aventura. Hacíamos noche en los
campings a los que no dejaban entrar a los marroquíes y estaban vigilados por
el ejército. Creímos estar permanentemente perdidos porque hacíamos kilómetros
y kilómetros en los que no nos cruzábamos con nadie y de pronto después de una
curva aparecíamos en medio de una aldea con multitud de gente en la carretera
que había que ir cruzando poquito a poco. Visitamos las principales ciudades y
conocimos a fondo lo que un turista de veintitantos años y poca pasta puede
llegar a conocer (incluido algún inocente canuto ). Volvimos a hacer un paseo
similar en el año 1996, también en coche, pero ya con nuestros hijos crecidos (en
esa época en que ya no quieren ir de vacaciones con sus padres salvo, nos
dijeron, que la propuesta sea muy atractiva, y Marruecos se lo pareció).
Viajamos junto a otra pareja de amigos con sus hijas. Este viaje ya fue mejor.
Muy bien organizado por nuestra amiga que había escogido unos hoteles
maravillosos que nos servían de relax al final de días agotadores de coche y callejeo
por las medinas. Tenemos anécdotas preciosas de aquel viaje y también un
recuerdo nefasto pues ya de regreso en España tuvimos un accidente de tráfico
grave. En fin, que Marruecos lo conocíamos lo suficiente si es que alguna vez
se puede decir eso de un país como Marruecos (y, además, sin haber llegado al
Atlas y todo el sur de Marrakech). Pero esta vez era una boda. Y eso sí que era
nuevo.
El viaje estuvo bien. Sin
madrugones excesivos. Nos encontramos en Barajas un nutrido grupo de amigos que
viajábamos con el mismo objetivo. Y desde allí, todos juntos a Casablanca. Marruecos
desde el aire nos pareció magnífico. Todo verde. Es año de lluvias, nos dijeron, vamos alternando los años de sequía con los de lluvia; los primeros
son malos años, éste será un buen año. Pero la belleza del país desde el aire
se fue al carajo cuando entramos en la vida real. Había unas colas infinitas
delante de los cubículos de la policía de inmigración en el aeropuerto. Y aquello no avanzaba nada. Pasaron 10,
15, 20 minutos y estábamos exactamente en el mismo lugar. Desesperante. No
éramos capaces de explicarnos qué podía suceder. Tardamos una hora y mucho en
pasar la policía. Y el caso es que, llegabas allí y no hacían nada especial:
mirar el pasaporte, mirarte a ti, anotar una tontería en la ficha de entrada y
poner los consabidos cuños. Todo eso lo podían hacer en minuto y medio. Y de
hecho, en nuestro caso fue lo que tardaron. Imposible de entender por qué la
cola se demoró tantísimo. Pero entras ya con mal cuerpo, con la sensación de
que no eres bien recibido, de que los turistas molestan, de que no se atienden
esos detalles tan importantes. Ya me ha pasado a veces en algún otro país.
Juras que no volverás, pero al final te olvidas. Y eso que nosotros aún nos
podíamos dar con un canto en los dientes porque nuestra fila, mal que bien
(mucho más de mal, claro), aún avanzaba. Pero en la que estaba la otra parte del
grupo, seguían petrificados. Nosotros
pasamos a recoger las maletas pero como los otros no llegaban allí tuvimos que
armarnos de paciencia para esperarles más de media hora de propina. Y, a todas
estas, las maletas desperdigadas: unas en las cintas, otras por el suelo. Al
ritmo que iba saliendo la gente, cualquier hubiera podido llevarse las maletas
de otro. En fin un caos. Al final, salimos y allí nos esperaba el guía que teníamos contratado. Pasaban
ya dos horas y pico desde que habíamos aterrizado. En cualquier otro lugar el
guía estaría nervioso pensando que algo nos había pasado. Él no, estaba
tranquilo. Es lo normal, nos dijo sonriente. Pues nada, nos dijimos, no hay de
qué preocuparse. A comer (ya eran las cuatro nuestras, las tres de ellos) y
después a dar un paseo por Casablanca.
Salimos del aeropuerto en nuestra
furgoneta y comprobamos asombrados que nos adelantaban muchísimos mercedes y
autobuses de alta gama. Es que hay una concentración de grandes chef de la
cocina francesa, nos dijo el guía. Vive dios que debía ser cierto, grandes e
individualistas: en cada uno de los 25 o 30 mercedes que nos adelantaron, iba
uno solo. Supongo que a la tropa la mandaron en los autobuses. Nuestra comida estuvo
bien. Un restaurante a pie de playa con una vista ancha y preciosa del mar
bravío marroquí. Digo bravío porque a la orilladel mar tenían piscinas naturales de agua salada. Osea que no debía poderse bañar en el mar. Estábamos cerquita de donde se celebraba la convención de los chef, lástima que por poco no hubiéramos coincidido, algo se notaría, digo yo. La comida aceptable: ensalada de tomate (las ensaladas se han
repetido día tras día en nuestros menús, debe ser que forman parte de la comida
habitual); un plato enorme de pescaditos fritos (muy similar al que se podría
tomar en cualquier cafetería de Triana con sus acedías, sus gambas, sus
calamares…) y macedonia de fruta. La cervecita (que después de la paliza del
aeropuerto se hacía imprescindible) hubo que pagarla aparte: 5 euros cada una, que
nos parecieron una enormidad.
Desde allí a visitar la Gran
Mezquita, un santuario enorme que Mohamed ha construido robándole algunas
hectáreas al mar. Resulta impresionante. Nuestro guía aprovechó para ponernos
al tanto de los intríngulis de la religión musulmana y sus principios. No
pudimos entrar a verla porque ya estaba cerrada. Pero por la mañana está
abierta, nos informó, salvo en las horas de culto. De la mezquita a la plaza Mohamed
(aquí todo es Mohamed o Hassan en honor a sus últimos reyes) que llamaba la
atención por lo animada que estaba a esa hora de la tarde. Bueno y de allí,
carretera y manta cara a Rabat, nuestro destino. El tránsito de una ciudad a la
otra (otra hora y media larga de furgoneta) se nos hizo eterno. Cada quien fue
sobrellevando su agotamiento a base de cabezadas. Y al final, el final, Rabat.
Teníamos alojamiento en el
Mercure Sheherazade. Fuimos haciendo el check-in y quedamos para cenar. Según
iba bajando la gente al comedor comentaba sus impresiones. Lo más gracioso es
que todas las habitaciones eran de cama de matrimonio. Así que a todos nos
tocaba compartir lecho con otra persona, lo cual en el caso de los casados
estaba bien, pero tuvieron que pasar por el mismo trance también quienes no lo
estaban o quienes sí lo estaban pero habían venido solas a la boda. Incluso al
novio le tocó dormir con uno de los amigos, que ya le advirtió de antemano que
él no respondía si la cosa le gustaba y decidía no casarse al día siguiente.
Y así, mal que bien, cerramos nuestro primer día africano.
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