El jueves que comenzó en plan
dramático con el agobio de pruebas duras y dobladas acabó, sin embargo, muy
bien. Me había quedado solo en la
habitación, pues dieron de alta a mi compañero. Pude reponer fuerzas con la
cena y ya me habían liberado del corsé que me atenazaba la pierna para que no
sangrara la herida de la mañana (me la había atado a la pata de la cama para
que no la moviera, así que liberarse de aquello fue eso, una liberación).
Por la noche llego mi hijo
cardiólogo desde Barcelona y el pobre, agotado tras la guardia del día
anterior, se fue reuniendo con los médicos que estaban por allí para enterarse
de los datos que habían ido acumulando. Bueno, en realidad, su principal
trabajo fue tranquilizarme y contarme lo que ya sabía. Me prometió que el
viernes analizaría con los diversos equipos las pruebas que me habían hecho.
Supongo que no es fácil, tampoco para él, encontrarse en una situación así. Me
repite muchas veces que él atiende cada día a muchos señores como yo y que todo
depende de que las cosas se afronten a tiempo o no. Por él vinimos a urgencias.
Nos explicó qué eran los síncopes y como de unos te levantas pero de otros ya
no. Y que eso unido a las arritmias que me habían detectado era un cuadro
peligroso. Me alegró mucho verlo pero, a la vez, uno no puede dejar de sentir
el pesar que causa a su entorno con estas historias. Pones a la familia patas arriba y eso es casi peor que la enfermedad.
En fin, de todas formas dormí
mal. Habían acabado las pruebas pero la puta costilla sigue doliendo de lo suyo
y no me deja recostarme sobre el lado derecho que es mi preferido para sobar. A
nada que me muevo, me despierto de dolor. Así que fui superando las horas en
duermevelas forzadas, soñando cosas raras, despertando, maldiciendo mi
costillar y esperando que amaneciera.
En cuanto pude me levanté, me
duché y me dispuse a trastear un poco con el ordenador. Pronto llegó mi hijo
que quería hablar con los médicos y comentar las pruebas. Así que eso hizo
mientras yo redactaba una de las entradas del blog. La doctora que coordinaba
mi caso había sido compañera suya de carrera y amiga personal así que todo fue
muy fácil. También se enrolló bien con la médico de sala y con los otros que
habían intervenido en mis pruebas. Total que aprovechó bien el viaje. La
historia parecía clara y oscura a la vez: una arritmia que no da la cara. Está
ahí pero no se ha podido comprobar con las pruebas hechas (todas las que se
utilizan en cardiología) cuándo actúa ni cómo. Pero tenemos una buena noticia,
las arterias están muy bien así que no hay riesgo de infarto. Eso es muy bueno
en tu caso, me decía, porque tus antecedentes familiares van en esa línea. Has tenido
suerte o te has cuidado mejor. Bienvenidas sean las buenas noticias. Todo
parece presagiar que me iré del hospital sin una etiqueta (lo que es malo) pero
con alguna buena noticia.
Como tenía que hacer otras cosas,
aprovechando el viaje él marchó, pero apareció por allí a hacerme una visita mi
vecino de casa que es también cardiólogo, aunque él se jubiló hace unos meses.
También se empeñó en hablar con sus antiguos colegas del servicio sobre mi caso
(debían estar las pobres hasta el moño de tantas preguntas y tan seguidas sobre
un mismo paciente) y luego vino a hacerme el resumen. Idéntico al de mi hijo y al que
ya me habían hecho ellos mismos. Pero claro, mi vecino me hablaba desde su
enorme experiencia como cardiólogo y tratando de tranquilizarme, por un lado, y
de asegurarme de que me habían hecho todo lo que se podía hacer. Está bien
escucharlo porque su sabiduría es más manual, de viejo médico con mucha
experiencia. Reconoce que ahora hay más aparatos de los que él es capaz de entender
pero que hay cosas que se aprenden de la experiencia y esas no se olvidan. Y
curiosamente fue el único que me hizo caso cuando le hable de los eruptos que
siempre se asocian a los episodios de mareos. Sí, me dijo, esa explosión de
aire que conlleva el erupto puede hacer que el estómago oprima la base del
corazón y la arritmia se active. En fin, seguro que no entendí bien, pero hasta
ahora nadie me ha hecho puñetero caso cuando
les hablo del erupto. Me miran con ojos de paciencia contenida, como diciendo “¿qué
tendrá que ver…?”. Ya me había pasado hace muchos años con un médico oculista de
mucha fama en Sevilla. Había ido a verlo por recomendación del padre de una
colega amiga. Aunque yo le pagué religiosamente, lo primero que
hizo fue echarme una bronca por ir a su Instituto porque, me decía, era algo estúpido
teniendo tan buenos oculistas como tenemos en Santiago. Y después cuando le
conté lo que me pasaba me dijo, simple y llanamente, que aquello que yo decía
(que cuando miraba con el ojo derecho las letras me bailaban y era incapaz de
leer) era imposible. No dijo que era mentira o que yo chocheaba porque se
contuvo, pero la cara que puso fue de eso. Y salí de allí como había entrado
(probablemente, él me habría aconsejado ir a un psiquíatra).
En fin, vayamos a lo que estamos.
La mañana pasó tranquilo entre varias visitas de amigos y la aparición de otro
paciente en la cama de al lado. Trajeron la comida, regresó mi hijo, volvió a
hablar con los médicos y me trajo de postre una noticia estupenda: me daban
permiso de fin de semana (bajo su responsabilidad supongo). Vi el cielo
abierto. Y aunque las cosas del hospital tienden a demorarse mucho yo me vestí a toda prisa y quedé en perfecto
estado de revista (experiencia que tiene uno de la mili, donde si te
encontraban una mancha o algo mal puesto te quedabas sin salir). Luego se hizo
eterna la espera y cuando ya casi desesperábamos de que llegara el bendito
papel con el alta transitoria, al final llegó. Lo firmé (aquí hay que firmarlo
todo), me sacaron la vía que llevaba puesta y nos marchamos para casa.
Y así ha sido mi fin de semana.
Casero pero sin restricciones. Hemos salido a pasear, de compras al mercado, a
misa, y hasta a sentarnos en una terracita hoy domingo que hacía un día
precioso. Lo peor es prepararse ahora para volver al hospital. Otra vez la
batita, otra vez a rasurarme para estar preparado mañana, otra vez a dormir
allí, otra vez a ser un paciente resignado.
Mañana me pondrán el REVEAL un pequeño holter que te lo meten en el pecho para que vigile los
ritmos cardíacos. Dicen que deberé apretar un mandito que llevaré en el
bolsillo cada vez que me dé un mareo o que sienta que algo me falla. El aparato
graba los diez minutos antes y los diez minutos después. Claro que si te caes
redondo, como yo el otro día, deberás despertar pronto para que la grabación
tenga efecto. Y si no te levantas pues ya, ni modo...lo misma da que grabe como que no. En fin, a ver
si acaba pronto este viacrucis.
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