miércoles, marzo 06, 2013

De nuevo en casa.




Y, esta vez, ya definitivamente.
Por supuesto volví al hospital a la hora mandada, como el buen paciente que soy. Como un clavo. No hubo sorpresas. Mi cama seguía libre y esperándome. Las enfermeras enseguida me enchufaron  a la cardiometría, me tomaron la tensión y la temperatura y se hicieron con el mando. Volvía a ser un paciente. Hasta fueron tan amables de traerme la cena pero como ya había cenado porque no esperaba esa gentileza, allá fue todo de vuelta. En fin, todo en regla para afrontar mi última jornada.

Dormí mal. Mi compañero de habitación mantuvo la radio encendida toda la puta noche. Él roncaba como un bendito pero la radio seguía dando la murga. Yo que había incluido en las clausulas matrimoniales que nada de radio por la noche, me chupé cuanto programa hay para insomnes, además de la Cope. Chungo.

Y a las 7:03, diana. A esa hora entran las enfermeras rebosantes de energía. Tú estás aún con la cogorza mañanera pero ellas llegan sonrientes, habladoras, poderosas. El termómetro, la tensión, el rapado, la ducha, arreglar la cama. Esa mañana yo era el primero para el quirófano de electrofisiología así que todo fue visto y no visto. Y a las 8 al caldero.

Como ya me conocía la sala de la semana anterior no me sorprendió. Hasta me reconoció la enfermera y estuvo simpática. Seguían con la música alegre y variada, con mucha luz y un frío que te dejaba las pelotillas en estado de congelación. Como era el primero pude asistir a todo el proceso de preparar los utensilios, los apósitos, los aparatos. Yo congelándome en pelota viva y ellos y ellas trajinando a mi alrededor  mil por hora.

Al final, llegó el médico que me había hecho la electrofisiología el jueves pasado. Me saludó pero me presentó a otro médico que sería quien me pondría el Reveal. Era más jovencito, quizás un R4 pero lo hizo bien y era muy amable. Me contó lo que me iba a hacer y insistía en que no era doloroso, salvo el pinchazo de la anestesia. El pobre se pasó todo el tiempo preguntándome si estaba bien, si me dolía, si quería más anestesia (es barata, me dijo, así que por eso no te preocupes). Efectivamente, fue doloroso el pinchazo (encima de la teta izquierda) pero soportable. Y después ya nada. Notas que te están abriendo un hueco (tiran los tejidos para los lados) y nos pasamos hablando todo el tiempo que nos dejaba libre el preguntar si estaba bien, él, y responder yo que sí, que muy bien. En un momento le pregunté si se me notaría mucho que llevaba algo metido ahí. Me dijo que sí, que como yo estaba delgado, se notaría. Vaya, pensé, espero que tenga mejor ojo clínico que vista para observar las gorduras de la gente. Hay que decir en su descargo que yo estaba tapado con la bendita tela verde. En este caso, incluida la cabeza. Eso quisiera yo, le dije. Pero me lo repitió de nuevo: es que usted no tiene nada de grasa en el pecho (¡magnífico, chaval!, me felicité a mí mismo); por eso me ha costado más hacer el nido; cuando hay grasa es más fácil y el Reveal se asienta mejor y se nota menos. Bueno, vaya lo uno por lo otro: se me va a notar pero es porque no tengo grasa. Él fue acabando su tarea, hizo el nido, colocó el aparatejo y fue cosiendo, primero con aguja e hilo y después con una grapadora. Algo más de media hora le llevó.

La tecnología no deja de ser un misterio. Ser enfermo hoy en día es ponerse en manos de una empresa de oficios varios. Primero fueron los fontaneros en el cateterismo; después los electricistas en el estudio electrofisiológico; esta mañana los carniceros con maña para hacer un hueco en pleno pecho y, al final, llegaron los informáticos. Había que sintonizar el aparato, ponerle un login, incluirle parámetros, etc. Me explicaron cómo funcionaba, aunque yo ya lo había leído en Internet y dieron por concluido el trabajo. En mi tierra tocaría irse a almorzar pero a los pobres ya les estaba esperando otro paciente para que le insertaran un marcapasos.

Nuevo deslizamiento hasta la cama, nuevo paseo por los pasillos (esta vez cortito) y entrada triunfal en la habitación. Mi compañero de habitación (el de la radio) me miraba con cara de envidia. También él estaba a la espera de que esa mañana le repusieran su marcapasos, pero lo suyo iba para largo. Aún seguía esperando (y en xaxún) a las 2 de la tarde cuando yo me iba ya para casa.

Yo venía feliz del quirófano pero la opinión de la enfermera que me recibió era bastante distinta. Me debió ver mal. Me dijo que tenía una tensión muy baja y una temperatura imposible (32). Hombre, con el frío siberiano que hacía en el quirófano y después de una hora allí en pelota picada no se podía esperar un cuerpo caribeño. El caso es que se lo tomó en serio y me tuvo bajo su mirada intensiva durante un par de horas. Controles cada 10 minutos, mantas, inmovilidad absoluta. En fin, que casi me asustó. A mí que venía tan feliz de saber que no tengo ni gota de grasa en el pecho (coño, casi como mi amigo Javier). Bueno, todo se recompuso con un café malteado templadito. La médico de sala desdramatizó mucho el asunto, me mandó levantar al sillón y luego pasear y ya me avisó que saldría de alta al final de la mañana.

La salida del hospital tiene sus ritos. Primero te lo anuncian y tú, claro, pones cara de felicidad y dices que cuanto antes mejor. Pero has de esperar a que te entreguen tu parte de alta (los papeles, en el argot hospitalario) y ése se demora y se demora. Entre medias viene la comida (menos mal que yo salía, o quizás fuera por eso, pero me trajeron un caldito limpio y transparente como única vianda). Después han de venir las enfermeras a liberarte de los cables y quitarte la vía. Y luego otras enfermeras a anunciarte que el miércoles hay una charla para cardíacos a la que es muy importante que asistas. Te dan además unas recomendaciones por escrito y la dieta a seguir: el problema es que no diferencian entre unos cardíacos y otros y, al final, son consejos excesivamente duros. Después la ducha final y el vestirte de paisano. Y, ya muy al final de todo, es cuando te echas tu mochila al hombro, te despides de tu compañero de fatigas, metes la cabeza en la sala de enfermeras para decirles “adiós chicas” y te vas por la puerta grande haciendo cruces para no volver. Ojalá, amén.

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